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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (2 page)

BOOK: Todos los cuentos
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El cuento es a la vez semilla y fruto del mito, la épica, la crónica, el teatro y la novela. Como obra de arte, utiliza el campo sensorial, mnemotécnico o imaginativo para traer a la superficie las riquezas de nuestro interior, algunas sublimes y otras deleznables. Las palabras construyen el puente invisible que comunica los extremos y enlaza también a las estrellas que pretenden desprenderse y obtener la errancia de algunos cuerpos celestes. De ahí que todas las interpretaciones que suscite un cuento son atendibles, aunque ninguna puede ser completa.

Sus cultores han sido homologados a los miniaturistas. Requieren la habilidad y la paciencia de quienes trabajan un espacio pequeño para sugerir emociones que lo desbordan. Como ellos, el cuentista debe entusiasmarse por los detalles y aspirar a la perfección. El cuento es una narración que debería leerse de una sentada. Algunos son tan breves que se reducen a una frase. Otros tan extensos que pueden equipararse a una pequeña novela. En esta confesión reconozco que fue el primero de los géneros literarios que abordé, pero será el último que podré escribir bien.

MARCOS AGUINIS

Noviembre de 2010

OPERATIVO SIESTA
1

E
rnesto y Joaquín emergieron en el extremo de la ruta arrastrando sus mochilas. Llegaron frente a la solitaria estación de servicio y se derrumbaron bajo un árbol inmóvil. Desprendieron las correas, intercambiaron cigarrillos, apantallaron el calor. La siesta ardía.

Al mismo tiempo un hombre calvo con overol azul salió de la oficina y se instaló bajo el alero de la estación de servicio en un banquito de tres patas. Sacó una revista, mojó la punta del lápiz en su lengua y se concentró en las palabras cruzadas. Le sobraba tiempo: el tránsito había decaído en esta ruta provincial desde que se habilitó la nueva carretera nacional, varios kilómetros al sur. Había sido largamente proyectada y más largamente debatida; su construcción —dicen— benefició al país y a los bolsillos de varios ministros. No se benefició el pelado vestido de overol que fruncía los párpados y apretaba los dientes. Claro, pensaba: no era un político. Según él, ni siquiera benefició al país, porque la ruta provincial quedó librada al abandono, perjudicando campos y pueblos. Puteó a las perdices, los ministros, el calor y la universal peperina.

El cielo blanco quemaba. Ernesto y Joaquín palparon sus armas, decididos a consumar el robo. Paciencia: virtud esencial. Se corrieron unos centímetros tras la sombra. Los rayos perforaban el enramado y en el suelo se formaban monedas amarillas.

El pelado levantó de nuevo los ojos: estaba intrigado con esos mochileros que pretendían hacer dedo con este sol y en esta ruta. Levantó el banquito y se reintrodujo en la fresca oficina.

Joaquín estrujó el paquete de cigarrillos y lo tiró a la sartén del pavimento. Bostezó. Por ahí no pasaba ni un beduino. Terminarían asaltando al pelado y robándole la bicicleta. Se durmieron. Una hora, dos, el trayecto incomputable de una siesta canicular. La fatiga de la jornada anterior —y de la noche pergeñando planes— les ablandó los músculos y aclaró la piel. Algunas torcazas se aventuraron a saltar sobre la ruta incandescente y vacía. Por fin la tarde arrimó una brisa. Joaquín tuvo un sueño repugnante al principio; después el aire refrescó la humedad de su cabello alejándolo del horror.

Ernesto se despabiló de golpe, tenso; aferró el brazo de su compañero. En la punta del camino guiñaba algo, un auto tal vez. Joaquín se frotó con rabia los párpados, colocó la mano como visera y corrigió: es una rural. No, un auto, insistió Ernesto. Una camioneta, gritó Joaquín, una camioneta, segurísimo. Creo que tenés razón. Ernesto inspiró el aire dotado ya de cierta fragancia y palpó su revólver. Yo haré señas con el dedo; poné cara de circunstancias.

Alzaron las mochilas. Ernesto salió del círculo de sombras y lo emblanqueció la luz. Movió la mano con el pulgar extendido: maniobra universal, implorante. La bajó al notar que la camioneta iba frenando y desviándose hacia los surtidores de nafta. Ambos se palparon las armas ocultas. ¡Atentos!

El de overol salió de la oficina limpiándose migas de pan. El conductor de la camioneta bajó, trastabillando, ventilándose la camisa. Por la otra portezuela salió una muchacha con anteojos de sol. El pelado enchufó la manguera. Al rato contestó la pregunta señalando dónde los hombres y dónde las mujeres: antes esta ruta fue importante y las instalaciones, de primera, agregó con prescindible orgullo. El hombre caminó rápido hacia su objetivo. Ella hizo un rodeo: miró la camioneta, al pelado cargando nafta, tragó saliva, después se alejó.

—Van de camping —musitó Ernesto.

—Ahora van a mear —precisó Joaquín.

El pelado sacó la manguera y cerró la boca del tanque. Llenó con agua el radiador. Empapó un trapo gris y se puso a limpiar el parabrisas.

—¿Ya? —se impacientó Joaquín.

—¡Ya!

Sus zapatillas cachetearon el asfalto. El pelado limpiaba esmeradamente los fragmentos de mariposas estalladas contra el parabrisas; giraba su brazo sobre el vidrio y no comprendió cómo había aparecido la cara de un mochilero junto al volante. Espejismo del calor. Enseguida su cinturón lo arrastró hacia atrás, un ladrillo suelto en la explanada, o tal vez un poste caído, porque tropezó, cayó sentado, se nubló el cielo o un sombrero le tapó la nariz, qué carajo es esto, oyó el motor de la camioneta, nadie pagó un peso, un asalto. ¡Eh, eh!, gritó el conductor emergiendo con prisa del baño, los dedos enredados en la bragueta, el pelado había caído en un charco de aceite, la puta que los parió, la camioneta rechinó dolorosa con el cambio de marcha, culebreó con riesgo de volcar, sus neumáticos dejaron huellas en el asfalto y después se achicó tras una plateada estela de humo. ¡Policía! ¡Policía!, gritó la mujer, el pelado se sacudió el overol embadurnado, el hombre tenía la bragueta sin prender aún, ella soltó un llanto progresivo e hipante, él exigió al pelado atónito: haga algo, el pelado le mostró sus manchas negras y sus ojos perplejos, la estación solitaria, una bandada de torcazas regresando al pavimento, los tres desamparados, mientras Ernesto y Joaquín perforaban la ruta llevando júbilo en el corazón. Y en la camioneta, una pesadilla.

2

R
osendo tenía buenos motivos para triturar maldiciones. Hacía cuatro años que no se tomaba un descanso, precisamente desde su viaje de bodas. El laburo, juntar los pesos, guardarlos en la Caja de Ahorros, terminar de amoblar la casita, comprarse la camioneta. Faltaba el hijo, únicamente. Al principio Gladis tomó píldoras recetadas por un ginecólogo de confianza, pero después quiso embarazarse. Un mes, dos, seis... nada. La suegra atribuyó el inconveniente a las pocas relaciones sexuales. Rosendo trabajaba el santo día y llegaba con más deseos de abrazar la almohada que a su mujer. Es necesario tomarse unas vacaciones. No, replicaba Rosendo, con el adicional me pondré al día con las deudas. Pero la preocupada suegra no cedía, enloqueciendo a su hija con los abrumadores ejemplos de matrimonios estériles que fructificaron durante las vacaciones. Encima de no ganar dinero, tendré que gastar en hotel, nafta y los estúpidos recuerdos serranos, protestaba Rosendo, y esa noche se esforzaba por demostrar a Gladis que también podía hacerle un hijo en su casa. Pero doña Concepción —la suegra— llegó un día con la noticia: había comprado una carpa. ¡Mamita!, se retorció Gladis los dedos. Sí, una carpa con piso impermeable, cierre relámpago, toda de color amarillo, alegre, para gente joven como ustedes. Gladis se colgó de su cuello. Rosendo se conmovió también, algunas suegras son generosas evidentemente, dijo gracias, y pensó que ya no tenía escapatoria: este verano deberé renunciar al adicional. Le quedaba la perspectiva de que Gladis quedara encinta antes de partir, entonces el médico o las vecinas o incluso doña Concepción recomendarían permanecer en casa porque el cambio brusco de clima o las irregularidades del camino podrían hacerle daño. Una perspectiva remota, sin embargo, porque doña Concepción no habría invertido buena parte de sus ahorros en una carpa con piso impermeable, cierre relámpago y rabioso color amarillo para guardarla en un ropero. Y remota, además, porque las noches se sucedían y Gladis no se embarazaba, aunque Rosendo, por demoledor que fuese su cansancio, había jurado asumir la obligación inexcusable de no rendirse al sueño antes de proveer a su mujer una cuota diaria de esforzado semen, obligación que cumplía aunque se le acalambraran los riñones.

Gladis opinó que su madre debía acompañarlos. Doña Concepción rehusó porque la carpa es para gente joven, vayan ustedes, diviértanse solos, no quiero molestar. Pero mamá, nunca molestás (vamos, Rosendo, apoyame). Es cierto, doña Concepción, usted jamás molesta. ¿Viste, mamá?, Rosendo quiere que vengas, te hará bien al corazón. Sí, suegra, venga nomás. Pero la mujer se preguntaba si con su presencia no malograría el objetivo santo y verdadero del viaje. La carpa es cómoda, mamá, caben cuatro personas y nosotros somos apenas tres. Tres, sí, pero sin divisiones internas. Para qué, mamá, Rosendo puede cambiarse afuera. Hija... cambiarse sí, pero... No se preocupe, doña Concepción, dijo Rosendo, encontraremos la forma de arreglarnos. Y en un breve aparte confió unas palabras a su mujer. Gladis lo miró con dulce reconocimiento, abandonó su carita a una alegría seráfica y corrió hacia la madre que aprovechaba el angosto interregno para ordenar mejor el guardarropa. ¡Mamá, mamá!, no hay problema, y bajó el volumen de voz: la siesta, vos no dormís la siesta, nosotros sí, ¿me explico? Doña Concepción levantó las cejas, balanceó los hombros, entonces podría ser, y aceptó.

Al quinto día de haber acampado en las sierras de Córdoba junto a un río de aguas claras, Rosendo empezó a sentirse feliz. Había olvidado sus obligaciones y también la regular acumulación mensual de ahorros. Se despertaba con el fresco de la aurora. El aire grávido de perfumes silvestres se le metía en los huesos. Recogía agua del río melodioso y la ponía a calentar. Luego cebaba mate. Le causaba placer alcanzárselo a Gladis y a doña Concepción que remoloneaban hasta avanzada la mañana. Se sentía libre, fuerte, completo. Después salía a caminar o pescar. La carpa amarilla bajo el frondoso sauce abrigó siestas eróticas como no había experimentado jamás, ni siquiera en sus aventuras previas al matrimonio. Gladis estaba más apetitosa, él más sensible, retozaban olvidándose de que lo hacían para engendrar un hijo. Doña Concepción sazonaba la comida para complacer el paladar y ayudar a la potencia de su yerno; ella no podía dejar de serles útil. Rosendo y Gladis, agradecidos, le recordaban que no debía hacer esfuerzos, que el corazón, que los medicamentos. Y la pícara suegra sonreía confiando en la pimienta, el maní y las nueces que había traído en suficiente cantidad para que las siestas no fueran un vil desperdicio, total el esfuerzo lo hacía Rosendo, aunque a decir verdad, ella también hacía fuerza durante las siestas, mentalmente por supuesto, para que el semen saliera en chorros calientes y abundantes, inundara el vientre de su Gladis y la fecundara como merece, pobrecita.

Rosendo destapó el vino tinto. Con pescado deberíamos usar vino blanco, opinó Gladis. Es lo mismo, replicó Rosendo; además éste lo enfrié en el río junto a las piedras de la orilla, está a punto. Y yo hice una salsita picante que bajará mejor con tinto, apoyó doña Concepción acercando la olla coronada de vapor. ¡Formamos una sociedad perfecta!, se exaltó Rosendo: yo pesco y usted cocina. ¡Arriba las copas! Mamá, tomá poquito, ¿por qué no le mezclaste el vino con soda, Rosendo? Dejala tomar vino como la gente, está más sana que yo, ¿verdad, suegrita? Doña Concepción dijo coman, coman que se enfría. El sol se detenía sobre la copa del sauce y con él se detenía todo: el aire, las hojas, los insectos. El calor ardiente secaba la ropa tendida sobre las piedras. El pescado y la salsa llameante desaparecieron de los platos. Rosendo se repantigó sobre la silla plegadiza mientras las mujeres recogían el mantel y lavaban la vajilla campestre. Después doña Concepción se acomodó en la perezosa, colocó cerca la radio, dos ovillos de lana y las agujas para tejer.

Rosendo bostezó y siguió a Gladis, que ya había entrado en la carpa. Los besos rezumaron el calorcito de las hierbas que se mezclaron en la salsa, verdadero filtro de amor. Afuera la madre empezó a cruzar las agujas y adentro la pareja a cruzar abrazos, muslos, labios. Afuera se deseaba que la unión diera fruto y adentro que diera goce. La madre pensaba en la fertilidad, los hijos ya estaban dejando de pensar. En la carpa amarilla se agitaba la sangre, se electrizaban los nervios, se incendiaba la piel; afuera se excitaba la impaciencia, la obsesión. Y en rara telepatía la fuerza de adentro se sintió afuera. Rosendo y Gladis se contraían en la flecha voraz del deleite mientras doña Concepción se paralizaba en un espasmo colaborador, ¡que sea, que sea!; comprimía sus manos, su boca, la desbordaba una plegaria. Los chorros calientes de la fecundación regaron la intimidad de la flor mientras la resolana de la siesta bendecía el campo quieto. Gladis y Rosendo se desprendieron exhaustos. Doña Concepción dejó caer las agujas y el tejido a medio hacer. Un gorrión la miró extrañado, picoteó en la rama, la volvió a mirar y confianzudamente aterrizó en su hombro, como si fuera una estatua.

La pareja se levantó antes de lo habitual: no se soportaba el calor. Que mamá, que doña Concepción, que mamita, que conteste, abra los ojos. Ambos resistieron la verdad hasta el límite del autoengaño. Después los gritos de la hija, el desconcierto del yerno. Y los reproches mutuos: insistías que venga, dijo Rosendo; no te opusiste, baboseó Gladis; para no contradecirte; tomó vino puro; un vaso de vino no mata a nadie; a mamá sí, ¡mamá, mamita...! Y a Rosendo le sobraron motivos para darle un puntapié a un tronco caído y masticar puteadas mientras Gladis mojaba con lágrimas y saliva el rostro de su madre generosa que había preparado salsas de fuego. ¡Qué vacaciones! Además de terminar para la mierda, tener que trasladar un cadáver. La policía me hará cuestiones, en el mejor de los casos me encajará una flor de multa; por aquí no hay un alma, ni Automóvil Club, ni camping oficial, ni hotel, ni teléfono; ¿y si hubiera?; la empresa fúnebre me cobrará hasta los calzoncillos para venir a buscar un muerto.

Rosendo abrazó a Gladis. Mantengamos la calma, razonemos, comportémonos como ella hubiera deseado, no podemos dejar que el día se nos vaya en lamentos. Sí, sí, gimoteaba Gladis. Bueno, creo que no vamos a enterrarla aquí. ¡Nooo! ¡Bruto! ¡Animal!, reaccionó Gladis con violencia. Rosendo se protegió con el brazo: no quise decir eso, no te pongas tarada, razonemos, por favor, quiero decir que debemos llevarla de alguna forma, pero no tenemos certificados, ¿entendés?; la policía nos descubre, nos para, nos mete en la cárcel hasta que se aclare el asunto, con autopsia... ¡No, no! ¡No quiero autopsia! ¡Pobre mamita! ¡No entiendo nada! ¡Sacame de aquí! Rosendo la depositó sobre una silla plegadiza y caminó decidido hacia su vehículo, abrió la caja de herramientas y empezó a desarmar la carpa. Luego empacó. Gladis, impotente, lloraba con el rostro hundido entre las manos. Otro gorrión, quizás el mismo, insistía en permanecer sobre el hombro de la muerta.

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