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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (4 page)

BOOK: Todos los cuentos
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Qué ocurrirá, balbuceaba Rosendo mientras discaba con torpeza. Sírvase más café, dijo el pelado. Gracias, dijo Gladis.

—Hola —gritó Rosendo.

—Canallas —protestó Ernesto.

—Pensemos —propuso Joaquín.

—Que me robaron la camioneta —gritó Rosendo.

—Precise el lugar —exigió el teléfono.

—Qué mierda estoy haciendo sino pensar, carajo —se indignó Ernesto.

—Hable usted —ofreció Rosendo el auricular al pelado—, quieren que precise el lugar de la estación.

—¿Pero no lo había hecho antes? —se asombró el pelado.

—No es justo que le endilguemos un fiambre de regalo al Gringo —dijo Ernesto— ... justo ahora que nos empezaba a tomar confianza.

—Sí... —balbuceó Rosendo—, se ve que no anotaron, qué sé yo, explíqueles, estoy muy nervioso.

—En mi sueño... —reiteró Joaquín.

El pelado aplicó el auricular contra su cabeza pensando este tipo es un pelotudo repelotudo y gritó hola, hola, sí, hace cuarenta y cinco minutos que dos muchachos robaron una camioneta de color acero, eso es, sí, dos muchachos, una camioneta.

El Gringo puede calentarse, reflexionó Ernesto.

Que se apuren, sollozaba Gladis.

Dos muchachos, uno de bigotes, insistió el pelado.

5

U
n episodio de extrañas características ocurrió en el km 55 de la ruta provincial
número
12. Alrededor de las cuatro de la tarde del día martes ppdo., la camioneta Ford patente

22.437
ingresó
en
la estación de servicio atendida por el señor
Armando Quiroga
para reabastecerse de combustible. Conducía el vehículo su propietario, Rosendo Mansilla, argentino, de 38 años de edad, casado con Gladis Orsattori de Mansilla, quien lo acompañaba. Según referencias obtenidas en el lugar del suceso, dos individuos que acechaban desde horas antes aprovecharon la distracción de Rosendo Mansilla,
embistieron
al encargado de la estación de servicio y se apoderaron del rodado huyendo a gran velocidad. La Subcomisaría de Cornelio Saavedra recibió la denuncia telefónicamente recién tres cuartos de hora más tarde. Sus efectivos se trasladaron al km 55 mientras advertían a los puestos policiales de los alrededores y tendían un amplio cerco para evitar la fuga del vehículo sustraído.

Pese al
hermetismo
de la investigación, ha trascendido que el matrimonio Mansilla, afectado por intenso nerviosismo, prestó declaraciones contradictorias. De las mismas se habría deducido que abrigaban la
delictuosa intención
de ocultar a doña Concepción de Orsattori, suegra del propietario de la camioneta. Tras un largo interrogatorio, Rosendo Mansilla reveló que dicha señora los había acompañado en este viaje de descanso y que habría sufrido un ataque cardíaco, por lo cual
resolvieron
llevarla precipitadamente a un
hospital. El señor
Armando Quiroga de la estación de servicio, en cambio, aseguró no haber visto a dicha mujer; por otra parte no funciona hospital alguno en la cercanía del km 55.

Avanzando en la indagatoria, Gladis de Mansilla habría declarado que un ataque cardíaco produjo la
muerte
de su madre y que, desesperado por la tragedia, su esposo resolvió envolver el cadáver con una lona a fin de transportarlo secretamente a la ciudad.

Aumentó la confusión en torno al
insólito
suceso cuando al atardecer
regresó
la
camioneta
escoltada por un patrullero. En el mismo, sentada junto al agente que conducía, venía la presunta occisa, doña Concepción de Orsattori. Los efectivos policiales también traían a los
presuntos
ladrones,
Ernesto
Villafañe y Joaquín Heredia, ambos argentinos, de 27 años de edad y con antecedentes delictivos. Los tres presentaban lesiones. La mujer en
el
rostro, caderas y extremidades, de escasa magnitud, debidas a las contusiones que recibiera cuando, envuelta en la lona, fue transportada en la parte posterior de la camioneta.
Los
delincuentes,
por su parte,
suf
rieron
traumatismos de consideración en
el
cráneo: parecería que la
señora
de Orsattori, al recuperarse de su catalepsia en la proximidad de un rancho donde los sujetos habrían planeado esconder
el
vehículo, los agredió con un
martillo.
En dicho paraje
fueron
finalmente localizados.

En circunstancias de
reunirse
la familia, y en medio de un gran desconcierto, la violenta y descontrolada señora Concepción de Orsattori abatió a su yerno Rosendo Mansilla acusándolo de querer matarla. Según versiones recogidas por el cronista, alcanzó a herirlo con un objeto contundente mientras lo acusaba de impotencia sexual. Este hecho insólito se añadió a los anteriores para dar pie a sospechas sobre las relaciones incestuosas que habrían existido entre Rosendo Mansilla y su suegra. Se llegaba así a la conclusión de que la pareja, para
resolver
los sucios vínculos, había decidido eliminar a doña Concepción de Orsattori. El inesperado curso tomado por la indagatoria ha producido un fuerte
impacto
en
los protagonistas del episodio, al
extremo
de que el juez interviniente acaba de ordenar que Rosendo Mansilla sea examinado por un médico psiquiatra.

EL ZAPATO MARAVILLOSO

A
prieta su carita contra los barrotes fríos del balcón. No consigue pasar la cabeza, pero logra ver el asfalto azul, seis pisos abajo. En el centro de la calle, solo, brilloso, está su zapatito derecho. Lo anduvo buscando en cajones, bajo las camas, en la heladera, en los bolsos de mamá. ¿Cómo fue a parar allí?, no recuerda haberlo arrojado. Tampoco fue su hermanito: tiene apenas cuatro meses y no sale de la cuna. En su casa no hay gatos ni perros, aunque hace tiempo que los pide con lágrimas y sonrisas al inflexible papá (es mamá la que no los quiere; dice que ensucian todo, pero la que ensucia es ella, basta con mirar la cocina).

La punta del zapato enfrenta a los vehículos. Se le arrojan encima con apuro, como bólidos. Pero no lo destruyen. A lo sumo agitan sus cordones como si fueran cabellos.

Ricardito permanece encantado en su atalaya. No hubiera sospechado que el zapato gozara de poderes. Es nuevo, se lo compraron con urgencia antes de su reciente cumpleaños. Venía oyendo repetir a mamá que necesitaba zapatos, pero pasaban los días sin que trajera la anunciada caja. No entendía para qué hablaba tanto del asunto: cuando él deseaba una golosina, le bastaba agenciarse unas monedas y bajar al quiosco. Mamá no tenía más que ir a la zapatería. Es evidente que le gustaba quejarse sin motivo. Antes del cumpleaños corrió como una loca. Y además de cursar las invitaciones y preparar la torta y comprar las bebidas y colgar banderitas e inflar los globos, tuvo que salir a buscar zapatos. Si le hubiera hecho caso a él, los zapatos ya habrían estado en casa mucho antes. ¡Y también destrozados!, replicó ella. Se los trajo a último momento para que lucieran nuevos, no porque le faltara tiempo. ¡Ufa, qué complicada es mamá!

Hermoso el zapatito derecho. Ahora lo ve hermoso. Brilla sobre el asfalto más que su par izquierdo, tranquilo en la caja, indiferente, vulgar. Este zapatito derecho le recuerda al Súper-ratón. Se ríe de las moles que amenazan aplastarlo. No se mueve de su sitio, ni se bambolea con las ráfagas violentas, ni siquiera se molesta en enderezar la punta un poco desviada hacía los edificios de enfrente. Los gigantes braman, rabiosos. Ahora vienen de a cuatro juntos, rozándose los costados. Forman un ejército interminable. El semáforo de la esquina los detiene cada tres minutos. Entonces el valiente zapatito respira en medio de la planicie asfáltica. Como un luchador insigne que no reclama ayuda, sino que espera con regodeo a sus enemigos. Y los enemigos se vuelven a abalanzar en tropel fragoroso. Pero no logran despedazarlo. Este lugar es mío, yo lo conquisté, proclama el pequeño zapato.

Ricardito se quedaría horas gozando su aventura.

Pero mamá lo llama. En ese momento el semáforo frena la jauría. Pronto se repetirá la lucha y el zapatito deberá soportar la arremetida de los monstruos. Su madre sigue llamando. Luz verde: ¡los monstruos arrancan! Hay uno más chico, amarillento, que se mete entre los cuatro. Su rueda izquierda le pasará exactamente por encima. Será inevitable el accidente. Mamá ya profiere gritos. Pasa el amarillento en línea recta. Detrás siguen los otros, blancos, rojos, azules, negros. Aún no puede distinguir la calzada. Es un río de elefantes mecánicos. Más largo que nunca. Su madre le sacude el hombro. El semáforo no cambia de color. Su madre lo quiere arrancar de los barrotes. Ricardito no se suelta. Y profiere una exclamación de júbilo. ¡Está intacto!: sólo le desviaron la puntera. ¡Es el vencedor! Mamá también lo reconoce. Pero no se alegra. Le aplica un tirón de pelos a Ricardito: ¡por qué lo arrojaste a la calle! Está furiosa, no entiende nada. Y corre a buscarlo. En un instante llega al cordón de la vereda. Se la nota impaciente, la nueva correntada de vehículos le impide acercarse, se retuerce los dedos, está segura que lo arruinarán, adiós dinero; la pobre ignora sus poderes mágicos. El semáforo concede un respiro. Entonces lo levanta, lo examina por arriba y por abajo, asombrada, y aparece tras Ricardito con mejor semblante.

Después de comer, mientras ella lava la vajilla y papá lee el diario, Ricardito se esconde con el zapato en el placard. Deja unos centímetros de abertura para que penetre una raya de luz. El placard es muy confortable. El aroma de vestidos, frazadas, sábanas, le resulta embriagador. Apoya sus pies sobre un montículo de blusas y su espalda contra los abrigos colgantes. En la penumbra no hay demasiado orden. Mejor. Acaricia el empeine del zapatito mágico. Lo felicita. No tiene un solo raspón. Aquí, en la punta, deben estar sus ojos invisibles. Con ellos miraba y desafiaba el aluvión de autos. Y de cada uno de los agujeros por donde pasa el cordón emergían sus puñitos de acero, con los que lograba apartar las ruedas asesinas. Contempla sus propios puños y los supone idénticos a los del zapatito. Cuando el auto amarillento se le fue encima, pudo ser que el zapatito se hubiera abierto como una alfombra y después habría recuperado su forma primitiva. Tiene muchas maneras de hacer la guerra. Puede agrandarse de golpe. Agrandarse mucho, mucho, de manera que los monstruos, en lugar de aplastarlo, se encuentren corriendo dentro de su panza, como bichitos insignificantes.

¡Zas!, su hermanito empieza a llorar. Tiene hambre y está aburrido. Iría a consolarlo, pero se lo prohibieron. Le mostraría su zapatito maravilloso. Quizá entienda más que sus padres. Cuando vinieron sus amigos para el cumpleaños, presentó al bebé con orgullo, la mayoría lo contempló de lejos, con cierto temor; algunos apoyaron sus manos en el borde de la cuna preguntando cómo se llama, qué come, si habla y otras tonterías; y hubo también uno bastante atrevido que le acercó el dedo a la boca. El hermanito se divertía, pero mamá, para que no molestara, lo encerró en el dormitorio. El pobre se perdió el espectáculo de títeres además de la torta con velitas.

El bebé pesa más que el zapato. Pero Ricardito lo puede sacar de la cuna y volverlo a poner. No obstante, cada vez que lo intenta, mamá y papá vienen corriendo con la mano en el corazón. Una vez, sin embargo, casi se le cayó a mamá del cambiador blanco y Ricardito ni la retó, ni le tiró de las mechas, ni le prohibió que lo siguiera cambiando. Tampoco lo dejan darle el biberón: dicen que se ahoga. No obstante, también se ahoga cuando lo sostiene papá y ni hablar cuando es la vecina del octavo piso.

Se acordaron del pequeño prisionero durante la fiesta del cumpleaños cuando papá tuvo listo el aparato de fotos. Le mojaron la boca con agua azucarada, lo movieron de aquí para allá y por último consiguieron tranquilizarlo con un chupete embebido en miel. Pero papá se empeñaba en sacarle una instantánea sin chupete. No había caso: o el chupete o los berridos.

—Está bien —terminó por rendirse—: encajale el tapón y que se calle. —Ricardito pidió una foto teniéndolo en brazos, sin éxito. Recluyeron de nuevo al bebé en el dormitorio.

Terminaba la fiesta. Quedaban cinco chicos. Papá y mamá acompañaron a los padres de Miguel —que habían venido a buscarlo— hasta la calle. Se entretuvieron contándose las peripecias del último veraneo. Al regresar, en el ascensor coincidieron sobre el éxito de la fiestita: concurrieron muchos niños y les costó bastante poco; lo más caro fue la animadora, que accedió a cobrarles la mitad por ser amiga de tía Justa. Se sentían cansados y con ganas de dormir. Pronto vendrían a buscar a los niños restantes.

De súbito les chocó el extraño silencio. Los cinco chicos permanecían alineados en el living, de frente al largo sofá. Estallaron risas y aplausos cuando apareció el títere, detrás del respaldo que servía de referencia escénica. Mamá casi se desmayó. Ricardito movía el títere para arriba y para abajo, izquierda y derecha. La redonda cabecita del muñeco sonreía con inédita felicidad. Y parecía hablarle a la audiencia. Sus ojitos brillaban. Sus bracitos algo flexionados y rígidos parecían dispuestos a cumplir con las amenazas que profería la voz en falsete. Papá se abalanzó hacia el sofá, tropezó con varios cuerpos y se lo arrancó a Ricardito. El muñeco, tras un instante de perplejidad, se asustó y rompió a llorar. La madre, aún pálida, se apresuró a meterle el chupete y, recibiéndolo de papá, lo estrechó contra su pecho con exageradas e inoportunas muestras de cariño. Encima de arruinarle la actuación, lo hacían aparecer como un supermimado, pensó Ricardito. Papá le dio un manotazo por su temeraria iniciativa y Ricardito tuvo que alejarse corriendo. Desde entonces ya no le permiten jugar en ningún momento y bajo ninguna forma con su hermano.

Pero ahora tiene un zapato maravilloso. En cuanto mamá se distraiga en el lavadero, sentará al bebé sobre el brillante empeine. El zapato entonces crecerá hasta convertirse en un bote. Y saldrá volando. ¡Qué contento se sentirá el pobre, que se la pasa encerrado en su cuna celeste! Verá los techos, y la parte superior de los árboles. Se cruzará con algunos pájaros. Desde arriba todo es distinto. Lo comprobó en el Italpark, cuando lo llevaron a dar una vuelta en la rueda gigante. Al principio tuvo miedo y se agarró tan fuerte de la baranda que sus nudillos se pusieron blancos como la miga, pero a la segunda vuelta ya se soltó y pudo regocijarse con el colorido mundo que pululaba a sus pies. Su hermanito se lo agradecerá cuando pueda hablar.

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