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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (38 page)

BOOK: Todos juntos y muertos
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—Ya le conté lo de Gervaise —siguió el señor Cataliades—. Identifiqué el cuerpo de su chica esta mañana. ¿Cómo se llamaba?

—Carla. No recuerdo su apellido. Ya me vendrá.

—Probablemente su nombre de pila baste para identificarla. Uno de los cadáveres con uniforme del hotel tenía una lista de nombres informática en el bolsillo.

—No estaban todos en ella —dije con vaga certidumbre.

—No, claro que no —confirmó Barry—. Sólo unos pocos.

Nos lo quedamos mirando.

—¿Cómo lo sabes? —inquirí.

—Les oí hablar.

—¿Cuándo?

—La noche anterior.

Me mordí la lengua con fuerza.

—¿Qué fue lo que oyó? —preguntó el señor Cataliades con voz sostenida.

—Estaba con Stan en…, ya sabéis, lo de comprar y vender. Me percaté de que los camareros y algunas otras personas se empeñaban en evitarme, y me fijé a ver si evitaban a Sookie también. Entonces pensé que sabían lo que yo era y no querían que supiese algo. Decidí que sería mejor comprobarlo. Encontré un sitio donde esconderme tras las palmeras artificiales, cerca de la puerta de servicio, para poder leer lo que estaban pensando al otro lado. No hubo nada claro, ¿vale? —Se ve que también percibió una clara lectura de nuestros pensamientos—. Era más bien algo en plan «vamos a acabar con esos vampiros, malditos sean, y si nos llevamos por delante a algunos de sus esclavos humanos, pues mala suerte, tendremos que vivir con ello. Condenados por asociación».

No pude más que permanecer sentada, mirándolo.

—¡No, no sabía qué pensaban hacer ni cuándo! Me fui a la cama preocupado, preguntándome cuál sería su plan, y cuando vi que no podía conciliar el sueño fue cuando te llamé. E intentamos sacar a todo el mundo —explicó, y se puso a llorar.

Me senté a su lado y lo rodeé con un brazo. No sabía qué decir. Por supuesto, él sabía lo que yo pensaba.

—Sí, ojalá hubiera dicho algo antes —continuó con voz ahogada—. Sí, me equivoqué. Pero pensé que si decía algo antes de saberlo con certeza, los vampiros se les echarían encima y los dejarían secos. O quizá querrían que les indicase quién sabía algo y quién no. Yo no podía hacer eso.

Se produjo un largo silencio.

—Señor Cataliades, ¿ha visto a Quinn? —pregunté para romper el silencio.

—Está en un hospital humano. No pudo evitar que se lo llevaran.

—Tengo que verlo.

—¿Hasta qué punto cree que las autoridades querrán coaccionarla para que haga lo que ellos quieren?

Barry levantó la cabeza y me miró.

—Todo lo que puedan —dijimos los dos a la vez.

—Es la primera vez que muestro mis habilidades a gente que no conozco —comenté.

—Lo mismo digo. —Barry se secó los ojos con el reverso de la mano—. Tenías que haberle visto la cara a ese tipo cuando finalmente creyó que podíamos encontrar a la gente. Creyó que éramos psíquicos, o algo parecido, pero no entendía que lo que hacíamos era detectar lecturas de cerebros vivos. Nada místico.

—Abundó en la idea en cuanto nos creyó —añadí—. Pude escuchar en su mente cómo se imaginaba cien formas de emplearnos en las tareas de rescate, en conferencias gubernamentales, interrogatorios policiales…

El señor Cataliades nos miró. No podía captar la totalidad de sus furiosos pensamientos demoníacos, pero no podía decir que tuviera pocos.

—Perderíamos el control sobre nuestras vidas —añadió Barry—, y me gusta controlar la mía.

—Supongo que podría estar salvando a un montón de gente —dije. Nunca lo había visto así. Jamás me había enfrentado a una situación como la de la jornada anterior, y esperaba que no volviese a pasar. ¿Cuántas probabilidades tenía de no volver a estar envuelta en un desastre? ¿Estaba obligada a abandonar un trabajo que me gustaba, entre personas que me importaban, para trabajar para extraños en lugares lejanos? Me estremecí ante tal idea. Sentí que algo se endurecía en mi interior cuando pensé que el aprovechamiento de Andre sobre mí no sería más que el principio, en situaciones similares. Al igual que Andre, todo el mundo querría ser mi dueño—. No —añadí—. No lo haré. Puede que esté siendo egoísta y me esté condenando, pero no lo haré. No creo que exageremos sobre las consecuencias nefastas que tendría para nosotros, ni de lejos.

—En ese caso, ir al hospital no será una buena idea —afirmó Cataliades.

—Lo sé, pero tengo que ir de todos modos.

—Entonces, podrán hacer una parada de camino al aeropuerto.

Nos envaramos.

—Hay un avión de Anubis que saldrá dentro de tres horas. Irá a Dallas primero, y después a Shreveport. La reina y Stan lo pagan a medias. Llevará a los supervivientes de ambas comitivas. Los ciudadanos de Rhodes han donado ataúdes usados para el viaje. —El señor Cataliades puso una mueca, y, honestamente, no pude culparlo—. Aquí está todo el dinero del que podemos disponer —prosiguió, tendiendo un fajo de billetes—. Lleguen a la terminal de Anubis a tiempo y podrán venir con nosotros. Si no aparecen, daré por sentado que les ha ocurrido algo que les ha impedido venir y tendrán que llamar para pensar en un plan alternativo. Somos conscientes de que es mucho lo que les debemos, pero tenemos heridos que llevar a casa, y la reina ha perdido sus tarjetas de crédito en el incendio. Tendré que llamar a su agencia de crédito para un servicio de urgencia, pero no llevará demasiado tiempo.

Sonaba bastante frío, pero, a fin de cuentas, no era nuestro mejor amigo, y como testaferro diurno de la reina, tenía muchas cosas que hacer y muchos más problemas que resolver.

—Está bien —dije—. Escuche, ¿se encuentra Christian Baruch en el refugio?

Se le afilaron los rasgos.

—Sí, aunque un poco quemado. No ha abandonado a la reina desde la ausencia de Andre, como si pudiera ocupar su lugar.

—Es lo que quiere, estoy segura. Quiere ser el siguiente cónyuge de la reina de Luisiana.

—¿Baruch? —Cataliades no podría haber mostrado más desdén si un trasgo se hubiese presentado para ocupar el mismo puesto.

—No, ha recurrido a métodos extremos. —Ya le conté el asunto a Andre. Ahora, tenía que repetirlo—. Por eso planeó lo de la bomba de Dr Pepper —dije, al cabo de unos cinco minutos.

—¿Cómo lo ha averiguado? —preguntó el abogado.

—Fui atando cabos —expliqué modestamente. Suspiré. Allá iba la parte más repelente—. Me lo encontré ayer, escondido bajo el mostrador de recepción. Había otro vampiro con él, con feas quemaduras. Ni siquiera sé de quién se trataba. En la misma zona encontré a Todd Donati, el de seguridad, magullado, pero vivo, junto a una limpiadora muerta. —Volví a saborear el agotamiento, el terrible olor y el aire denso—. Baruch se libró, claro está.

No estaba precisamente orgullosa de ello, y bajé la mirada a mis manos.

—En fin, estaba intentando leer la mente de Donati para comprobar cuál era su estado, y lo que me encontré fue que odiaba y culpaba a Baruch. Esa vez, estaba deseando ser sincero. Ya no había un trabajo del que preocuparse. Me dijo que había visto todas las cintas de seguridad una y otra vez, y que finalmente descubrió lo que tenía delante. Fue su jefe quien pegó el chicle a la cámara para poner la bomba. Sabido eso, concluyó que la intención de Baruch era asustar a la reina, alimentar su inseguridad, para que no tardara en tomar un nuevo esposo. Y eso era lo que Christian Baruch quería: casarse con ella. Pero adivine por qué.

—Soy incapaz —admitió el señor Cataliades, profundamente impactado.

—Porque quiere abrir un nuevo hotel para vampiros en Nueva Orleans. El Blood in the Quarter se inundó y hubo que cerrarlo. Baruch pensó que podría reconstruirlo y abrirlo otra vez.

—¿No tuvo nada que ver con las demás bombas?

—Estoy convencida de que no, señor Cataliades. Creo que ha sido la Hermandad, como dije ayer.

—Entonces ¿quién mató a los vampiros de Arkansas? —intervino Barry—. Habrá sido la Hermandad también, ¿no? No, espera… ¿Por qué lo iban a hacer? No digo que le hicieran ascos a matar algunos vampiros, pero sabrían que morirían con toda probabilidad en las explosiones.

—Tenemos una sobrecarga de malos —añadí—. Señor Cataliades, ¿tiene alguna idea de quién puede haber matado a los vampiros de Arkansas? —pregunté, clavándole la mirada en los ojos.

—No —confesó el abogado—. Y, de saberlo, jamás lo diría en voz alta. Creo que debería centrarse en las heridas de su novio y volver a su pequeña ciudad, y no preocuparse tanto por tres muertes entre tantas otras.

No estaba precisamente alarmada por la muerte de los tres vampiros de Arkansas, y seguir el consejo del señor Cataliades me pareció una idea estupenda. Pasé un extraño momento pensando en los asesinatos, y decidí que la respuesta más sencilla era a menudo la mejor.

¿Quién pensaría que tendría una buena oportunidad de librarse de un juicio si acababa con Jennifer Cater?

¿Quién prepararía el camino para ser admitida en su habitación mediante una sencilla llamada telefónica?

¿Quién había tenido un largo instante de comunicación telepática con sus secuaces antes de dar lugar al artificial alboroto de la visita imprevista?

¿El guardaespaldas de quién salía por la puerta de la escalera, justo cuando salíamos de la suite?

Sabía tan bien como el señor Cataliades que Sophie-Anne se aseguró de que Sigebert fuese admitido en la habitación de Jennifer Cater tras llamarla en persona y decirle que estaba de camino. Jennifer miraría por la mirilla, reconocería a Sigebert y daría por sentado que la reina estaría justo detrás. Una vez dentro, Sigebert desenvainaría su espada y mataría a todos los presentes.

Entonces volvería escaleras arriba a toda prisa para aparecer justo a tiempo para escoltar a la reina hasta la séptima planta. Volvería a entrar en la habitación para que hubiera una explicación a que su olor impregnara el aire.

Y en ese momento no sospeché nada de nada.

Menuda sorpresa debió de llevarse Sophie-Anne al descubrir que Henrik Feith seguía vivo; pero el problema habría quedado resuelto cuando aceptó su protección.

Y volvió a aparecer cuando alguien le convenció de que siguiera con la acusación.

Y entonces, asombrosamente, el problema volvió a solucionarse cuando fue asesinado delante del tribunal.

—Me pregunto cómo contratarían a Kyle Perkins —dije—. Debía de saber que era una misión suicida.

—Es posible —explicó el señor Cataliades cuidadosamente— que hubiera decidido ver amanecer de todos modos. Quizá buscara una forma más espectacular e interesante de irse, obteniendo de paso un legado económico para sus descendientes humanos.

—Resulta extraño que un miembro de nuestro propio grupo me enviara a buscar información sobre él —afirmé, con voz neutra.

—Ah, no todo el mundo tiene por qué saberlo todo —dijo el señor Cataliades, con la misma neutralidad.

Barry podía oír mis pensamientos, por supuesto, pero no pillaba lo que estaba diciendo el abogado, que no tenía desperdicio. Era estúpido que el que Eric y Bill no conocieran las artimañas de la reina me hiciera sentir mejor. No es que ellos no fuesen capaces de jugar a ese nivel, pero no creo que Eric me enviara a la buena de Dios para buscar información sobre Perkins, de saber que había sido contratado por la propia reina.

La pobre mujer del centro de tiro había muerto porque la reina no le había dicho a la mano izquierda lo que estaba haciendo la derecha. Y me pregunté qué habría sido del humano, el que vomitó en la escena del crimen, el que fue contratado para llevar a Sigebert y a Andre al centro de tiro… después de que me esmerara en dejarles un mensaje indicando adonde volveríamos Barry y yo para recuperar las pruebas. Yo misma sellé el destino de esa mujer al dejar ese mensaje telefónico.

El señor Cataliades nos estrechó la mano con una radiante sonrisa, como si tal cosa, antes de partir. Nos volvió a apremiar para que fuésemos al aeropuerto.

—¿Sookie? —dijo Barry.

—¿Sí?

—Me gustaría mucho coger ese avión.

—Lo sé.

—¿Y a ti?

—No creo que sea capaz de sentarme en el mismo avión que ellos.

—Están todos heridos —manifestó Barry.

—Sí, pero eso no salda la cuenta.

—Te encargaste de ello, ¿verdad?

No le pregunté qué insinuaba. Sabía que podía leerlo en mi mente.

—Tanto como he podido —asentí.

—Puede que yo no quiera estar en el mismo avión que tú —declaró Barry.

Por supuesto que dolía, pero supongo que me lo merecía.

Me encogí de hombros.

—Tendrás que decidir eso por ti mismo. Cada uno de nosotros tiene un listón de aquello con lo que puede vivir.

Barry se lo pensó.

—Ya —afirmó—. Lo sé. Pero, por ahora, creo que será mejor que separemos nuestros caminos aquí. Iré al aeropuerto para estar por allí hasta que salgamos. ¿Irás al hospital?

Estaba demasiado agotada para responderle.

—No lo sé —dije—. Pero ya encontraré un coche o un autobús que me lleve a casa.

Me abrazó, al margen de lo enfadado que pudiera estar por las decisiones que había tomado. Podía sentir su afecto y su tristeza. Le devolví el abrazo. Él había tomado sus propias decisiones.

Dejé a la limpiadora una propina de diez dólares cuando me marché a pie cinco minutos después de que Barry cogiera un taxi. Esperé a alejarme un par de manzanas del hotel y luego le pregunté a un transeúnte cómo se llegaba a St. Cosmas. Fue un largo paseo de diez manzanas, pero hacía un día precioso, fresco y claro, con un brillante sol. Me sentí bien en mi soledad. Puede que llevara unas chanclas con suela de goma, pero la ropa no estaba del todo mal, y estaba limpia. Me comí un perrito caliente de camino al hospital, perrito que le compré a un vendedor callejero, cosa que no había hecho nunca antes. Compré también un sombrero sin forma definida a otro vendedor ambulante, y metí todo el pelo debajo. El mismo tipo vendía gafas de sol. Con el cielo tan despejado y el aire soplando con fuerza desde el lago, la combinación no parecía demasiado chocante.

St. Cosmas era un edificio antiguo, generoso en adornos arquitectónicos exteriores. También era enorme. Pregunté por el estado de Quinn, y una de las enfermeras apostada en el concurrido mostrador de visitantes dijo que no podía darme esa información. Pero, para saber si estaba ingresado en el hospital, tuvo que consultar los registros, y atisbé el número de su habitación leyéndole el pensamiento. Aguardé a que ella y sus dos compañeras estuvieran ocupadas con otras consultas y me deslicé en el ascensor.

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