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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (16 page)

BOOK: Todos juntos y muertos
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Barry me miró con sorpresa.

«¿Bromeas? Deberías estar forrándote, sobre todo si vas a un Estado como Ohio o Illinois, donde está el dinero.»

Me encogí de hombros.

«Me gusta donde vivo», dije.

Entonces nos dimos cuenta de que nuestros patrones vampíricos estaban observando nuestra silenciosa conversación. Supongo que la expresión de la cara nos había cambiado, como suele pasar cuando tienes una conversación… Salvo que la nuestra había sido muda.

—Disculpen —me justifiqué—. No quise ser grosera. No veo a menudo a gente como yo, y es muy agradable poder hablar con otro telépata. Ruego su perdón, mi señora, mi señor.

—Casi pude escucharlo —dijo Sophie-Anne, maravillada—. Stan, ¿te ha sido de utilidad? —Sophie-Anne podía hablar mentalmente con los vampiros a los que había convertido, pero debía de ser una habilidad tan rara entre los vampiros como entre los humanos.

—Mucho —confirmó Stan—. El día que tu Sookie me llamó la atención sobre él fue uno de los mejores que recuerdo. Sabe cuándo mienten los humanos, conoce sus auténticas motivaciones. Es una maravillosa baza.

Miré a Barry, preguntándome si alguna vez se habría considerado un traidor hacia la humanidad o sencillamente el vendedor de un servicio necesario. Cruzó su mirada con la mía, el gesto duro. Estaba claro que sentía el conflicto de servir a un vampiro, revelando secretos humanos a su patrón. Yo misma me enfrentaba a esa idea alguna vez que otra.

—Hmmm. Sookie sólo trabaja para mí de vez en cuando. —Sophie-Anne me estaba mirando, y si su terso rostro pudiera definirse con una sensación, diría que estaba pensativa. Andre se traía algo entre manos tras esa fachada sonrosada de adolescente. No sólo estaba pensativo, sino también interesado; pendiente, para ser más precisos.

—Bill la trajo a Dallas —observó Stan, no tanto como una pregunta.

—Era su protector por aquel entonces —dijo Sophie-Anne.

Un breve silencio. Barry me miró de soslayo con optimismo, y yo le devolví un gesto con el mensaje explícito: «Ni lo sueñes». Lo cierto es que me apetecía abrazarlo, ya que ese silencio había devenido en algo que podía manejar.

—¿De verdad necesitan mi presencia y la de Barry aquí? Somos los únicos humanos y quizá no sería productivo que permaneciéramos aquí leyéndonos la mente mutuamente.

Joseph Velasquez esbozó una sonrisa antes de poder controlarse.

Tras un instante de silencio, Sophie-Anne asintió, seguida de Stan. La reina Sophie y el rey Stan, me recordé a mí misma. Barry ejecutó una reverencia que ya tenía ensayada y me entraron ganas de sacarle la lengua. Yo hice algo parecido y salí de la suite. Sigebert nos miró con expresión interrogativa.

—La reina, ¿ya no os necesita? —preguntó.

—Ahora mismo no —dije. Di unos golpecitos al busca que Andre me había entregado tan sólo unos momentos antes—. Esto vibrará si me necesitan —añadí.

Sigebert contempló el artilugio con desconfianza.

—Creo que sería mejor que os quedarais aquí —insinuó.

—La reina dice que puedo irme —repliqué.

Y me marché, con Barry siguiendo mis pasos de cerca. Cogimos el ascensor para bajar hasta el vestíbulo, donde encontramos un rincón aislado al que nadie podría asomarse a curiosear.

Nunca había mantenido una conversación completamente mental con nadie, y Barry tampoco, así que nos entretuvimos con ese ejercicio durante un tiempo. Barry me contó la historia de su vida mientras yo trataba de bloquear las demás mentes que nos rodeaban; luego traté de compaginar a todos con Barry.

Fue muy divertido.

Barry resultó ser mejor que yo a la hora de entresacar pensamientos del gentío, y a mí se me daba mejor detectar el matiz y el detalle, cosa no siempre sencilla de recabar en los pensamientos. Pero teníamos algo en común.

Estábamos de acuerdo en quiénes eran los mejores emisores de la sala, o sea que nuestra capacidad de «escuchar» era la misma. Señalábamos a alguien (en este caso a mi compañera de habitación, Carla) y escuchábamos sus pensamientos, puntuándolos en una escala del uno al cinco, siendo el cinco un pensamiento muy alto y claro. Carla sacó un tres. Tras acordar ese juicio, puntuamos a más gente, reaccionando prácticamente al unísono en cuanto a los resultados.

Vale, era muy interesante.

«Probemos con el tacto», sugerí.

Barry ni siquiera me miró de reojo. Estaba animado. Sin decir nada más, me cogió de la mano y nos orientamos en direcciones casi opuestas.

Las voces nos llegaban con tanta claridad que era como tener una conversación completa de viva voz con todos los ocupantes del recinto, todos a la vez. Era como subir el volumen de un DVD, con los agudos y los bajos perfectamente equilibrados. Era tan excitante como aterrador. A pesar de estar orientada en dirección contraria al mostrador de recepción, pude oír con claridad a una mujer que preguntaba sobre la llegada de los vampiros de Luisiana. Percibí mi propia imagen en la mente del empleado, encantado con la idea de poder jugarme una mala pasada.

«Tenemos problemas», me dijo Barry.

Me volví para ver cómo se acercaba una vampira con expresión de pocos amigos. Sus ojos eran de color avellana y tenía el pelo castaño liso. Parecía tan delgada como malévola.

—Al fin, alguien del grupo de Luisiana. ¿El resto de los tuyos están escondidos o qué? ¡Dile a la zorra de tu ama que pienso clavar su pellejo en la pared! ¡La veré con una estaca y expuesta al sol en la azotea de este mismo hotel!

Por desgracia, dije lo primero que me vino a la cabeza:

—Paso de ti —contesté, como si fuese una cría de once años—. Y, por cierto, ¿quién demonios eres tú?

No cabía duda de que tenía que ser Jennifer Cater. Estuve a punto de decirle que el carácter de su rey había dejado mucho que desear, pero me gustaba conservar la cabeza sobre los hombros, y no creo que hiciera falta mucho para que esa tipa perdiera los papeles.

Me taladró con la mirada, eso se lo concedo.

—Te dejaré seca —dijo ásperamente. Para entonces, estábamos atrayendo bastante la atención.

—Uuuuuh —respondí, exasperada más allá de todo buen juicio—. Qué miedo me das. Me pregunto si al tribunal le gustará escuchar eso de tu boca. Corrígeme si me equivoco, pero ¿no tienen los vampiros prohibido por ley amenazar de muerte a los humanos, o es que lo he leído mal?

—Como si me importase una mierda la ley humana —dijo Jennifer Cater, pero el fuego de su mirada fue menguando cuando se percató de que nuestra conversación había atraído a todo el vestíbulo, incluidos muchos humanos y algún vampiro que estaría encantado de quitársela de en medio—. Sophie-Anne Leclerq será juzgada conforme a las leyes de mi pueblo —añadió Jennifer como un tiro—. Y será hallada culpable. Yo gobernaré Arkansas y la haré grande.

—Pues sería toda una novedad —dije, con cierta justificación. Arkansas, Luisiana y Misisipi eran los tres Estados pobres arracimados para nuestra mutua mortificación. Nos sentíamos agradecidos los unos a los otros porque nos turnábamos en la cola de cada lista federal de los Estados Unidos: nivel de pobreza, embarazos adolescentes, muertes por cáncer, analfabetismo… Nos repartíamos los honores por temporadas.

Jennifer se largó, poco interesada en otro embate. Era muy decidida y maligna, pero estaba segura de que Sophie-Anne le podía dar lo suyo en cualquier momento. Si fuese una mujer de apuestas, pondría todo mi dinero en la jaca francesa.

Barry y yo nos dedicamos un encogimiento de hombros. El incidente se había acabado. Volvimos a cogernos de las manos.

«Más problemas», dijo Barry, con tono resignado.

Enfoqué mi mente hacia donde estaba la suya. Oí a un hombre tigre que se dirigía hacia donde estábamos a mucha velocidad.

Solté la mano de Barry y me volví, los brazos ya extendidos y mi cara rebosante de una sonrisa.

—¡Quinn! —exclamé, y tras un momento en el que parecía algo desconcertado, me rodeó con sus brazos.

Lo abracé con todas mis fuerzas, y él me devolvió el gesto con tanto entusiasmo que casi me rompe las costillas. Luego me besó, y tuve que echar mano de toda mi fuerza de carácter para mantener el beso dentro de lo socialmente aceptable.

Cuando nos separamos para respirar, me di cuenta de que Barry estaba torpemente de pie, a unos metros, inseguro de qué hacer.

—Quinn, te presento a Barry el botones —dije, tratando de parecer azorada—. Es el único telépata que conozco, aparte de mí misma. Trabaja para Stan Davis, el rey de Texas.

Quinn extendió una mano a Barry, cuando supe por qué permanecía con aire tan torpe. Habíamos transmitido nuestros pensamientos de forma algo excesivamente gráfica. Sentí cómo una oleada de calor enrojecía mis mejillas. Lo mejor que podía hacer era fingir que no me había dado cuenta, por supuesto, y eso es lo que hice. Pero también podía sentir la leve sonrisa que tiraba de las comisuras de mis labios, y Barry parecía más entretenido que molesto.

—Un placer conocerte, Barry —saludó Quinn con su voz grave.

—¿Estás a cargo de la organización de la ceremonia? —preguntó Barry.

—Sí, así es.

—He oído hablar de ti —comentó Barry—. El gran luchador. Cuentas con una gran reputación entre los vampiros, colega.

Volví la cabeza de golpe. Algo se me escapaba.

—¿Gran luchador? —dije.

—Te lo contaré más tarde —respondió Quinn, antes de tensar la boca.

Barry paseó la mirada entre Quinn y yo. Su cara también se puso algo rígida, y me sorprendió ver que era capaz de transmitir tanta dureza.

—¿No te lo ha dicho? —preguntó, y entonces leyó la respuesta directamente de mi cabeza—. Eh, colega, eso no está bien. Ella debería saberlo.

—Se lo diré pronto —casi gruñó Quinn.

—¿Pronto? —Los pensamientos de Quinn estaban sumidos en un torbellino—. ¿Qué tal ahora?

Pero en ese momento, una mujer recorrió el vestíbulo hacia nosotros con grandes zancadas. Era una de las mujeres más escalofriantes que había visto, y eso que había conocido muchas mujeres aterradoras. Mediría 1,75, con unos rizos negros que le enmarcaban la cara, y llevaba un casco debajo del brazo. Iba a juego con su armadura corporal. La propia armadura, negra y mate, parecía una versión elaborada del uniforme de un receptor de béisbol: una guarda para el pecho, protectores ajustados y espinilleras, con el añadido de densas muñequeras de cuero que le rodeaban los antebrazos. También calzaba unas pesadas botas, con una espada, una pistola y una pequeña ballesta cruzada a la espalda en su respectiva funda.

Sólo pude quedarme boquiabierta.

—¿Eres al que llaman Quinn? —preguntó, deteniéndose de golpe. Tenía un fuerte acento, aunque fui incapaz de determinar su procedencia.

—Lo soy —dijo Quinn. Me di cuenta de que él no parecía tan sorprendido como yo ante la presencia de ese ser letal.

—Soy Batanya. Eres el encargado de Special Events. ¿Eso incluye la seguridad? Quisiera discutir las necesidades especiales de mi cliente.

—Pensaba que la seguridad era trabajo tuyo —contestó Quinn.

Batanya sonrió, lo cual se bastaba por sí solo para helarle la sangre a cualquiera.

—Sí, claro, es mi trabajo, pero protegerlo sería más fácil si…

—No me encargo de la seguridad —aclaró él—. Sólo manejo los rituales y el protocolo.

—Está bien —dijo ella, dejando que su acento convirtiera una frase casual en una declaración cargada de seriedad—. Entonces, ¿a quién debo dirigirme?

—A un hombre llamado Todd Donati. Su despacho está en la zona de personal, detrás del mostrador de recepción. Uno de los empleados te dará las indicaciones.

—Disculpe —intervine.

—¿Sí? —dijo ella, apuntando directamente hacia mí su nariz, recta como una flecha. No parecía hostil o esnob, sino más bien preocupada.

—Me llamo Sookie Stackhouse —aclaré—. ¿Para quién trabaja, señorita Batanya?

—Para el rey de Kentucky —respondió—. No ha reparado en gastos para traernos aquí. Así que es una pena que no haya nada que yo pueda hacer para evitar que lo maten, tal como están ahora las cosas.

—¿Qué quiere decir? —me sentía tan desconcertada como alarmada.

Parecía que la guardaespaldas estaba a punto de hacerme un reproche, pero nos interrumpieron.

—¡Batanya! —Un joven vampiro atravesaba el vestíbulo a la carrera. Su pelo rapado y su aspecto gótico resultaban aún más frivolos cuando se puso al lado de esa formidable mujer.

—Mi señor dice que te necesita a su lado.

—Voy para allá —dijo Batanya—. Sé cuál es mi lugar. Pero he de protestar porque el hotel está haciendo mi trabajo más difícil de lo que debería ser.

—Quéjate en tu tiempo libre —ordenó el joven secamente.

Batanya le lanzó una mirada que no me habría gustado ganarme. Luego nos saludó con una inclinación dedicada a cada uno.

—Señorita Stackhouse —dijo, extendiéndome la mano. Hasta ese momento, nunca había pensado que las manos podían ser tan musculosas—. Señor Quinn. —También le estrechó la mano, mientras que Barry se tuvo que conformar con un gesto de la cabeza, al no haberse presentado—. Me pondré en contacto con Todd Donati. Lamento haberos molestado con algo que no es responsabilidad vuestra.

—Caramba —exclamé, observando mientras Batanya se marchaba. Sus pantalones eran como cuero líquido, y delataban la mínima flexión muscular de sus nalgas. Era como una lección de anatomía. Su trasero era puro músculo.

—¿De qué galaxia se ha caído? —preguntó Barry, alucinado.

—Galaxia no —explicó Quinn—. Dimensión. Es una Britlingen.

Aguardamos a que nos ilustrara un poco más al respecto.

—Es una guardaespaldas, una superguardaespaldas —indicó—. Las Britlingens son las mejores. Hay que ser muy rico para contratar a una bruja capaz de traer una hasta aquí, y dicha bruja tiene que negociar las condiciones con su cofradía. Una vez cumplido el trabajo, la bruja tiene que devolverla al lugar de su procedencia. No se pueden quedar aquí. Sus leyes son diferentes. Muy diferentes.

—¿Estás diciendo que el rey de Kentucky ha pagado un pastón para traer a esa mujer hasta… esta dimensión? —Había oído un montón de cosas increíbles a lo largo de los últimos dos años, pero ésa se llevaba la palma.

—Es un acto extremo. Me pregunto qué le dará tanto miedo. Kentucky no rebosa precisamente de dinero.

—A lo mejor apostó a caballo ganador —insinué, ya que tenía asuntos financieros propios de los que preocuparme—. Y tengo que hablar contigo.

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