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Un mundo mostraba una correlación perfecta con esa línea. Kirtan sonrió.
—Talasea, en el sistema de Morobe… —Introdujo los resultados que había obtenido en su cuaderno de datos personal y se levantó para ir al despacho del almirante Devlia—. Sabemos dónde estás, Escuadrón Rebelde. Y ahora… os aplastaremos.
Corran abrió los ojos. El frío y la oscuridad le indicaron que todavía era de noche. Las hilachas de niebla que entraban por la ventana de la cabaña parecían amplificar el silencio de la noche. Corran sabía que nada, ni el más pequeño rastro de luz o sonido, le había despertado, pero también sabía que algo andaba mal.
Volvió la cabeza hacia el catre de Ooryl y vio que estaba vacío. Eso no suponía una gran sorpresa. Corran ya había descubierto que los gandianos sólo necesitaban una fracción de las horas de sueño necesarias para los humanos, y al parecer además eran capaces de almacenar el sueño para utilizarlo cuando no pudieran dormir. Al corelliano le hubiese encantado saber qué conjunto de presiones evolutivas había proporcionado esa capacidad a los gandianos, pero Ooryl se mostraba decididamente reservado en todo lo concerniente a su especie, y Corran no había intentado arrancarle más detalles.
Su sensación de inquietud no estaba centrada en Ooryl. Seguía siendo una vaga sensación de que algo iba mal, y se trataba de un tipo de sensación respecto al que Corran había acumulado una considerable experiencia. La había sentido cuando se estaba preparando para enfrentarse a unos criminales, o durante misiones secretas cuando su tapadera había saltado por los aires y los enemigos se disponían a hacerle el máximo daño posible. Su padre asintió lentamente cuando Corran le habló de aquella sensación, y le animó a hacer caso de ella siempre que se presentara.
El corelliano abrió su saco de dormir y se estremeció cuando el frío aire de la noche entró en contacto con su piel desnuda. «Bueno, padre, voy a dejarme llevar por mis instinto…». Corran se puso el traje de vuelo, y descubrió que su material sintético conservaba el frío de la noche mucho mejor de lo que su carne era capaz de retener el calor. Después se puso unas botas que también estaban bastante heladas. Hubiese querido correr sin moverse del sitio durante unos momentos para entrar en calor, pero una oleada de malevolencia surgida de la nada le envolvió de repente.
Corran fue hasta la entrada de la cabaña, que carecía de puerta, y se agazapó entre las sombras. Hubiese dado su brazo derecho por un desintegrador, pero había dejado su arma personal en el centro de vuelo de Talasea, junto con su casco, guantes y demás equipo. «Cuando estaba en la Fuerza de Seguridad de Corellia, me hubiese dejado cortar el cuello antes que permitir que me sorprendieran sin llevar alguna clase de arma encima… Ahora ni siquiera tengo una hoja vibratoria. O voy a tener mucha suerte, o voy a acabar muy muerto».
Las únicas ventajas de que podía disponer procedían del aspecto básico de la cabaña. Con su entrada carente de puerta, sus ventanas sin cristales y su techo de aspecto bastante precario, la cabaña no parecía la clase de lugar en el que alguien, y mucho menos un piloto, podía elegir vivir. Desgraciadamente Ooryl y Corran no habían tenido elección, dado que un vendaval había derribado uno de los árboles kaha locales y el tronco atravesó el muro de su habitación en el ala de pilotos del centro de vuelo. Con su falta de suministro de energía y siendo apenas visible desde el centro del complejo, la cabaña podía pasar desapercibida.
«A menos que alguien esté siendo muy, muy concienzudo…».
El inconfundible siseo líquido del barro oprimido por la suela de una bota alertó a Corran de la presencia de alguien justo fuera de la cabaña. El corelliano alzó la mirada y vio cómo el cañón de una carabina láser asomaba por el hueco de la entrada. Una pierna izquierda recubierta por la armadura gris pizarra que usaban los soldados de las tropas de asalto durante sus misiones de comando siguió al arma. El cañón de la carabina láser se desplazó hacia la derecha, alejándose de Corran, e inició un lento barrido de la habitación.
Corran se incorporó con la violencia de un resorte bruscamente liberado y hundió su puño izquierdo en la garganta del soldado. Utilizando su cuerpo como arma, el corelliano estrelló al soldado contra la jamba de la puerta. Después Corran metió la mano derecha en la axila de la armadura del soldado, giró sobre sus talones y lanzó al hombre hacia el centro de la cabaña. Dando un paso hacia adelante, Corran saltó hacia arriba y permitió que sus rodillas cayeran sobre el estómago del imperial.
El soldado sufrió un acceso de náuseas, e hilillos de vómito surgieron de debajo de su casco. Corran sacó la pistola desintegradora del soldado de su funda, deslizó el cañón por debajo del mentón del soldado y apretó el gatillo. Un chillido ahogado acompañó el destello de luz rojiza que se extendió por los anteojos del casco, y después el cuerpo que había estado debatiéndose debajo del corelliano quedó repentinamente fláccido.
Corran torció el gesto. «Quien lleva encima un desintegrador ajustado para matar acaba siendo muerto por un desintegrador ajustado para matar». Arrojó la pistola desintegradora al suelo junto a la carabina, y después se apartó del abdomen del muerto y abrió el cierre de su cinturón de municiones. Después de haberlo liberado de la presión del cuerpo mediante un tirón, Corran vio que, además de los ergizadores para los desintegradores, el cinturón estaba provisto de una serie de compartimientos, la mitad de los cuales estaban llenos. Abriendo uno de ellos, Corran vio varios gruesos cilindros plateados y sintió cómo un nuevo estremecimiento recorría su cuerpo.
«¡Cargas explosivas! Y algunas ya deben de haber sido colocada…».
Un ruido en la entrada hizo que Corran se volviera. Un soldado de las tropas de asalto estaba inmóvil en el umbral, con la cabeza inclinada hacia él. La mano derecha de Corran buscó a tientas la pistola desintegradora, pero sabía que nunca conseguiría cogerla a tiempo. Un instante después se dio cuenta de que las manos del soldado de las tropas de asalto estaban vacías y, lo que era todavía más importante, vio que sus pies estaban suspendidos en el aire a unos cinco centímetros del suelo.
Ooryl arrojó el cuerpo a un lado, y éste cayó al suelo. El gandiano lanzó una rápida mirada al cuerpo del soldado de las tropas de asalto y luego asintió.
—Ooryl pide disculpas por haberte dejado indefenso. Ooryl estaba dando un paseo cuando la presencia de estos intrusos empezó a resultar evidente.
—¿Cuántos son?
El gandiano meneó la cabeza.
—Ahora hay dos menos. Ooryl vio cuatro más en distintos puntos del perímetro.
—¿Y nuestros centinelas?
—Han desaparecido.
—Mal asunto. Los soldados de las tropas de asalto viajan en grupos de nueve, y con la tripulación de la nave que los ha traído hasta aquí eso da un total de dos docenas. —Corran cogió el cinturón de municiones y se lo puso. Mientras enfundaba la pistola desintegradora, vio que Ooryl también se había apropiado de las armas de su soldado—. ¿Tu chico está muerto?
El gandiano asintió y le dio la vuelta a su soldado hasta dejarlo acostado sobre el estómago. El casco del soldado de las tropas de asalto tenía un agujero manchado de sangre en la parte de la nuca. El aspecto del agujero era un tanto extraño, y Corran enseguida supo que la causa estaba en su forma, y no meramente en las abolladuras e irregularidades de la armadura. «Tiene forma de diamante…». Alzó la mirada hacia el gandiano.
—¿Te has hecho daño en la mano?
Ooryl juntó sus tres dedos, formando un puño que tenía la peculiar forma de la herida.
—Ooryl conserva toda su eficiencia.
—Bueno, pues la noche y la niebla disminuyen considerablemente la mía. Tendrás que ir delante. Debemos suponer que los otros pretenden volar el centro.
—¿Ninguna alarma?
Corran titubeó durante unos momentos antes de responder. Dar la alarma parecía el curso de acción más lógico y efectivo, pero no disponían de tropas que pudieran enfrentarse a los soldados imperiales. Despenar a todo el mundo supondría una invitación a que los mataran mientras corrían de un lado a otro desarmados. Los pilotos intentarían llegar hasta sus naves, y los soldados de las tropas de asalto esparcidos por el centro de vuelo acabarían con ellos en cuestión de segundos.
—Creo que esta vez tendremos que recurrir al silencio —dijo por fin—. Debemos aproximarnos al centro de vuelo desde el lado por el que no pueden vernos.
El gandiano asintió y empezó a guiar a Corran por entre la oscuridad cargada de niebla. Mientras andaba con la carabina láser pegada a su pecho, Corran sintió cómo una legión de pensamientos y emociones encontradas se agitaba dentro de él. Un nuevo plan acudía a su mente con cada paso que daba. Tenía que haber formas mejores de manejar aquella situación que vagar a ciegas por entre las tinieblas en busca de soldados de las tropas de asalto. Los enemigos disponían de todas las ventajas posibles sobre él. No sólo contaban con su armadura para que los protegiera, sino que además el casco aumentaba su capacidad de visión, y el comunicador incorporado significaba que podrían coordinar sus esfuerzos para localizarle y matarle.
El curso de los pensamientos de Corran cambió de repente, y la ambición hizo surgir sueños de gloria. El corelliano se vio a sí mismo convertido en un héroe de la Alianza por haber hecho fracasar la incursión de las tropas de asalto, pero ese sueño murió rápidamente. Tal como habían demostrado Biggs Darklighter y Jek Porkins, la mayoría de héroes de la Alianza eran elevados a tal estado póstumamente, y el desenlace más probable de aquella expedición era precisamente el póstumo. La idea no le gustaba nada a Corran, pero la sensación de amenaza que se iba extendiendo a través de la noche hacía que resultara muy difícil de negar.
Y, al mismo tiempo, el saber que la muerte era un final casi seguro le proporcionó una sensación de libertad. Su objetivo cambió, dejando de ser el de seguir vivo para convertirse en el de asegurar que sus amigos seguirían viviendo. Corran no estaba luchando por él, sino por ellos. Era el escudo que evitaría que el mal del Imperio llegara a tocarlos, e esa idea le ofreció un refugio en el que estar a salvo de la sensación de catástrofe inminente que había empezado a roerle por dentro.
Ooryl le detuvo mediante una suave presión de la mano sobre su pecho. El gandiano levantó un dedo, y luego señaló hacia adelante. Formó un puño con la mano derecha y después describió un lento arco con la izquierda.
Corran asintió, alzó la carabina y dirigió el cañón del arma hacia la línea señalada por Ooryl. El gandiano dio unos pasos hacia la izquierda y desapareció casi inmediatamente en la niebla. El corelliano esperó, concentrando toda su fuerza de voluntad en un desesperado deseo de poder ver a través de la neblina para distinguir su objetivo. Sabía que las probabilidades de darle a algo eran mínimas, y esperaba tener que dirigir su fuego hacia la fuente de cualquier haz desintegrador que viera. Aun así, Corran se permitió creer que podía percibir la presencia del soldado envuelto en un duro caparazón que se hallaba inmóvil a unos veinte metros delante de él.
Un crujido vagamente líquido llegó hasta sus oídos a través de la niebla. Corran echó a andar, avanzando cautelosamente por entre las plantas y los telones de musgo zarcilloso que crecían en la periferia del complejo. Más o menos en el sitio donde había esperado tropezarse con su objetivo, encontró al gandiano inclinado sobre un soldado de las tropas de asalto caído en el suelo. El casco parecía estar decididamente aplastado por la parte de arriba, y había descendido lo suficiente para llegar a ocultar la garganta del soldado.
Ooryl acabó de abrir el último de los cierres de las placas pectoral y ventral de la armadura, y luego las apartó del cadáver y se las alargó a Corran.
—Tú también tendrás exoesqueleto.
El piloto humano sonrió. Se quitó el cinturón y se puso la armadura. Era demasiado grande para él, pero apretó las correas todo lo que pudo y acabó consiguiendo que le quedara razonablemente bien. Añadir el cinturón de municiones del soldado al suyo ayudó a mantener la armadura en su sitio, aunque el peso de dos desintegradores —uno en cada cadera— hacía que se sintiera un poco torpe.
Ooryl tomó la otra carabina con su mano libre y los dos echaron a andar. Corran siguió al gandiano, y no tardaron en llegar al lado del centro de vuelo que quedaba más alejado del recinto central. Los dos aprovecharon el agujero que el árbol kaha había abierto en la pared para volver a entrar en el edificio. Un hilo de luz relucía por debajo del panel de la puerta que daba al pasillo, y Corran se lo tomó como una buena señal.
—Si los soldados estuvieran en esta sala —dijo mientras extendía un dedo hacia el tenue resplandor—, habrían apagado la luz, porque dejarla encendida significa que quedarán silueteados cuando entren en una habitación que se encuentre a oscuras. Gavin y Shiel están en la habitación de al lado. Vamos a reunirnos con ellos.
El gandiano asintió y entreabrió la puerta. Echó un vistazo y después indicó a Corran que podía avanzar. El corelliano cerró la puerta detrás de él y siguió a Ooryl hasta la siguiente puerta del pasillo. Los dos entraron, y el gandiano fue hacia el sitio en el que estaba durmiendo el shistavaniano mientras Corran iba hacia la cama de Gavin. Pasándose la carabina a la mano derecha, Corran se inclinó y puso la mano izquierda sobre la boca de Gavin.
Sintió cómo el muchacho despertaba con un sobresalto.
—No hagas ruido, Gavin. Soy yo, Corran… No te muevas, ¿de acuerdo?
Shiel despertó con un gruñido ahogado, pero dejó de hacer ruido después de haber olisqueado el aire mediante un par de profundas aspiraciones. Se irguió, y luego se levantó de la cama y se agazapó junto a la cabecera de la cama de Gavin, reuniéndose con Corran y el gandiano.
—Soldados de las tropas de asalto. Sangre.
Corran asintió.
—Tenemos imperiales en la base. Están colocando cargas explosivas para volarla por los aires, y creo que ahora se encuentran en el hangar. Hemos acabado con tres, y pensamos que había un total de dos docenas.
Ooryl le entregó una carabina al hombre-lobo shistavaniano.
—¿Sabes cómo utilizar esto? La risa susurrada de Shiel sonó curiosamente parecida a un gruñido.
—Las marcas de muerte no caen del cielo como la lluvia.