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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (17 page)

BOOK: Tierra sagrada
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Capítulo 5

«Pisadas. Respiración trabajosa. El sonido de palas al hundirse en la tierra».

Erica abrió los ojos, contuvo el aliento y escuchó el silencio de la noche.

«Metal chocando contra tierra, un pico estrellándose contra la piedra. Una maldición susurrada. Respiración trabajosa. Una…, no, dos personas».

—¡Dios mío! —exclamó al tiempo que saltaba de la cama y buscaba su ropa a tientas en la oscuridad.

Al cabo de un instante salió de su tienda y cruzó el campamento hacia la vieja tienda de camuflaje militar en la que dormía Luke. Irrumpió en ella y a punto estuvo de tropezar con su figura dormida.

—¡Despierta, Luke! —siseó, sacudiéndole el hombro—. ¡Hay alguien en la cueva! ¡Hay gente excavando!

—¿Qué? Erica… —farfulló él, restregándose los ojos.

—Avisa a los demás. ¡Date prisa!

—¿Erica?

Pero Erica ya se había marchado.

—¡Espera! —susurró uno de los hombres, apoyando una mano sobre el brazo de su compañero—. ¡Escucha! Viene alguien.

—Imposible —gruñó el otro con el rostro reluciente de sudor por el esfuerzo—. No pueden oírnos. Sigue cavando.

Pero antes de que el pico pudiera volver a tocar la piedra una intensa luz batió el interior de la cueva.

—¿Qué están haciendo aquí? —gritó una mujer.

Y antes de que ninguno de los dos pudiera reaccionar, la mujer se abalanzó sobre ellos esgrimiendo una pala y los golpeó en la cabeza sin dejar de chillar a pleno pulmón.

Uno de los intrusos consiguió pasar junto a ella, salir de la cueva y alejarse andamio abajo, en dirección opuesta a los pasos que se acercaban.

—¡Basta, por el amor de Dios! —gritaba el otro una y otra vez mientras intentaba zafarse de los paletazos de Erica.

Cuando Erica volvió a levantar la pala sobre la cabeza para asestarle otro golpe, el hombre se arrojó hacia ella con la cabeza baja, le hizo perder el equilibrio y salió de la cueva a toda velocidad.

—¡Quieto! —vociferó Erica, lanzándose en su persecución—. ¡Que alguien lo detenga!

Se oían otros gritos y pisadas en el andamio. Al salir de la cueva, Erica chocó con Jared que, al igual que todos los demás. Iba a medio vestir y exhibía una expresión confusa por haber sido arrancado del sueño con un sobresalto.

—¡Esos hombres! —jadeó Erica, señalando el cráter de la piscina de los Zimmerman—. ¡Que no se escapen!

Jared empezó a perseguirlos. Los focos del campamento empezaron a encenderse. Por todas partes se veían siluetas corriendo en pos de los intrusos.

Luke bajó la escalera de mano con el cabello rubio alborotado.

—He llamado a la policía, Erica. ¿Qué ha pasado? ¿Han escapado? Pero Erica estaba entrando de nuevo en la cueva, peinando con el haz de la linterna el suelo y las paredes.

De pronto se detuvo con expresión incrédula. El esqueleto…

Cavó de rodillas y alargó una mano temblorosa. El cráneo estaba aplastado, los huesos hechos astillas, la pelvis resquebrajada como una cáscara de huevo.

—Joder —musitó Luke—. ¿Qué coño han hecho?

—Ve a buscar a Sam —ordenó Erica con voz tensa.

El cráneo de la Señora hecho añicos, la mandíbula rota.

—Tiene el sueño muy profundo: tendrás que despertarlo.

—Erica…

—¡Vete!

Se incorporó con esfuerzo y elevó el haz de la linterna hacia la pintura. Mellas obscenas en la roca. Los intrusos habían maltratado los pictogramas.

Erica advirtió apenas el sonido de las botas que subían por la escalera de mano, la respiración entrecortada de alguien que había corrido una buena distancia. Lo oyó entrar e intuyó su presencia.

—Se han escapado —oyó decir a Jared.

Erica cerró los ojos, abrumada por la furia. Los encontraría. De algún modo encontraría a los responsables de aquello.

Jared se adentró en la cueva y guardó un instante de silencio en la penumbra.

—Espero que esté satisfecha —espetó.

Erica giró sobre sus talones. Por entre las lágrimas que le nublaban los ojos distinguió los churretes de suciedad sobre su pecho desnudo, el brillo del sudor tras perseguir a los vándalos. Imposible pasar por alto la ira reflejada en sus ojos mientras examinaba los terribles daños.

—¿A qué se refiere? —consiguió articular por fin.

—Exhumó a esta mujer cuando debería haberla dejado donde estaba —acusó Jared—. Antes de que llegara usted con sus palas y cepillos, estaba a salvo en su tumba, donde esperaba descansar por toda la eternidad.

Erica se lo quedó mirando. ¿La estaba culpando a ella? En la oscuridad de la cueva, Erica perdió el mundo de vista.

—¡Sí, mírela! —gritó—. ¡Pues yo soy la que ha detenido a los profanadores! ¡No he visto que usted hiciera nada para garantizar la seguridad del lugar que, según dice, le resulta tan sagrado, señor comisario! Yo, en cambio, sí he hecho algo.

Sacó un objeto del bolsillo y se lo puso delante de las narices. —Esto es un transmisor portátil para bebés. Lo escondí en la cueva y puse el receptor junto a mi cama. El sonido de los intrusos me ha despertado. ¡Al menos yo he hecho algo! ¿Qué ha hecho usted?

Jared se la quedó mirando con la boca entreabierta; por un instante creyó que Erica le arrojaría el transmisor a la cara, pero por fin se lo guardó de nuevo en el bolsillo y se dirigió hacia la entrada de la cueva, donde se topó con Luke, que acababa de regresar del campamento.

—Tenía razón, Erica. Sam dormía como un lirón.

—Luke, quiero que lo fotografíes todo tal como está —masculló Erica, apenas capaz de hablar—. No toques ni muevas nada. Y no… —empezó a temblar—. No dejes entrar a nadie. Tendré que redactar un informe sobre este desastre antes de poder restablecer el orden.

—¿Está bien? —se interesó el joven.

—¡Tengo que salir de aquí o me cargaré a este tipo! —estalló al tiempo que señalaba el interior de la cueva con el pulgar.

Arriba se reunió con Sam, que llevaba un tirante puesto, el otro colgando costado abajo y el pelo como si lo acabara de alcanzar un rayo.

—Luke me ha dado una idea bastante aproximada. ¿Está muy mal el esqueleto?

Las lágrimas rodaban imparables por las mejillas de Erica, y temblaba con tal violencia que tuvo que rodearse el cuerpo con los brazos.

—Mucho. Ojalá lo hubiéramos protegido mejor.

Sam parecía tan afectado como si estuvieran hablando de una persona viva.

—¿Se han llevado muchas cosas?

Erica se enjugó el rostro con la manga del jersey e intentó frenar el llanto.

—¿Qué has dicho? —preguntó por fin.

—Que si se han llevado muchas cosas.

Erica frunció el ceño mientras recordaba la cueva, la pared destrozada y el esqueleto hecho trizas. De repente su expresión trastornada se trocó en otra de sorpresa.

—¡No se han llevado nada, Sam! No llevaban sacos ni bolsas al salir de la cueva, y que yo haya visto, tampoco han dejado nada dentro.

—Qué raro.

—No —espetó Erica con expresión sombría—, porque no eran ladrones de reliquias. Sam, has visto muchas excavaciones saqueadas. Los ladrones se limitan a coger lo que quieren y se van. No se entretienen destrozando el lugar al igual que un ladrón de joyas no se para a destrozar la casa de su víctima. Esos tipos eran unos vándalos.

El arqueólogo se volvió hacia los faros que se acercaban. Era la policía.

—Pero ¿por qué? ¿Qué se consigue con el vandalismo?

—Pues inutilizar la cueva para los arqueólogos y cabrear a los indios lo suficiente para tener que sellar la cueva, de modo que los residentes puedan volver a sus casas.

—¿Crees que Zimmerman está metido en esto? —inquirió Sam con las cejas enarcadas.

—Me apostaría lo que fuera.

Erica se volvió hacia la cueva. Numerosas personas iban de aquí para allá al borde del precipicio, vagando sin destino fijo como hormigas a quienes acaban de destrozar el hormiguero. Vio a Jared entre la gente, hablando con los trabajadores indios de la construcción. Al igual que él, casi todos ellos iban sin camisa, el largo cabello negro les caía por la espalda. Estaban enfadados, algunos incluso agitaban el puño, como guerreros preparándose para la batalla, pensó Erica.

Se giró de nuevo hacia Sam.

—Los propietarios se mueren por acabar con todo esto. Nuestra excavación obstaculiza su demanda contra el promotor. Si el tribunal les da la razón, el cañón será rellenado, y ellos recuperarán sus fincas, pero no mientras este lugar sea una excavación arqueológica. Así que, ¿qué mejor forma de eliminar un obstáculo que destrozar la cueva para que ya no nos sirva de nada? Necesitamos medidas de seguridad, Sam, tengo la sensación de que esto no ha terminado.

Jared tenía una jaqueca que no se aliviaba con aspirinas.

Habían transcurrido doce horas desde la intrusión, y estaba de un humor tan negro como su cabello. No había vuelto a dormir: de hecho, nadie había vuelto a dormir tras lo sucedido. Había preguntas de la policía que responder, vagas descripciones de los vándalos, un inventario de los daños ocasionados en la cueva, una breve conversación con Sam Carter, quien le trasladó la teoría de Erica, según la cual los propietarios de las fincas circundantes eran responsables del desaguisado, el impulso de Jared, contenido a duras penas, de ir al campamento de los propietarios, sacar a Zimmerman a rastras por las Adidas y arrancarle una confesión.

Al regresar a su autocaravana, todas las líneas telefónicas sonaban frenéticas. Lo llamaban de cadenas de televisión, periódicos, grupos indios indignados por la profanación de un túmulo sagrado indio. Acusaban a los arqueólogos blancos de negligencia, pese a que Jared les aseguró que la doctora Tyler tuvo la idea de colocar el transmisor en la cueva y detuvo a los vándalos antes de que pudieran causar daños más graves aún. Pero no importaba: el lugar había sido profanado, y las fuerzas del mal se habían puesto en marcha.

Tragó otra aspirina y deseó poder ir al gimnasio, pese a que faltaban horas para la sesión vespertina; al mismo tiempo, no podía dejar de reproducir mentalmente la escena de la cueva, cuando las lágrimas de Erica lo dejaron petrificado.

Había creído que era una mujer dura. Al entrar en la cueva. Erica se hallaba de espaldas de él. «Espero que esté satisfecha», le dijo, pero cuando la mujer se volvió, y él vio sus ojos ambarinos llenos de lágrimas, quedó atónito. En un abrir y cerrar de ojos, Erica le echó una bronca de campeonato que le impidió reaccionar. Sólo podía pensar en que de repente se había tornado vulnerable, que ya no era una adversaria, sino una víctima que le permitía ver su cara débil. De repente deseó no formar parte de todo aquello, no haberse convertido jamás en un activista, no haber conocido a Netsuya, estar de vuelta en su bufete de San Francisco, tramitando con su padre escrituras, concesiones territoriales y contratos.

Entonces Erica había salido de la cueva, y él seguía demasiado anonadado para seguirla y retractarse. No había sido su intención hacerle daño. Las palabras que había pronunciado eran fruto de la furia que llevaba dentro día y noche. Netsuya estaba enterrada en un cementerio indio. Cuando vio el cráneo y los huesos destrozados de la chamán…

Miró la tienda de Erica, situada al otro lado del campamento iluminado. Un monitor de bebés. No había ido a una tienda de electrónica para comprar complejos e impersonales aparatos de detección, sino que se había limitado a comprar un monitor de bebés, como si esperara que el suave llanto de la Señora la despertara en plena noche.

—Comisario Black.

Se volvió y vio a un hombre de pie ante la mosquitera del autocaravana. Era un día soleado y cálido, por lo que Jared tenía la puerta abierta.

—¿Sí? —replicó sin reconocer al visitante.

—Soy Julian Xavier, abogado —se presentó el hombre al tiempo que le alargaba una tarjeta—. ¿Puedo entrar? Me gustaría hablar con usted de un asunto confidencial.

Tras ponerse cómodo en una de las butacas tapizadas de cuero, el hombre alto y delgado, de gafas con montura dorada, se colocó el maletín de piel de anguila sobre las rodillas con sumo cuidado y explicó que representaba a un grupo de elite que incluía a curanderos y chamanes de distintas tribus indias.

—Temen que lo que está sucediendo en Emerald Hills sea un síntoma de la enfermedad que afecta al mundo moderno, comisario —señaló—. Dicen que la desgracia se cebará en la humanidad si la cueva no se sella de inmediato.

Jared, que no se había sentado, guardó silencio.

Xavier se examinó las uñas perfectas; a todas luces, era hombre que medía sus palabras.

—Sé que usted ya representa a varios grupos indios, comisario, y que como miembro de la CPIEC debe de estar muy ocupado, pero mis clientes querrían contratar sus servicios.

—Pero usted ya los representa, señor Xavier —señaló Jared—. ¿Por qué quieren contratarme a mí?

El visitante se tiró de los puños cerrados con pesados gemelos de oro.

—Usted está mucho más familiarizado con la problemática que yo; su implicación es de sobra conocida, está al corriente de todos los hechos, tiene contactos en Sacramento y demás. Son ventajas que mis clientes consideran muy útiles para su causa, señor Black. Asimismo, aprecian su actitud ante los arqueólogos, ya que la comparten.

—¿Y cuál es mi actitud ante los arqueólogos?

Xavier carraspeó antes de hablar.

—Bueno, usted considera que han profanado un lugar sagrado y le gustaría que se fueran lo antes posible. No se ha molestado precisamente en ocultar sus opiniones.

—¿Y sus clientes qué quieren que haga?

—Como ya le he dicho, está usted muy familiarizado con la problemática y tiene ciertas ventajas que una persona ajena como yo jamás podrá tener. Permítame añadir, comisario, que mis clientes cuentan con fondos especiales para estos casos y están dispuestos a pagar cuanto les pida.

—¿Quiénes dice que son estas personas? —quiso saber Jared, sin apartar la vista del hombre.

—Bueno, no se me permite divulgar sus identidades —dijo Xavier con una breve sonrisa—. A decir verdad, no lo entiendo demasiado bien; guarda relación con ciertos tabúes, leyes y cosas por el estilo.

Jared asintió con la cabeza.

—Pero si decido aceptar el caso, ¿me proporcionará una lista de nombres?

—Bueno, esto…, no, me temo que no. No pueden correr el riesgo de que su participación en este asunto se haga pública a causa de rivalidades tribales y ciertos juramentos. Es muy complejo, se lo aseguro, pero también le aseguro que los fondos están preparados y pueden transferirse en cuanto usted dé luz verde.

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