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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (16 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Finalmente se hizo el silencio. Los cazadores abandonaron la escena. Cuando hubo pasado un buen rato después de que se fueran y regresara el silencio habitual de la selva, Kya se alzó sobre sus patas y miró a su alrededor. El aire apestaba a sangre, y la boca se le hizo agua. Había cadáveres en ambas orillas del río, y estaban enganchados en tocones contra las riberas del riachuelo, o habían rodado hasta caer en bajíos. El tigre caminó prudentemente entre ellos, arrastró uno grande hasta las sombras y comió un poco. Pero no tenía mucha hambre. Un ruido hizo que se escabullera una vez más rápidamente entre las sombras; los pelos del lomo se le erizaron, trató de saber el origen de aquel ruido: había sido el de una rama al romperse. Ahora el sonido de una pisada, allí. Ah. Un ser humano, aún de pie. Un superviviente.

Kya se relajó. Ya saciada, se acercó al hombre simplemente por curiosidad. Él la vio y dio un salto hacia atrás, sorprendiéndola; su cuerpo lo había hecho involuntariamente. Se quedó allí de pie mirándola como lo hacen a veces los animales heridos, aceptando su destino; sólo que los ojos de este rostro se pusieron brevemente en blanco, como diciendo: ¿Qué otra cosa puede pasarme? o: Otra más no, por favor. Era un gesto tan parecido al de las muchachas a las que había observado recogiendo leña en el bosque que se detuvo, sin hambre. Los cazadores que habían emboscado al grupo de este hombre aún ocupaban el camino que llevaba hacia la aldea más cercana. No tardaría en ser atrapado y muerto.

Él esperaba que la tigresa lo hiciera. Los humanos estaban tan seguros de sí mismos, estaban tan seguros de que conocían tan bien el mundo y de que eran los señores de todo. Y con sus trampas y sus flechas, tantas veces estaban en lo cierto. Cuando ella los mataba en realidad lo hacía más por esa razón que por otras. En realidad proporcionaban una comida bastante escasa, lo cual por supuesto no era lo más importante —más de un tigre había muerto tratando de alcanzar la sabrosa carne de un puercoespín— pero los humanos tenían un sabor extraño. Con las cosas que comían, no era ninguna sorpresa.

Lo desconcertante sería ayudarlo; por lo que caminó lentamente hasta ponerse a su lado. El hombre temblaba de tal manera que le castañeteaban los dientes. Ya no estaba aturdido, pero se quedaba inmóvil a propósito. Ella le tocó una mano con el hocico, y la apoyó sobre su cabeza entre las orejas. Se quedó quieta hasta que él le acarició la cabeza, luego se movió para que le hiciera caricias entre los hombros; estaba de pie a su lado, mirando hacia el mismo lado. Luego comenzó a caminar muy lentamente, indicando por la velocidad con la que avanzaba que él debía seguirla. Lo hizo, la mano acariciándole el lomo a cada paso.

Ella lo condujo a través de la maraña. Los rayos del sol atravesaban los árboles hasta llegar a ellos. De repente, hubo un ruido y un estrépito, después se oyeron voces que llegaban del camino de un poco más abajo, entre los árboles; la mano agarró con fuerza el pelo del animal. Se detuvo y escuchó. Voces de los cazadores humanos. Rugió, luego respiró profundamente, después dio un rugido corto.

El silencio era absoluto más abajo. Como no había una ronda organizada, ningún humano podría encontrarla aquí arriba. El viento trajo los sonidos que producían algunos de ellos al huir.

Ahora el camino estaba despejado. La mano del hombre apretaba la piel entre las paletas. Ella giró la cabeza y le rozó el codo con el hocico, y él la soltó. Temía más a los otros hombres que a ella; esto denotaba sensatez. De alguna manera era como un cachorro indefenso, pero rápido.

Su propia madre la había cogido mordiendo el mismo pliegue de piel entre las paletas que él había cogido, y con la misma presión —como si él también hubiese sido alguna vez una madre tigresa, y estaba apelando a ella inconscientemente.

Condujo lentamente al hombre hasta el vado cercano, lo atravesaron y recorrieron uno de los caminos de los ciervos. Los wapitíes eran más grandes que los seres humanos; aquél era un camino fácil. Lo llevó hasta una de las entradas del gran río de la región, un barranco estrecho y empinado, tan escarpado y rodeado de riscos que se podía tocar el suelo tan sólo en un par de puntos. Éste era uno; condujo al hombre cuesta abajo hasta la base del barranco, luego aguas abajo hacia una aldea donde la gente olía muy parecido a él. El hombre tenía que caminar rápido para seguirle el ritmo, pero ella no bajó el ritmo de la marcha. Sólo unos cuantos charcos manchaban el suelo del barranco, puesto que había hecho calor durante mucho tiempo. Había hilos de agua que caían por la ladera cubierta de helechos. Mientras caminaban y tropezaban ella iba pensando, y le pareció recordar una choza, cerca del límite de la aldea hacia la que se dirigían, que olía casi igual que él. Lo condujo a través de un denso grupo de palmeras datileras que cubrían el suelo del arroyuelo, y luego a través de matas aún más densas de bambú. Espesuras verdes de arbustos de frutos jaman cubrían los lados del barranco, mezcladas con la maleza espinosa ber, salpicada con sus naranjas ácidas.

Un claro entre aquellos arbustos fragantes le hizo subir y alejarse del agua. Olfateó; recientemente había estado allí un tigre macho, rociando la salida del arroyuelo para marcar su territorio. Rugió, y el hombre se agarró una vez más a la piel entre los hombros, y se mantuvo así mientras ella subía la última pendiente.

Una vez de regreso en las colinas boscosas que bordeaban la corriente de agua, moviéndose en ángulo y cuesta arriba, ella tuvo que empujar al hombre con el hombro; él quería atravesar la pendiente, o bajar directamente hasta la aldea, en vez de subir y rodearla. Unos cuantos empujones de parte de ella y él abandonó aquella idea, y la siguió sin ofrecer resistencia alguna. Ahora él también tenía que eludir a un tigre macho, pero no lo sabía.

Lo condujo a través de las ruinas de una antigua fortaleza en la colina, cubierta de matojos de bambú, un sitio que los humanos evitaban y al que ella había convertido en su guarida varios inviernos seguidos. Allí había parido a sus cachorros, cerca de la aldea de los humanos y entre ruinas humanas, para mantenerlos a salvo de los tigres machos. El hombre reconoció el lugar, y se tranquilizó. Siguieron avanzando hacia la parte trasera de la aldea.

Puesto que seguían el ritmo de él, todavía quedaba bastante. El cuerpo le colgaba de las articulaciones; ella se daba cuenta de lo duro que debía ser caminar a dos patas. Nunca un momento de descanso, siempre manteniendo el equilibrio, cayéndose hacia adelante y conteniéndose, como si se estuviera constantemente cruzando un tronco sobre un riachuelo. Tembloroso como un cachorro recién nacido, ciego y húmedo.

Pero llegaron al límite de la aldea, allí donde un campo de cebada se rizaba bajo el sol de la tarde, y se detuvieron en la última espadaña del matorral. El campo de cebada estaba surcado de canales en los que la gente echaba agua, como astutos monos que eran, yendo por la vida de puntillas en su eterno acto de equilibrio.

Al ver el campo de cereal, la exhausta criatura miró hacia arriba y a su alrededor. Ahora él guiaba al tigre, bordeando el cultivo, y Kya lo siguió hasta estar más cerca de la aldea de lo que hubiera llegado en cualquier otra situación, aunque la sesgada mezcla vespertina de sol y sombra le ofrecía el mejor de los refugios, dejándola prácticamente invisible a los demás, un mero murmullo mental en el paisaje, si se movía con rapidez. Pero tenía que mantener el andar vacilante del hombre. Se necesitaba un poco de audacia; pero había tigres audaces y tigres tímidos, y ella era uno de los audaces.

Finalmente se detuvo. Había una choza delante de ellos, debajo de una higuera. El hombre se la señaló. Ella olfateó; efectivamente era su hogar. Él susurró en su idioma, le dió un apretón final para expresar su gratitud, después echó a correr tropezando entre la cebada, en las últimas etapas de su agotamiento. Cuando llegó a la puerta se oyeron gritos desde el interior, y una mujer y dos niños salieron de la casa y lo abrazaron. Pero luego, para sorpresa del tigre, un hombre mayor salió dando zancadas pesadas y lo golpeó por la espalda, varios golpes fuertes.

La tigresa se agachó para observar.

El hombre mayor no permitió que el recién llegado entrara en la choza. La mujer y los niños salieron de la casa con comida para él. Finalmente se acurrucó junto a la puerta, sobre el suelo, y se durmió.

Durante los días que siguieron siguió el conflicto con el hombre mayor, aunque el protegido de la tigresa comía en la casa y trabajaba en el campo. Kya observaba y veía el desarrollo de esa vida, extraña como era. También le pareció que él la había olvidado; o no quería arriesgarse a entrar a la selva para ir a buscarla. O tal vez no se imaginaba que ella aún estaba ahí.

Por lo tanto se sorprendió cuando él salió un anochecer con las manos juntas delante de él, sosteniendo la carcasa de un pájaro desplumada y cocida, según parecía, ¡hasta deshuesada! Caminó directamente hacia donde ella se encontraba, y la saludó muy tranquila y respetuosamente, extendiendo las manos con la ofrenda. Estaba indeciso, asustado; no sabía que cuando sus bigotes apuntaban hacia abajo significaba que estaba relajada. La golosina que le ofrecía olía a sus propios jugos calientes, y a otra mezcla de aromas: nuez moscada, lavanda. Lo cogió suavemente con la boca y dejó que se enfriara, saboreándolo entre los dientes mientras las gotas le caían sobre la lengua. Una carne perfumada muy extraña. La masticó, rugiendo un breve rugido-ronroneo, y tragó. Él se despidió y retrocedió, regresando a la choza.

Después de aquello, ella volvía de vez en cuando con la luz horizontal del amanecer, cuando él salía para trabajar. Después de un tiempo, él solía traer un regalo para ella, algún bocado, nada parecido al pájaro, sino algo más sabroso, simples trozos de carne cruda; de alguna manera lo supo. Todavía dormía fuera de la choza, y una noche fría ella se acercó y durmió acurrucada a su alrededor, hasta que el amanecer tiñó el cielo de gris. Los monos en los árboles estaban escandalizados.

Luego el hombre mayor volvió a golpear al más joven, tan fuerte que le hizo sangrar una oreja. Entonces Kya se fue hasta su refugio en la colina, rugiendo y dejando largos arañazos marcados en la tierra. El inmenso árbol mahua que estaba en lo más alto dejaba caer su gran peso de flores, y ella comió algunos de los carnosos y embriagadores pétalos. Regresó al perímetro de la aldea, olfateó buscando al hombre mayor y lo encontró en el muy frecuentado camino que llevaba a otra aldea que se encontraba al oeste. Allí se encontró con otros hombres, y hablaron durante un buen rato, tomando bebidas fermentadas y emborrachándose. Se reía como su kolbahl.

En el camino de regreso a su hogar, la tigresa lo atacó y lo mató de un mordisco en el cuello. Comió parte de sus entrañas, saboreando una vez más aquellos gustos extraños; comían cosas tan raras que ellos mismos terminaban sabiendo extraño, empalagosos y con variados matices. No muy distinto de la primera ofrenda que su joven hombre le había traído aquella vez. Un sabor adquirido; tal vez ella lo había adquirido también.

Ahora otra gente corría hacia ellos, y ella se escabulló, oyendo detrás de ella sus gritos, primero horrorizados y luego consternados, aunque con ese tono de triunfo o de celebración que uno solía escuchar en los monos cuando contaban malas noticias; fuera lo que fuera, no les había sucedido a ellos.

A nadie le importaría aquel hombre viejo, que había dejado esta vida tan solo como un tigre macho; no sería llorado ni siquiera por los que vivían con él en su propia choza. No era su muerte sino la presencia de un tigre que comía carne humana lo que preocupaba a esta gente. Los tigres que aprendían a apreciar la carne humana eran peligrosos; generalmente eran madres que tenían problemas para alimentar a sus cachorros o viejos machos que se habían roto los colmillos, por lo que era probable que volvieran a hacerlo y con bastante frecuencia. Seguramente ahora comenzaría una campaña para tratar de eliminarla. Pero ella no se arrepentía de lo hecho. Al contrario, saltó a través de los árboles y de las sombras como una tigresa joven que empieza a enfrentarse sola al mundo, lamiéndose los morros y rugiendo. ¡Kya, la Reina de la Selva!

Pero cuando volvió a visitar al hombre joven, él sacó un bocado de carne de cabra, y luego le dio unos golpecitos en el hocico, mientras le hablaba muy seriamente. Le estaba advirtiendo de algo; le preocupaba que a ella se le escaparan los detalles de la advertencia, que efectivamente era lo que estaba sucediendo. Otra vez que se acercó él le gritó que se fuera, y hasta le arrojó algunas piedras, pero era demasiado tarde; tropezó con una cuerda que habían tendido allí para ella; estaba conectada a unos arcos que habían sido puestos a modo de trampa; entonces la atravesaron unas flechas envenenadas y Kya murió.

Akbar

Mientras llevaban el cuerpo de la tigresa a la aldea, cuatro hombres trabajando duro, jadeando y resoplando bajo aquel peso que se balanceaba colgado de las patas atadas a una sólida caña de bambú que llevaban sobre los hombros, Bistami comprendió: Dios está en todas las cosas. Y Dios, que sus noventa y nueve nombres prosperen y entren en nuestra alma, no quería ninguna muerte. Desde la entrada de la choza de su hermano mayor, Bistami gritó a través de sus lágrimas:

—¡Ella era mi hermana, mi tía, me salvó de los rebeldes hindúes, no debisteis haberla matado; ella nos protegía a todos!

Pero por supuesto nadie le escuchaba. Nadie nos entiende, nunca.

Y tal vez esta vez daba lo mismo, ya que la tigresa sin duda había matado a su hermano. Aunque él hubiese dado diez veces la vida de su hermano por el bien de aquel animal.

Muy a su pesar siguió a la procesión hasta el centro de la aldea. Todos estaban bebiendo rakshi; los músicos salían corriendo de sus casas con los instrumentos, tocando alegremente.

—¡Kya, Kya, Kya, Kya, déjanos solos para siempre!

El día de la fiesta del tigre se les venía encima, y el resto del día y tal vez el siguiente estaría dedicado al improvisado festejo. Quemarían los bigotes de la tigresa para asegurarse de que su alma no pasara a un asesino en otro mundo. Los bigotes eran venenosos: uno solo mezclado con carne de tigre podría matar a un hombre, mientras que el bigote entero colocado dentro de un brote tierno de bambú les causaría quistes a aquellos que lo comieran; a la larga, morirían de una muerte muy lenta. O al menos eso era lo que se decía. Los hipocondríacos chinos creían en las eficaces propiedades de casi todo, incluyendo cada una de las partes del tigre, según parecía. Una gran parte del cuerpo de Kya sería conservada y llevada al norte por comerciantes, sin duda. La piel se la quedaría el terrateniente.

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