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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (11 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Por supuesto que sí —reconoció insulso el heredero.

El emperador le lanzó una mirada severa, y se marcharon.

Cuando regresaron, ya tarde aquel día, todavía estaba echando sermones a su hijo; su tono era aún más disgustado de lo que había sido por la mañana.

—¡Si todo lo que conoces se reduce a la corte, nunca serás capaz de gobernar! ¡La gente espera que el emperador los entienda, que sea tanto un hombre que cabalga y dispara como también el Enviado Celestial! ¿Por qué crees que tus gobernadores harán lo que tú digas si piensan que eres afeminado? Sólo obedecerán cuando estén delante de ti; a tus espaldas se burlarán y harán lo que quieran.

—Por supuesto que sí —dijo el heredero, mirando para otro lado.

—Baja del caballo —dijo el emperador mirándolo con furia.

El heredero suspiró y desmontó. Bold cogió las riendas y calmó al caballo con una mano rápida mientras lo conducía hacia el del emperador.

—¡Obedece! —rugió éste a su hijo.

El heredero se puso de rodillas y bajó la cabeza.

—Crees que les importas a los burócratas —gritó el emperador—. ¡Pues no es así! ¡Tu madre se equivoca con respecto a eso, como con todo lo demás! Tienen sus propias ideas; ellos no te apoyarán cuando haya el menor problema. Necesitas tener tus propios hombres.

—O eunucos —dijo el heredero con el rostro en la gravilla.

El emperador Yongle lo miró fijamente.

—Sí. Mis eunucos saben que sobre todo dependen de mi buena voluntad. Nadie más los protegerá. Sabes que ésa es la única gente en el mundo que te respaldará.

No hubo respuesta alguna de parte del hijo mayor postrado. Bold, agudizó el oído todo lo que pudo y se arriesgó a mirar hacia atrás. El emperador, meneando pesadamente la cabeza, se alejaba de allí, mientras su hijo seguía arrodillado en el suelo.

—Quizás estés apostando al caballo equivocado —le dijo Bold a Kyu cuando volvieron a verse, en una de las cada vez más raras visitas nocturnas de Kyu a los establos—. Ahora el emperador sale con su segundo hijo. Cabalgan, cazan, ríen. Un día mataron a trescientos ciervos que habíamos encerrado. Mientras que con el Heredero Designado, el emperador tiene que arrastrarlo para que salga, no puede sacarlo de los jardines del palacio, y se pasa todo el tiempo gritándole. Y el heredero se burla de él en su propia cara. Se acerca tanto como se atreve. Y el emperador también lo sabe. No me sorprendería que cambiase al Heredero Designado.

—No puede —dijo Kyu—. Querría hacerlo, pero no puede.

—¿Por qué no?

—Al hijo mayor lo tuvo con la emperatriz. El segundo es hijo de una cortesana. Una cortesana de baja alcurnia.

—Pero el emperador puede hacer lo que le plazca, ¿verdad?

—No. Sólo es así cuando todos siguen las leyes. Si alguien viola las leyes, puede haber una guerra civil y acabar la dinastía.

Bold había visto aquello en las guerras de sucesión de Ching-gurid, que habían durado generaciones y generaciones. De hecho ahora se decía que los hijos de Temur habían estado luchando desde que éste muriera, con el imperio del kan dividido en cuatro territorios y sin indicio alguno de que volvieran a unirse alguna vez.

Pero Bold también sabía que un soberano poderoso podía salirse con la suya.

—Estás repitiendo como un loro lo que has oído decir a la emperatriz, al heredero y a sus oficiales. Pero no es tan sencillo. La gente crea las leyes, y a veces las cambia. O las ignora. Y si tiene las espadas, puede hacer lo que quiera.

Kyu meditó aquello en silencio. Luego dijo:

—Se comenta que el campo está sufriendo. Hay hambre en Hunán, piratería en la costa, enfermedades en el sur. A los oficiales no les gusta nada. Piensan que la gran flota tesoro trajo consigo enfermedades en vez de tesoros, y que además gastó enormes cantidades de dinero. No entienden los beneficios del comercio, no creen en él. No creen en la nueva capital. Les dicen a la emperatriz y al heredero que deberían ayudar a la gente, que China debería regresar a la agricultura y dejar de gastar tanto dinero en proyectos extravagantes.

Bold asintió con la cabeza.

—Estoy seguro de que eso es lo que dicen.

—Pero el emperador insiste en lo suyo. Hace lo que quiere, y tiene al ejército detrás de él y también a sus eunucos. A los eunucos les gusta el comercio con el extranjero; según ellos lo ven, los enriquece. Y les gusta la nueva capital, y todo el resto. ¿Verdad?

Bold asintió otra vez con la cabeza.

—Eso parece.

—Los oficiales regulares odian a los eunucos.

Bold le lanzó una mirada.

—¿Tú también ves eso?

—Sí. Aunque a los que realmente odian es a los eunucos del emperador.

—No me cabe duda. Quienquiera que esté cerca del poder, es temido por el resto de la gente.

Una vez más, Kyu meditó estas cosas. A Bold le parecia que su amigo estaba contento aquellos días; pero lo mismo había pensado Bold en Hangzhou. Así que Bold siempre se ponía nervioso al ver aquella pequeña sonrisa de Kyu.

Poco después de aquella conversación, cuando estaban todos en Pekín, vino una gran tormenta.

El polvo amarillo embarra las primeras gotas de lluvia;

los relámpagos atraviesan el bronce,

uniendo así la tierra y el cielo,

que pueden verse con los ojos cerrados.

Una hora después llegan los rumores

los nuevos palacios están en llamas.

Todo el centro de la Ciudad Prohibida

arde como si estuviera empapado en alquitrán.

Las llamas lamen las húmedas nubes,

un pilar de humo se funde con la tormenta,

la lluvia vuela con el viento y es reemplazada por cenizas.

Corriendo de un lado a otro con los aterrorizados caballos, luego con los cubos de agua, Bold estuvo atento; finalmente, al amanecer, cuando ya habían dejado de luchar inútilmente contra el incendio, vio a Kyu entre las concubinas imperiales evacuadas. Toda la gente del Heredero Designado tenía un aspecto muy agitado, pero a Bold le parecía que Kyu en particular estaba eufórico, podía vérsele todo el blanco de los ojos. Parecía un chamán después de un viaje exitoso por el mundo de los espíritus. Bold pensó que había sido él quien había comenzado el incendio, al igual que en Hangzhou, esta vez utilizando los relámpagos como tapadera.

Cuando Kyu realizó otra de sus visitas nocturnas a los establos, Bold casi tenía miedo de hablar con él.

—¿Fuiste tú quien provocó el incendio? —le preguntó sin embargo, susurrando en árabe, a pesar de que estaban solos, afuera de los establos, sin posibilidad alguna de ser escuchados.

Kyu sólo lo miró en silencio. La mirada decía que sí, pero no explicó nada más.

Finalmente dijo con calma:

—Una noche excitante, ¿no es cierto? Salvé uno de los armarios del Pabellón de las Escrituras, y también a algunas de las concubinas. Los chaquetas rojas estaban muy agradecidos por sus documentos.

Después siguió hablando de la belleza del fuego, y del pánico de las concubinas, y de la rabia, y después del miedo, del emperador, quien tomó al fuego como una señal de desaprobación celestial, el peor de los presagios con el que jamás había sido castigado. Pero Bold no podía seguir lo que decía el muchacho, tenía la mente llena de imágenes de las varias formas de muerte lenta. Incendiar a un comerciante en Hangzhou era una cosa, ¡pero al emperador de China! ¡El Trono del Dragón! Vislumbró una vez más aquella cosa que vivía dentro del muchacho, el nafs negro que agitaba sus alas ahí dentro, y sintió crecer la distancia entre ellos, enorme e infranqueable.

—¡Cállate! —dijo repentinamente en árabe—. Eres un tonto. Conseguirás que te maten, y a mí también.

Kyu sonrió lúgubremente.

—Hacia una vida mejor, ¿no es cierto? ¿No es eso lo que me dijiste? ¿Por qué debo tener miedo a la muerte?

Bold no tenía una respuesta.

Después de aquello, se vieron menos que nunca. Pasaron los días, las fiestas, las estaciones. Kyu creció. Cuando Bold volvió a verlo, era un eunuco negro, alto, hermoso y perfumado, que daba pasitos cortos de aquí para allá con un brillo en los ojos. También vio en él, una vez, aquella mirada de predador que tenía a veces cuando miraba a la gente que lo rodeaba. Adornado con joyas, regordete, perfumado, vistiendo trabajadas sedas: un favorito de la emperatriz y del heredero, a pesar de que ambos odiaban a los eunucos del emperador. Kyu era su mascota; tal vez incluso un espía en el harén del emperador. Bold temía por él al mismo tiempo que le temía. El muchacho hacía estragos entre las concubinas tanto del emperador como del heredero, decían muchos, incluso gente que trabajaba en los establos que no tenía manera de saberlo directamente. La forma en que se movía entre ellos era demasiado atrevida; seguramente estaba creándose enemigos. Las camarillas debían estar conspirando para derribarlo. Él lo sabría, incluso estaría exponiéndose a eso; él se reía en la cara, de manera que llegaran a odiarlo aún más. Parecía disfrutar con todo aquello. Pero la venganza imperial era de largo alcance. Si alguien caía, todos sus conocidos caían con él.

Así que cuando corrió la noticia de que dos de las concubinas del emperador se habían ahorcado, el emperador furioso exigió una explicación, y el nido de corrupción comenzó a desenmarañarse ante todos, y el miedo se expandió por la corte como la peste, las mentiras propagaron cada vez más y más la culpa, hasta que unos tres mil eunucos y concubinas resultaron implicados en el escándalo. Bold esperaba saber en cualquier momento algo sobre la tortura y la muerte lenta de su joven amigo, tal vez de boca de los guardias que vinieran a ejecutarlo a él también.

Pero eso no sucedió. La vida de Kyu parecía estar protegida por una especie de mágico hechizo, aquello era tan obvio que todos podían verlo. El emperador ejecutó a cuarenta de sus concubinas con sus propias manos, manejando la espada frenéticamente, abriéndolas en canal, o decapitándolas de un solo golpe, o atravesándolas una y otra vez, hasta que los escalones de la reconstruida Sala de la Gran Armonía se llenaron de sangre; pero Kyu no fue tocado. Una de las concubinas hasta gritó hacia donde estaba Kyu mientras estaba allí de pie, desnuda frente a todos, un chillido sin palabras; luego maldijo al emperador en su cara:

—¡Tuya es la culpa, eres demasiado viejo, tu yang se ha ido, los eunucos lo hacen mejor que tú!

Después un corte, su cabeza cayó en el charco de sangre como la de un cordero sacrificado. Tanta belleza desperdiciada. Sin embargo nadie tocó a Kyu; el emperador no se atrevía a mirarlo, y el joven negro lo observaba todo con un destello en los ojos, disfrutando con la matanza y con el odio de los burócratas. La corte estaba literalmente patas arriba, ahora se alimentaban unos de otros; aun así ninguno de ellos tenía el coraje de desafiar al extraño eunuco negro.

El último encuentro que Bold tuvo con él sucedió justo antes de que aquél tuviera que acompañar al emperador en una expedición a tierras del oeste que había sido organizada para destruir a los tártaros dirigidos por Arughtai. Era una causa imposible; los tártaros eran demasiado rápidos, el emperador no estaba bien. No lograrían nada. Estarían de regreso cuando llegara el invierno, en unos pocos meses. Así que Bold se sorprendió cuando Kyu se acercó a los establos para despedirse.

Ahora era como hablar con un extraño. Pero de repente el joven cogió el brazo de Bold, con afecto y seriedad, como un príncipe que le habla a un viejo criado de confianza.

—¿Nunca tienes deseos de ir a casa? —preguntó.

—A casa —dijo Bold.

—¿No está allí tu familia?

—No lo sé. Han pasado muchos años. Estoy seguro de que ellos piensan que yo he muerto. Podrían estar en cualquier parte.

—Tampoco en cualquier parte. Podrías encontrarlos.

—Tal vez. —Miró a Kyu con curiosidad—. ¿Por qué me lo preguntas?

Al principio Kyu no respondió. Aún tenía cogido el brazo de Bold. Finalmente dijo:

—¿Conoces la historia del eunuco Chao Kao, el que provocó la caída de la dinastía Chin?

—No. Me imagino que ya no estás hablando de eso.

Kyu sonrió.

—No. —Sacó una pequeña talla de la manga; la mitad de un tigre, tallada en tamarindo negro, las rayas marcadas en la lisa superficie. El corte que atravesaba la talla tenía una marca hecha con un escoplo; era una contraseña, como las que utilizaban los oficiales para autentificar sus comunicados con la capital cuando estaban en provincias—. Lleva esto contigo cuando te marches. Yo tendré la otra mitad. Te ayudará. Volveremos a encontrarnos.

Bold la cogió asustado. Le parecía como el nafs de Kyu, pero por supuesto eso era algo que no podía regalarse.

—Volveremos a encontrarnos. Al menos en nuestras vidas venideras, como siempre solías decirme. Tus oraciones a los muertos les dan instrucciones sobre cómo proceder en el Bardo, ¿verdad?

—Así es.

—Debo irme.

Y con un beso en la mejilla, Kyu se alejó en medio de la noche.

Como era de esperar, la expedición para conquistar a los tártaros fue un miserable fracaso; una noche lluviosa, el emperador Yongle murió. Bold pasó toda aquella noche en vela, dándole al fuelle para mantener el fuego en el que los oficiales fundirían todos los jarros de estaño que tenían para hacer un ataúd en el que llevarían el cuerpo imperial de regreso a Pekín. Llovió durante todo el viaje, los cielos lloraban. Sólo cuando llegaron a la capital, los oficiales difundieron la noticia.

El cuerpo del emperador fue objeto de gran ceremonia, en un ataúd de verdad, durante cien días. La música, las bodas y todas las ceremonias religiosas estuvieron prohibidas durante este intervalo, y se pidió a todos los templos del lugar que hicieran sonar treinta mil veces sus campanas.

Cuando llegó el funeral, Bold se unió a los diez mil miembros de la escolta.

Una marcha de sesenta lis hasta la tumba imperial,

al noroeste de Pekín. Tres días zigzagueando

para fastidiar a los malos espíritus, que sólo viajan en línea recta.

El complejo funerario en lo profundo de la tierra,

lleno con las mejores ropas y pertenencias del emperador muerto,

al final de un túnel de tres lis de longitud,

alineado con sirvientes de piedra esperando su próxima orden.

¿Cuántas vidas esperarán allí?

Dieciséis de sus concubinas están colgadas,

sus cuerpos enterrados alrededor del ataúd.

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