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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (17 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Bistami se sentó tristemente en el suelo en el borde de la plaza de la aldea. No había nadie con quien pudiera hablar. Había hecho todo lo posible para avisar a la tigresa que debía marcharse, pero había sido en vano. Se había dirigido a ella no como Kya, sino como madame, o como Madame Treinta, que era como llamaban los aldeanos a los tigres cuando estaban en medio de la selva, para no ofenderlos. Le había dado ofrendas, y se había asegurado de que las manchas que ella llevaba en la frente no formaran la letra «s», señal de que la bestia era un hombre tigre, y de que adoptaría forma humana para toda la eternidad cuando muriera. Eso no había sucedido; en la frente del animal no había ninguna «s». La marca que tenía se parecía más al ala de un pájaro en vuelo. Había mantenido contacto visual con ella, que es lo que se supone que se debe hacer cuando uno se encuentra inesperadamente con un tigre; había mantenido la calma, y ella lo había salvado de la muerte. En realidad, todas las historias que había oído acerca de tigres serviciales —la del que había llevado a dos niños perdidos de regreso hasta la aldea, la del que había dado un beso en la mejilla a un cazador dormido— todas esas historias palidecían al compararlas con la suya, aunque también lo habían preparado para ella. Había sido su hermana, y ahora estaba destrozado por la pena.

Los aldeanos comenzaron a descuartizar el cuerpo. Bistami abandonó la aldea, no era capaz de quedarse para ver aquello. Su brutal hermano mayor estaba muerto; los otros parientes, como su hermano, no compartían su forma de pensar sufí. «Los grandes buscan a los grandes; así pueden verse unos a otros aunque estén a gran distancia.» Pero él estaba tan lejos de alguien sabio, que no podía ver nada. Recordó lo que su maestro sufí Tustari le había dicho cuando se había ido de Allahabad:

—Mantén el haj en tu corazón y ve hacia La Meca como lo quiere Alá. Lentamente o de prisa, pero siempre en tu tariqat, el camino hacia la sabiduría.

Recogió sus escasas pertenencias y las metió en un saco. La muerte del tigre comenzaba a tomar la forma de un nuevo destino, un mensaje para Bistami: aceptar el regalo de Dios y utilizarlo en sus acciones; no arrepentirse de nada. Así que había llegado el momento de decir Gracias, Dios; gracias, Kya, hermana mía, y de dejar la aldea natal para siempre.

Bistami caminó hasta Agra; allí gastó el último dinero que le quedaba para comprar una bata de sufí trotamundos. Pidió asilo en el refugio sufí, un amplio y antiguo edificio en el barrio más austral de la antigua capital, y se bañó en su piscina, purificándose tanto por dentro como por fuera.

Luego abandonó la ciudad y anduvo hasta Fatepur Sikri, la nueva capital del imperio de Akbar. Vio que la ciudad, aún en construcción, era una réplica en piedra de los inmensos campamentos de tiendas de los ejércitos mogoles, incluso los pilares de mármol que se erguían lejos de las paredes, como los palos de las tiendas. La ciudad estaba llena de polvo, también de barro, sus blancas piedras bastante manchadas. Todos lo árboles eran bajos, los jardines pelados y nuevos. El extenso muro del palacio del emperador daba a la gran avenida que dividía a la ciudad de este a oeste y que llevaba a una gran mezquita de mármol y a un dargah del que Bistami había oído hablar en Agra: la tumba del santo sufí sheik Salim Chishti. Al final de su larga vida, Chishti había instruido al joven Akbar, y ahora se decía que su recuerdo era el lazo más fuerte que unía Akbar con el islam. El mismo Chishti, en su juventud, había viajado por Irán y estudiado con Shah Esmail, quien también había instruido al maestro de Bistami, Tustari.

Así que Bistami se acercó a la gran tumba blanca de Chishti caminando hacia atrás mientras recitaba del Corán: «En nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso. Sé paciente con aquellos que acuden a su Señor por la mañana incluso buscando su rostro: no dejes que tus ojos se alejen de ellos en busca de la suntuosidad de esta vida; ni le obedezcas a aquel cuyo corazón hemos hecho que descuide nuestro recuerdo ni a quien sigue sus propias lujurias y cuyos modos son desmesurados».

En la entrada se postró hacia La Meca y dijo la oración del amanecer, luego entró en el patio cerrado de la tumba y rindió homenaje a Chishti. Había otros que hacían lo mismo, por supuesto; cuando él terminó de presentar sus respetos, habló con algunos de ellos, les contó de su viaje hasta llegar a la época que había estado en Irán, pero pasó por alto las paradas que había hecho en el camino. Finalmente contó la misma historia a uno de los ulemas de la corte del propio Akbar, poniendo el acento en la relación de estudios de su maestro con Chishti, y después regresó a sus oraciones. Volvió a la tumba día tras día, estableciendo una rutina de oraciones, ritos de purificación, respuestas a las preguntas que le hacían los peregrinos que sólo hablaban persa, y alternó con toda la gente que visitaba el santuario. Esto finalmente llevó a que el nieto de Chishti viniera a hablarle; después aquel hombre le habló bien de él a Akbar, o al menos eso era lo que oyó. Comía el único plato del día en el refugio sufí, y perseveró, con hambre pero también con esperanza.

Un día, con las primeras luces de la mañana, cuando ya estaba en el patio de la tumba diciendo sus oraciones, el emperador Akbar en persona entró en el santuario, cogió una escoba que encontró por ahí, y barrió el patio. Era una mañana fresca, el frío de la noche aún se conservaba en el aire; sin embargo, Bistami sudaba mientras Akbar terminaba sus devociones; llegó el nieto de Chishti y le pidió a Bistami que se acercara cuando acabara sus oraciones, para presentarlo al emperador.

—Un gran honor —contestó.

Y regresó a sus oraciones, murmurándolas sin pensar en ellas sino en lo que podría decir; se preguntó cuánto tiempo debía demorarse antes de acercarse al emperador, para mostrar que lo primero eran las oraciones. La tumba todavía estaba relativamente vacía y fría, el sol recién salía. Cuando los árboles se aclararon totalmente, Bistami se puso de pie y caminó hacia donde se encontraban el emperador y el nieto de Chishti, e hizo una gran reverencia. Saludos y cortesías; luego se encontró obedeciendo a la amable petición de contar su historia al atento joven vestido con galas imperiales, cuya mirada fija y sin parpadeos nunca se alejaba de su rostro, o en realidad de sus ojos. Estudios en Irán con Tutsami, peregrinación a Qom, regreso al hogar, un año trabajando como maestro del Corán en Gujarat, un viaje para visitar a su familia, emboscada a manos de los rebeldes hindúes de la que se había salvado gracias a la tigresa: al final de la historia, Bistami había sido aprobado, se daba cuenta.

—Te damos la bienvenida —dijo Akbar.

Toda la ciudad de Fatepur Sikri le servía a Akbar para demostrar su devoción y el uso de su influencia para promover la devoción de los demás. Ahora ya había visto la devoción de Bistami, manifestada en todas las formas de piedad, a medida que avanzaron en aquella conversación. La tumba comenzó a poblarse con los visitantes del día; Bistami se las arregló para llevar la discusión hacia la única tradición que, por lo que él sabía, había llegado a Irán a través de Chishti, de manera que el isnad, o la genealogía de la frase, creaba un estrecho lazo entre su educación y la del emperador.

—Lo aprendí de Tutsami, quien lo aprendió del Sha Esmail, maestro de sheik Chishti, quien lo aprendió de Barh ibn Kaniz al-Saqqa, a quien se lo relató Uthman ibn Saj, quien lo recibió de Said ibn Jubair, que Dios lo bendiga, quien dijo: «Dejad que salude a todos los musulmanes, incluyendo a los muchachos y adolescentes, y cuando haya llegado a clase, dejad que prohíba a cualquiera que esté sentado que se ponga de pie ante él, ya que descuidar esto es una de las causas de aflicción del alma».

Akbar frunció el ceño, intentando seguirlo. A Bistami se le ocurrió que quizás el emperador había interpretado que él rechazaba que se esperara cualquier clase de obediencia de los demás. Comenzó a sudar a pesar del frío aire de la mañana.

Akbar se dirigió a uno de sus criados, que estaba de pie discretamente junto al muro de mármol de la tumba.

—Di a este hombre que venga con nosotros cuando regresemos al palacio.

Después de otra hora de oraciones para Bistami y de consultas para Akbar, quien estaba relajado pero cada vez más callado a medida que transcurría la mañana y la hilera de suplicantes crecía en lugar de encogerse ante él, el emperador invitó a la fila a que se dispersara y regresara más tarde. Después de eso, condujo a Bistami y a todo su séquito a través de las obras de la ciudad hasta llegar a su palacio.

La ciudad se estaba construyendo con la forma de un inmenso cuadrado, como cualquier otro campamento militar mogol, de hecho, copiando la forma del propio imperio, según le dijo el guardia a Bistami, que era un cuadrilátero protegido por las cuatro ciudades de Lahore, Agra, Allahabad y Ajmer. Todas estas ciudades eran grandes en comparación con la nueva capital; al guardia que acompañaba a Bistami le gustaba particularmente Agra, donde había trabajado en la construcción de la gran fortaleza del emperador, que ahora ya estaba terminada.

—Allí hay más de quinientos edificios —dijo, como lo habría hecho siempre al hablar de ella.

Él tenía la opinión de que Akbar había fundado Fatepur Sikri porque la fortaleza de Agra ya estaba casi acabada y al emperador le gustaba comenzar grandes proyectos.

—Es un verdadero constructor; renovará todo el mundo antes de morir, os lo aseguro. Nadie ha servido tanto al islam como él.

—Así debe ser —dijo Bistami, observando las construcciones a su alrededor, edificios blancos que surgían como capullos de entre los andamios, colocados sobre un mar de lodo negro—. Alabado sea Dios.

El guardia, cuyo nombre era Husain Ali, miró a Bistami con suspicacia. Sin duda, los peregrinos piadosos eran algo común. Condujo a Bistami detrás del emperador y a través de la puerta del nuevo palacio. Dentro del muro exterior había jardines que parecía que hubieran estado allí durante años: altos pinos que se elevaban sobre los macizos de jazmines, lechos de flores por todas partes. El palacio mismo era más pequeño que la mezquita o la tumba de Chishti, pero era exquisito en todos sus detalles. Una tienda de mármol blanco, amplia y baja, su interior lleno de salas y más salas muy frescas, todas rodeando un patio y jardín central con una fuente. Toda el ala trasera del patio era una larga galería tapizada con pinturas: escenas de caza, los cielos siempre turquesas; los perros y los ciervos y los leones retratados en su hábitat natural; los cazadores con saya cargando arcos o armas de pedernal. Enfrente de estas escenas había apartamentos con salones de blancas paredes, acabados pero vacíos. A Bistami le dieron uno de ellos para que se alojara.

La cena fue una fiesta, organizada suntuosamente en un extenso salón que daba al patio central. Por la manera en que todo acontecía, Bistami entendió que ésa no era más que la cena de todos los días en el palacio.

Comió codorniz asada, yogur con pepino, algo picado al curry; incluso probó varios platos cuyo sabor no reconoció.

Allí comenzó para él un período de ensueño, en cuanto a que se sentía como Manjushri el del cuento, que había caído de pie en una tierra de leche y miel. La comida dominaba su vida y sus pensamientos. Un día fue visitado en sus habitaciones por un grupo de esclavos negros vestidos mejor que él, quienes rápidamente lo vistieron al mismo nivel; aún más, lo vistieron con un magnífico traje blanco que tenía muy buena apariencia pero era bastante pesado. Después de eso le concedieron otra audiencia con el emperador.

Aquel encuentro, en el que había muchos consejeros y generales de mirada penetrante y criados imperiales de toda clase, fue muy diferente al de aquella mañana en la tumba de Chishti, cuando dos hombres jóvenes que salían a aspirar el aire de la mañana, a ver el amanecer y a cantar la gloria del mundo de Alá, habían hablado cara a cara. Sin embargo, en medio de tanta parafernalia, el rostro que miraba a Bismati era el mismo: curioso, serio, interesado en lo que él pudiera decirle. El hecho de concentrarse en aquel rostro ayudó a Bistami cuando intentó relajarse.

—Te invitamos a que nos acompañes y compartas con nosotros tu conocimiento de la ley —dijo el emperador—. En recompensa por tu sabiduría y por las decisiones que tomarás en determinadas cuestiones y casos que te serán presentados, se te hará terrateniente de las antiguas fincas de Shar Muzzafar, que Alá lo tenga en su gloria.

—Alabado sea Dios —murmuró Bistami, con la cabeza baja—. Rogaré a Dios que me ayude a desempeñarme en esta gran tarea para vuestra satisfacción.

Incluso con la mirada fija en el suelo, o una vez más en el rostro del emperador, Bistami pudo sentir que parte del séquito imperial no estaba muy contento con aquella decisión. Pero más tarde, algunos de los que habían parecido estar descontentos se acercaron a él y se presentaron, le hablaron amablemente, lo llevaron por el palacio, investigaron de la manera más sutil su origen y su historia, y le contaron lo que sabían acerca de la finca que debería administrar. Según parecía, por lo general sería supervisada por los ayudantes locales; la ventaja para él era el título y los ingresos. En compensación, cuando fuera necesario, tendría que organizar y armar a cien soldados para el ejército del emperador y enseñar todo lo que supiera del Corán y zanjar varias disputas civiles que se le encargarían.

—Hay conflictos que sólo los ulemas están en condiciones de resolver —le dijo el consejero del emperador, Raja Todor Mal—. El emperador tiene grandes responsabilidades. El propio imperio no está todavía a salvo de sus enemigos. El abuelo de Akbar, Babur, llegó desde el Punjab y estableció un reino musulmán hace apenas cuarenta años, y los infieles aún siguen atacándonos desde el sur y desde el este. Cada año necesitamos realizar algunas campañas para hacerlos retroceder. Todos los fieles del imperio están bajo el cuidado del emperador, en teoría, pero el peso de sus responsabilidades implica que en la práctica simplemente no tiene tiempo.

—Por supuesto que no.

—Mientras tanto, no hay otro sistema para resolver las disputas entre las personas. Puesto que la ley está basada en el Corán, los qadis, los ulemas y otros hombres santos como vos son la elección lógica para cargar con la responsabilidad de hacer justicia.

—Por supuesto.

En las semanas siguientes, Bistami se encontró celebrando reuniones para zanjar disputas que le presentaban algunos de los esclavos asistentes del emperador. Dos hombres reclamaban la misma tierra; Bistami preguntaba dónde habían vivido sus padres, y los padres de sus padres, y determinaba que una de las familias había vivido más tiempo que la otra en la región. Así tomaba Bismati sus decisiones en los juicios.

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