—¿Por qué, Tara? —preguntó Gillian—. ¿Qué ocurre? ¿Qué te he hecho?
Esta la contempló con interés. Gillian le aguantó la mirada con mucha angustia. Era el rostro familiar de su amiga, un rostro que conocía desde hacía años, y aun así lo veía completamente distinto. Tenía otra expresión, una mímica desconocida. Y luego estaba esa voz que no era la de Tara, que no albergaba sentimientos como la de su amiga. Risa o preocupación, alegría o ira. Nada de eso podía desprenderse de su tono de voz en esos momentos. De algún modo era como si se tratara de una voz sin alma, una voz inhumana.
—Personalmente, a mí no me has hecho nada —dijo Tara—. Pero Carla ni Anne tampoco me habían hecho nada.
Se voz estaba cargada de odio. Gillian se estremeció.
—Carla y Anne… —repitió, desconcertada—. ¿Fuiste tú quien…?
Tara se encogió de hombros.
—El mundo no es peor sin ellas —sentenció Tara tras encogerse de hombros.
—¿Y Tom…?
—Lo de Tom no estaba previsto.
—Tara, no comprendo lo que ocurre —dijo Gillian con tono de súplica—. Por favor, explícamelo…
La fiscal se rió, aunque no fue una risa alegre.
—No, cielo. Sé perfectamente lo que te propones. Quieres enredarme en una larga y agradable conversación con la esperanza de que, entretanto, alguien venga a sacarte del atolladero. ¡Olvídate de eso! Lo que tenemos que hacer es decidir qué haremos ahora. ¿Sabes qué es lo más trágico de todo esto? Que realmente había decidido dejar que te marcharas. No me preguntes por qué. Puede que sea a causa del tiempo que hemos pasado juntas, o tal vez porque ya he fracasado dos veces contigo.
La sombra que vi era ella, pensó Gillian horrorizada. Por eso conocía el nombre de Luke. Ha intentado matarme dos veces.
Pero ¿por qué? ¿Por qué?
—Quería tenerte lejos. No te soporto más, Gillian. Ya que tenías miedo de vivir aquí sola, me habría parecido genial que te hubieras buscado un hotelito. Donde fuera. Desde allí podrías haberte mudado directamente a Norwich y con un poco de suerte no habríamos vuelto a vernos en la vida. Pero ahora no puedo dejar que te marches. Seguro que puedes comprenderlo.
—¡Por favor, Tara! ¿Por qué?
Esta metió una mano en uno de los bolsillos de su chaqueta y un segundo después tenía una pistola en la mano. La apuntó hacia Gillian.
—Lo primero que tenemos que hacer es ir a algún lugar en el que estemos seguras. Es probable que lo siguiente que haga el tipo que te acaba de dejar el mensaje en el contestador sea llamar a la policía. O sea que lo mejor será marcharse de aquí. Y luego ya decidiré qué hago contigo. —Señaló hacia la puerta con el arma—. Primero vamos al garaje. Te quiero delante de mí. Si haces un movimiento brusco, si intentas escapar o algo parecido, te meto una bala en todo el cráneo, ¿entendido? No dudaré ni un segundo.
Gillian tragó saliva. Se sentía como si estuviera participando en una extraña obra de teatro, completamente irreal. En cualquier momento, Tara estallaría en una carcajada y no sería ese tipo de risa malévola, desconocida, sino que sonaría natural y amistosa, como Gillian la había conocido, bajaría la mano en la que llevaba el arma y diría: ¡Gillian, no te asustes tanto! ¡Era broma! ¡Solo quería darte un buen susto! Por Dios, ¿cómo has podido tomártelo en serio?
Sin embargo, sabía que eso no ocurriría. Todo aquello no era ninguna broma. A Tara no le habían gustado nunca las bromas macabras. No tenía ese sentido del humor.
Lo había dicho en serio.
Poco a poco, Gillian se dirigió hacia la puerta. Tara se hizo a un lado para dejarla pasar. Cogió un rollo de precinto para embalajes que estaba sobre un montón de cajas de cartón junto a la puerta.
Una vez fuera, Gillian lo intentó con una súplica:
—Tara, no sé qué tienes contra mí. Pero sea lo que sea, piensa en Becky, por favor. Ahora solo me tiene a mí.
Tara se rió de nuevo. Volvía a ser una carcajada siniestra, exenta de cualquier emoción.
—No me creerás, Gillian —dijo—, pero precisamente es en ella en quien pienso. Todo el tiempo he estado pensando en ella. Becky ha sido el motivo de todo esto. ¿Sabes? para algunos niños es mejor crecer sin padre ni madre. Para algunos niños es mejor vivir en un orfanato. Créeme, sé de lo que hablo.
—Pero…
—Por favor, cierra el pico y continúa —le ordenó mientras hundía la pistola en los pliegues del abrigo de Gillian. Si alguien hubiera llegado de repente, ni siquiera habría visto el arma. Sin embargo, no había nadie en absoluto. La calle parecía desierta mientras empezaba a caer la noche—. Seguro que todavía tendremos tiempo de hablar. Más tarde. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al garaje.
Gillian recorrió lentamente el sendero del jardín.
10
—Sabía que volvería —dijo Liza Stanford con resignación. Al principio no había abierto cuando John había llamado a la puerta, de manera que él había empezado a recorrer el suelo adoquinado frente al bloque de viviendas con la esperanza de que ella mirara por la ventana y viera que solo era él quien acudía a visitarla y no su marido, ni la policía, ni nadie más de quien pudiera estar huyendo. A continuación, John había llamado de nuevo y al fin se oyó el zumbido que permitía abrir la puerta. Ella lo había esperado arriba con la puerta abierta, aunque solo un resquicio.
—¿Le apetece una taza de té? —preguntó en cuanto él hubo entrado.
—No. Gracias, Liza. ¿Conoce a una tal Tara Caine? —John se fijó bien en la reacción que tenía mientras le formulaba la pregunta.
Liza se sobresaltó, se le dilataron las pupilas.
—Tara Caine, sí. Sí, la conozco.
—Ayer le pedí que me contara todo lo que sabía —le recordó John.
—Pero no me preguntó nada acerca de ella —replicó Liza en voz baja. Entró en el salón y se sentó en una silla frente a la mesa del comedor. John la siguió pero se quedó de pie en medio de la estancia.
—El coche que lleva está registrado a nombre de Tara Caine. Y supongo que debe de haber sido ella también quien ha alquilado este apartamento, ¿no?
Liza asintió.
—¿Le pasa dinero, también? Porque su marido debe de haber bloqueado las cuentas, si no me equivoco.
—Abrió una cuenta a su nombre y me dio la tarjeta para que pueda retirar dinero si necesito algo.
—Cuánta generosidad. Le paga el alquiler, le paga la manutención. Esto no es normal, ¿no le parece?
—Se lo devolveré todo. Lo hemos acordado así.
—Ajá. ¿Cuándo? ¿Y cómo?
—Todavía no lo sé. Todo tenía que ser tan rápido… No podíamos planificarlo todo hasta el final.
—¿Qué es lo que tenía que ser tan rápido?
—Yo tenía que marcharme. ¡Tenía que desaparecer! —Había estado hablando con la mirada fija en el sobre de la mesa, pero en ese momento alzó los ojos. John pudo verle las lágrimas y la expresión de ira—. No puede imaginarlo. No puede imaginarlo nadie que no lo haya vivido. Llevo años con el alma en vilo. Llevo años soportando la desesperación, la humillación, el dolor físico y la tortura psicológica. Sabía que terminaría matándome. No tenía ninguna duda.
—No habría llegado tan lejos —sentenció John—. Francamente, su marido es un malnacido, Liza, pero no es tonto. No se habría arriesgado a acabar en la cárcel.
—No habría acabado en la cárcel, créame. Habría hecho que pareciera un accidente, habría encontrado un refugio, habría encontrado la manera de salir indemne. Él es así. Lo conozco bien desde hace tiempo.
Ahí estaba de nuevo, con ese manto de omnipotencia que Liza siempre estaba dispuesta a colgarle a su marido. Él estaba por encima de todo, por encima de la ley y el orden, nadie podía atraparlo y rendirle cuentas, hiciera lo que hiciese. John pensó que tal vez consistiera precisamente en eso la mayor perfidia de los hombres como Logan Stanford: que hundían a sus mujeres en el polvo mientras ellos se elevaban en el cielo. Había algo todavía peor que la violencia física: la violencia psicológica, la que atentaba contra el raciocinio de sus esposas. Liza era una persona inteligente. Sin embargo, Stanford había llegado tan lejos que Liza había terminado por interiorizarlo: era un cero a la izquierda, mientras que él era Dios. Liza era incapaz de luchar contra él porque antes incluso de intentarlo tenía arraigada la idea de haber perdido de antemano.
Él negó con la cabeza. No era el momento de filosofar. No sabía exactamente por qué, pero tenía la sensación de que el tiempo apremiaba. De que el peligro era inminente.
—Sea como sea —dijo él. De momento tampoco tenía sentido intentar hacerle entender a Liza que su marido podía acabar en la cárcel de todos modos, como cualquier otro criminal—. ¿Cuánto hace que conoce a Tara Caine?
—Desde el mes de octubre del año pasado —contestó Liza—. Desde el treinta y uno de octubre.
—O sea que no hace mucho, ¿no?
—No. Más o menos dos meses y medio.
John se acercó a la mesa y se sentó frente a ella. Vibraba de impaciencia, le habría gustado poder obtener toda la información más rápidamente, pero hizo un esfuerzo por controlarse. Si le pegaba una bronca, corría el riesgo de que se cerrara en banda y no dijera nada más.
—¿Cómo se conocieron?
Liza sonrió.
—Por casualidad. Un antiguo colega de mi marido celebraba su cumpleaños, setenta y cinco años, y nos invitó a Logan y a mí a una gran fiesta en el hotel Kensington. Mi marido insistió en que lo acompañara a pesar de lo mal que me encontraba. Yo estaba al borde de un ataque de nervios y además volvía a llevar un ojo morado, el izquierdo. Ya no lo tenía hinchado, pero seguía estando azulado. Es difícil sentir seguridad cuando tienes que estar con gente de ese modo.
—Completamente comprensible —convino John—, pero ¿su marido no temía los comentarios que pudiera hacer la gente sobre usted y posiblemente también sobre él?
—Sabía que intentaría disimular el cardenal a toda costa. No era la primera vez que pasábamos por una situación de ese tipo. Tengo un maquillaje extremo para camuflar esas heridas, es algo muy útil para las esposas maltratadas, ¿sabe? De ese modo pude disimular el problema hasta cierto punto.
—O sea que acudieron a esa fiesta…
Ella asintió.
—Había mucha gente. Sobre todo, juristas. Abogados, fiscales, jueces… Mi marido siempre acababa convirtiéndose en el centro de atención gracias a su elocuencia. Se jactaba de las obras de caridad que llevaba a cabo. En verano había organizado un torneo de tenis en beneficio de los huérfanos del sida en África que había tenido un éxito enorme, había recogido una buena suma de dinero y se dedicó a celebrarlo. Todos le daban palmaditas en la espalda y destacaban lo buena persona que era… yo aguantaba el tipo a su lado y solo tenía ganas de vomitar. De verdad, me habría gustado vomitar en medio de la habitación, entre toda aquella gente emperifollada que creían estar haciendo el bien cuando en realidad lo único que hacían era celebrar su propia existencia y ni siquiera se daban cuenta si estaban pisando a alguien que lo estaba pasando realmente mal.
John supuso lo que venía a continuación.
—La fiscal Caine también estaba entre los invitados. A diferencia de los demás, ¿se dio cuenta de algo?
—Yo lo estaba pasando realmente mal, esa noche —dijo Liza—. Hacía un calor insoportable y de repente tuve la sensación de que estaba sudando mucho. Temía que se me corriera el maquillaje. Qué tontería, ¿verdad? En realidad habría sido embarazoso para mi marido si de repente todos hubieran visto mi ojo morado. Pero yo solo lo veía como una deshonra para mí.
—Por lo que sé —intervino John—, eso es precisamente lo que sienten muchas mujeres en ese tipo de situaciones.
—Escapé al servicio de señoras. Por suerte no había nadie. Mientras intentaba restaurar mi maquillaje frente al espejo, me eché a llorar de repente, fue algo compulsivo, de verdad. Estaba absolutamente horrorizada, el maquillaje quedó completamente arruinado, no paraban de brotarme lágrimas de los ojos… y sabía que tenía que volver a la fiesta enseguida. Pero es que no podía parar, simplemente no podía parar.
Guardó silencio. En su rostro quedaba claro que estaba reviviendo aquel momento, el momento en el que su vida había empezado a cambiar.
—Entonces la puerta se abrió de repente —prosiguió—, y yo casi me muero del susto. Fue Tara la que entró. Todavía no la conocía, pero supuse que debía de ser una de las invitadas a la fiesta de cumpleaños. No tuve tiempo de esconderme dentro de un reservado. Lo que hice fue coger un montón de pañuelos de papel y fingir que estaba resfriada o que sufría alergia o algo por el estilo… Pero Tara se me acercó por la espalda y me preguntó si podía ayudarme. Dejé caer los pañuelos, llorando, y nos miramos a través del espejo. Entretanto ya no tenía nada de color en mi rostro completamente empapado de lágrimas. La piel que rodeaba el ojo mostró sus tonos irisados. Creo que estuvimos al menos un minuto sin hablar, hasta que al fin ella se limitó a decir: «¿Su marido?». Fue una pregunta y una constatación, todo en uno. Y por primera vez no busqué excusas, nada de caídas por la escalera, ni accidentes en bicicleta, ni golpes con la raqueta de tenis. No me sentía con fuerzas para ello, por lo que me limité a asentir. Tara me preguntó si era la esposa de Logan Stanford y yo asentí de nuevo.
—¿Y ahí empezó el plan que consistía en esconderla? —preguntó John.
—Todavía no —respondió Liza—. Le expliqué que en ningún caso podía regresar a la fiesta. Tara me ayudó. Me sacó discretamente del hotel, pidió un taxi y me llevó a casa. Pagó a la mujer que había estado cuidando de Finley y la mandó a casa mientras yo esperaba en el coche. Me preparó un té caliente y yo no pude parar de llorar en todo el rato.
—¿Se lo contó todo?
—Sí. Absolutamente todo. Las palabras salían solas.
—Tara es fiscal. Teóricamente debería haber entablado un pleito con o sin su consentimiento.
—Eso me dijo ella también, pero yo le supliqué que no lo hiciera. Al final me prometió no hacerlo, pero antes de marcharse me miró fijamente y dijo: «Liza, no pienso parar hasta que sea usted misma la que acuda a la policía para denunciarlo. Debe dar ese paso, es importante. Se trata de su vida y de su autoestima. ¡Ese criminal debe acabar entre rejas!». Eso fue lo que me dijo, literalmente.
—Y luego —supuso John—, ¿siguió pendiente de usted?
—Sí, me llamaba casi a diario. Insistía, me animaba. En ocasiones me alegraba oír su voz, aunque en otras hacía que me sintiera entre la espada y la pared. Pero al fin y al cabo… me consoló mucho haber encontrado a alguien a quien no le daba igual lo que pudiera sucederme. A pesar incluso de lo hostigada que me hacía sentir.