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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (15 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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Bertha Kircher se encontró sola en una pequeña cabaña junto a la empalizada del final de la calle de la aldea, aunque no estaba atada ni sometida a vigilancia, Usanga le aseguró que no podría escapar de la aldea sin ir a caer en una muerte segura en la jungla, que según les aseguraron los aldeanos estaba infestada de leones de gran tamaño y ferocidad.

—Sé buena con Usanga —concluyó— y no sufrirás ningún daño. Volveré a verte cuando los demás estén dormidos. Quiero que seamos amigos.

Cuando el bruto se marchó el cuerpo de la muchacha fue sacudido por un estremecimiento convulsivo, tras el cual se sentó en el suelo de la cabaña y se tapó la cara con las manos. Ahora comprendía por qué no habían dejado a las mujeres para que la vigilaran. Eso era obra del astuto Usanga, pero ¿su mujer no sospecharía nada de sus intenciones? No era tonta y, además, como estaba empapada de unos celos insensatos, siempre estaba buscando algún acto evidente por parte de su señor negro como el ébano. Bertha Kircher sintió que sólo ella podía salvarla y que la salvaría si llegara a enterarse del asunto. Pero ¿cómo lo lograría?

Sola y alejada de los ojos de sus capturadores por primera vez desde la noche anterior, la muchacha aprovechó de inmediato la oportunidad para asegurarse de que los papeles que había cogido del cuerpo del capitán Fritz Schneider seguían a salvo cosidos en la parte interior de su ropa íntima.

Pero ¡ay! ¿Qué valor podrían tener ahora para su amado país? Pero la costumbre y la lealtad eran tan fuertes en ella que aun así se aferró a la decidida esperanza de que a la larga podría entregar el pequeño paquete a su jefe.

Los nativos parecían haber olvidado su existencia; ninguno entró en la cabaña, ni siquiera para traerle comida. Les oía al otro extremo de la aldea riendo y chillando, y sabía que estaban celebrando un festín con comida y cerveza nativa, conocimiento que sólo sirvió para aumentar su aprensión. Ser prisionera en una aldea nativa en el corazón mismo de una región inexplorada del África central… ¡la única mujer blanca entre una banda de negros borrachos! La sola idea le horrorizaba. Sin embargo existía una leve promesa en el hecho de que hasta entonces no la hubieran molestado; la promesa de que, en verdad, podían haberse olvidado de ella y de que pronto estarían tan irremediablemente bebidos que resultarían inofensivos.

Ya era oscuro y nadie había venido. La muchacha se preguntó si tendría valor para atreverse a salir en busca de Naratu, la mujer de Usanga, pues quizá éste no olvidaría que había prometido volver. Cuando salio de la cabaña vio que no había nadie cerca y se dirigió hacia la parte de la aldea donde los hombres se estaban divirtiendo en torno a una fogata. Cuando se acercó vio a los aldeanos y a sus invitados sentados en el suelo, formando un ancho círculo alrededor del fuego ante el cual media docena de guerreros desnudos saltaban y se inclinaban y golpeaban con los pies en una grotesca danza. El público se iba pasando cuencos con comida y calabazas con bebida. La sucias manos se hundían en los cuencos de comida y las porciones que se cogían eran devoradas con tanta avidez, que se diría que la comunidad entera se hallaba a punto de morir de hambre. Las calabazas las mantenían pegadas a los labios hasta que la cerveza les resbalaba por la barbilla y la vasija les era arrebatada por ávidos vecinos. La bebida ahora había empezado a producir un efecto perceptible en la mayoría de ellos, con la consecuencia de que empezaban a entregarse al más absoluto y licencioso abandono.

Cuando la muchacha se acercó un poco más, manteniéndose en la sombra de las cabañas, buscando a Naratu, fue descubierta de pronto por uno que se encontraba en el borde de la multitud; era una mujer enorme, que se levantó, chillando, y se acercó a ella. Por su aspecto la muchacha blanca pensó que la mujer estaba dispuesta a despedazarla. Tan inmotivado e inesperado fue el ataque, que encontró a la muchacha totalmente desprevenida, y lo que habría sucedido de no intervenir un guerrero es algo que sólo se puede conjeturar. Usanga, reparando en la interrupción, se acercó tambaleante a ella para interrogarla.

—¿Qué quieres? —preguntó a gritos—, ¿comida y bebida? ¡Ven conmigo! —y la rodeó con un brazo y la arrastró hacia el círculo.

—¡No! —exclamó ella—. Quiero a Naratu. ¿Dónde está Naratu?

Esto pareció despejar al negro un momento como si hubiera olvidado temporalmente su mejor mitad. Lanzó una rápida y temerosa mirada alrededor, y luego, evidentemente seguro de que Naratu no había observado nada, ordenó al guerrero que aún sujetaba a la enfurecida mujer negra que devolviera a la muchacha blanca a su cabaña y se quedara allí para vigilarla.

El guerrero se apropió primero de una calabaza de cerveza e hizo una seña a la muchacha de que le precediera, y vigilada así regresó a su cabaña, donde el tipo se sentó en el suelo justo fuera de la puerta y durante un rato limitó su atención a la calabaza.

Bertha Kircher se sentó en el fondo de la cabaña esperando lo que sabía que ahora era un inexorable sino. No podía dormir, tan llena estaba su mente de descabellados planes de fuga, aunque todos tuvieron que ser descartados por imposibles de llevar a la práctica. Media hora después de que el guerrero la devolviera a su prisión, se levantó y entró en la cabaña, donde trató de entablar conversación con ella. Cruzó a tientas el interior, apoyó su corta lanza en la pared y se sentó junto a ella, y mientras hablaba se fue acercando cada vez más hasta que al fin alargó el brazo y pudo tocarla. La muchacha lanzó un grito y se apartó.

—¡No me toques! —gritó—. Si no me dejas en paz se lo diré a Usanga, y ya sabes lo que hará contigo.

El hombre se limitó a reírse, borracho como estaba, y le agarró el brazo y la arrastró hacia él. Ella forcejeó y gritó llamando a Usanga y en el mismo instante la entrada a la cabaña quedó oscurecida por la figura de un hombre.

—¿Qué ocurre? —preguntó el recién llegado con el tono profundo que la muchacha reconoció como perteneciente al sargento negro. Había venido, pero ¿sería mejor para ella? Sabía que no sería así a menos que pudiera jugar con el miedo que Usanga tenía a su mujer.

Cuando Usanga descubrió lo que había ocurrido, sacó a patadas al guerrero y le ordenó que se marchara, y cuando el tipo desapareció, rezongando y gruñendo, el sargento se acercó a la muchacha blanca. Estaba muy borracho; tanto, que varias veces ella logró esquivarle y dos veces le apartó de un empujón con tanta violencia, que el hombre trastabilló y se cayó.

Al fin se encolerizó y se precipitó sobre ella, agarrándola en sus largos brazos como de simio. Ella intentó protegerse y apartarle dándole puñetazos en la cara. Le amenazó con la ira de Naratu, y al oír eso él cambió su táctica y empezó a suplicar, y mientras discutía con ella, prometiéndole seguridad y la eventual libertad, el guerrero al que había echado a patadas de la cabaña se dirigió tambaleante a la cabaña ocupada por Naratu.

Usanga, descubriendo que las súplicas y promesas eran tan inútiles como las amenazas, al final perdió la paciencia y la cabeza, agarró a la muchacha con rudeza y simultáneamente irrumpió en la cabaña un enfurecido demonio celoso. Había llegado Naratu. Dando patadas, arañando, pegando, mordiendo, hizo salir al aterrado Usanga, y tan obsesionada estaba ella por su deseo de infligir castigo en su infiel dueño y señor, que casi se olvidó del objeto del encaprichamiento de éste.

Bertha Kircher la oyó gritar por la calle de la aldea pisándole los talones a Usanda y tembló al pensar en lo que le esperaba cuando cayera en manos de estos dos, pues sabía que al día siguiente, como muy tarde, Naratu desahogaría con ella su medida completa de celoso odio cuando hubiera agotado su primera ración de ira con Usanga.

Hacía unos minutos que los dos se habían marchado cuando regresó el guardia guerrero. Miró en el interior de la cabaña y entró.

—Ahora nadie me detendrá, mujer blanca —gruñó cruzando rápidamente la cabaña hacia ella.

Tarzán de los Monos, que estaba dándose un festín con una jugosa pata de Bara, el ciervo, era vagamente consciente de una mente en apuros. Debería estar en paz consigo mismo y con todo el mundo, pues ¿no se hallaba en su elemento natural rodeado de caza en abundancia y llenándose el estómago con la carne que más le gustaba? Pero Tarzán de los Monos se vio acosado por la imagen de una joven muchacha frágil que era empujada y golpeada por brutales negros, y en su imaginación la vio acampada en esta salvaje región, prisionera entre negros envilecidos.

¿Por qué era tan difícil recordar que no era más que una odiada alemana y además espía? ¿Por qué el hecho de que fuera mujer y blanca siempre se entrometía en su conciencia? La odiaba como odiaba a todos los de su especie, y el destino que estaba seguro le aguardaba no era más terrible del que ella y toda su gente merecían. El asunto estaba zanjado y Tarzán se puso a pensar en otras cosas; sin embargo, la imagen no desaparecía sino que se le mostraba en todos sus detalles y le molestaba. Empezó a preguntarse qué le estarían haciendo y adónde la llevarían. Estaba avergonzado de sí mismo como lo estuvo después del episodio sucedido en Wilhelmstal, cuando su debilidad le permitió salvar la vida de esta espía. ¿Volvería a ser débil ahora? ¡No!

Llegó la noche y Tarzán se acomodó en un amplio árbol para descansar hasta la mañana; pero no lograba conciliar el sueño. En cambio, tuvo la visión de una muchacha blanca que era golpeada por mujeres negras, y de nuevo de la misma muchacha a merced de los guerreros en algún lugar de aquella oscura y lúgubre jungla.

Con un gruñido de ira y desprecio hacia sí mismo, Tarzán se puso en pie, se sacudió y saltó del árbol en que se encontraba al siguiente, y así, a través de las ramas más bajas, siguió el sendero que el grupo de Usanga había tomado aquella misma tarde. Le costó poco, ya que la banda había seguido un camino trillado, y cuando hacia medianoche el olor de una aldea nativa asaltó su delicada nariz, supuso que su meta estaba cerca y que entonces encontraría a quien buscaba.

Rondando con cautela como ronda Numa, el león, acechando una sigilosa presa, Tarzán avanzó sin hacer ruido siguiendo la empalizada, escuchando y oliscando. En la parte trasera de la aldea descubrió un árbol cuyas ramas se extendían por encima de la empalizada y un momento más tarde entrando en la aldea sin ruido.

Fue de choza en choza buscando, con oídos y olfato aguzados, alguna muestra de la presencia de la chica, y por fin, débil y casi destrozado por el olor de los gomangani, la encontró cerniéndose como un vapor delicado en torno a una pequeña choza. Ahora la aldea estaba silenciosa, pues ya se había terminado toda la cerveza y la comida y los negros yacían en sus chozas vencidos por el agotamiento, aunque Tarzán no hizo ningún ruido que un hombre sobrio bien alerta pudiera percibir.

Dio la vuelta a la cabaña y escuchó. No se oía nada procedente del interior, ni siquiera la leve respiración de alguien despierto; sin embargo, estaba seguro de que la muchacha había estado allí y quizá aún estuviera, y por lo tanto entró, introduciéndose en la choza silencioso como un espíritu. Por un momento se quedó inmóvil junto a la entrada, escuchando. No, allí no había nadie, de eso estaba seguro, pero investigaría. Cuando sus ojos se acostumbraron a la mayor oscuridad del interior de la choza, un objeto empezó a cobrar forma y se mostró como una figura humana en posición supina en el suelo.

Tarzán se acercó más y se inclinó para examinarla: era el cuerpo muerto de un guerrero desnudo de cuyo pecho sobresalía una lanza corta. Entonces registró con atención cada palmo del suelo, y por fin volvió a encontrar el cadáver donde se inclinó y olió el mango del arma que lo había matado. Una lenta sonrisa asomó a sus labios; eso y un ligero movimiento de su cabeza anunciaron que comprendía.

Una rápida inspección del resto de la aldea le aseguró que la muchacha había escapado y una sensación de alivio le inundó cuando comprendió que no había sufrido ningún daño. Que su vida estuviera igualmente en peligro, en la salvaje jungla a la que debía de haber huido, no le impresionaba como le habría impresionado a usted o a mí, ya que para Tarzán la jungla no era un lugar peligroso; la consideraba tan segura como París o Londres de noche.

Había penetrado nuevamente en los árboles y se hallaba fuera de la empalizada cuando llegó débilmente a sus oídos, desde mucho más allá de la aldea, un sonido viejo y familiar. Balanceándose ligeramente en una rama permaneció de pie, una elegante estatua de un dios de la selva, aguzando los oídos. Se quedó así durante un minuto y luego salió de sus labios el largo y extraño grito del simio al llamar a otro simio y se adentró en la jungla hacia el resonante tambor de los antropoides, dejando tras de sí una aldea de negros despiertos y aterrados, encogidos de miedo, que para siempre jamás relacionarían aquel espeluznante grito con la desaparición de su prisionera blanca y la muerte de su compañero guerrero.

Bertha Kircher, apresurándose por un sendero trillado de la jungla, sólo pensaba en poner toda la distancia posible entre ella y la aldea antes de que la luz del día permitiera su persecución. Adónde iba no lo sabía, tampoco era una cuestión de gran importancia, puesto que la muerte sería su sino tarde o temprano.

La fortuna la favoreció aquella noche, pues salió ilesa pese a que se hallaba en la zona más salvaje y llena de leones de África, una región de caza natural que el hombre blanco aún no había descubierto, donde ciervos, antílopes y cebras, jirafas y elefantes, búfalos, rinocerontes y los demás animales herbívoros del África central abundaban sin ser molestados más que por sus enemigos naturales, los grandes felinos que, atraídos allí por la facilidad de encontrar presa y la inmunidad a los rifles de los cazadores de caza mayor, pululaban por toda la zona.

Había corrido una o dos horas, quizá, cuando le llamó la atención el ruido de animales que se movían cerca, murmurando y gruñendo. Segura de haber recorrido una distancia suficiente para que los negros no pudieran seguirle el rastro por la mañana, y temerosa de cuáles pudieran ser las criaturas, trepó a un gran árbol con la intención de pasar allí el resto de la noche.

Apenas había llegado a una rama segura y confortable, cuando descubrió que el árbol se erguía en el borde de un pequeño claro que la espesa mala le había ocultado, y al mismo tiempo descubrió la identidad de las bestias que había oído.

En el centro del claro, abajo, claramente visibles a la brillante luz de la luna, vio veinte enormes simios como humanos: grandes ejemplares peludos que se sostenían sobre sus patas traseras con la única ayuda de los nudillos de las manos. La luz de la luna relucía en sus lustrosos abrigos, y los numerosos pelos con la punta grisácea desprendían un brillo que convertía aquellas espantosas criaturas en algo de aspecto casi magnífico.

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