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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (11 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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CAPÍTULO VI

VENGANZA Y CLEMENCIA

Una hora más tarde, Sheeta, la pantera, que se hallaba cazando, miró por casualidad hacia el cielo azul donde le llamó la atención Ska, el buitre, que volaba en círculos lentamente sobre los matorrales, a aproximadamente un kilómetro y medio de distancia y a favor del viento. Durante un largo minuto los ojos amarillos miraron con atención el horrible pájaro. Vieron que Ska bajaba en picado y volvía a ascender para proseguir sus siniestros círculos, y en estos movimientos sus conocimientos de la selva leyeron lo que, aunque evidente para Sheeta, sin duda no habría significado nada para usted o para mí.

El felino cazador adivinaba que en el suelo, bajo Ska, se encontraba alguna cosa viva hecha de carne, o bien una bestia alimentándose de su víctima o un animal moribundo que Ska aún no se atrevía a atacar. En cualquiera de los dos casos, ello podía proporcionarle carne a Sheeta, y el cauto animal tomó una ruta indirecta, sobre sus pezuñas almohadilladas, suaves, que no producían ningún sonido, hasta que el buitre que volaba en círculos y su futura presa se encontraron en el punto de donde venía el viento. Entonces, oliscando cada ráfaga de aire, Sheeta, la pantera, avanzó con cautela; no había recorrido ninguna distancia considerable cuando su aguzado olfato fue recompensado con el olor de un hombre: un tarmangani.

Sheeta se detuvo. No era una devoradora de hombres. Era joven y se hallaba en lo mejor de su vida; pero antes siempre había evitado esta odiada presencia. Últimamente se había acostumbrado más a ella debido al paso de muchos soldados por su antiguo terreno de caza, y como los soldados habían ahuyentado una gran parte de la caza mayor con la que Sheeta se alimentaba, los días habían sido magros y Sheeta tenía hambre.

El que Ska volara en círculos sugería que este tarmangani podía encontrarse indefenso y a punto de morir; de lo contrario Ska no se interesaría por él, y por tanto sería una presa fácil para Sheeta. Con este pensamiento en la mente, el felino reanudó su acecho, se abrió paso por la espesura de los matorrales y sus ojos amarillo-verdosos se posaron, satisfechos, en el cuerpo de un tarmangani casi desnudo que yacía de bruces en un estrecho sendero de caza.

Numa, saciado junto al caballo muerto de Bertha Kirscher, se levantó y cogió el cuerpo parcialmente devorado por el cuello y lo arrastró hacia los matorrales; luego echó a andar hacia el este, hacia la guarida donde había dejado a su compañera. Como estaba incómodamente harto era probable que estuviera somnoliento y nada beligerante. Se movía lenta y majestuosamente, sin hacer esfuerzos por no hacer ruido o esconderse. El rey caminaba sin miedo alguno.

Echando una ocasional mirada regia a derecha o izquierda, siguió un estrecho sendero de caza hasta que en un recodo se paró de pronto ante lo que se reveló a sus ojos: Sheeta, la pantera, arrastrándose cautelosamente hacia el cuerpo casi desnudo de un tarmangani que yacía de bruces en el polvo del camino. Numa miró con atención el cuerpo inerte. Lo reconoció. Era su tarmangani. Un gruñido bajo de advertencia retumbó desde su garganta; Sheeta se detuvo con una pata sobre la espalda de Tarzán y se volvió para mirar al intruso.

¿Qué pasó dentro de aquellos cerebros salvajes? ¿Quién lo sabe? La pantera parecía debatir la sensatez de defender su hallazgo, pues gruñó horriblemente como advirtiendo a Numa que se alejara de su presa. ¿Y Numa? ¿La idea de los derechos de propiedad dominaba sus pensamientos? El tarmangani era suyo, o él era del tarmangani. ¿El Gran Simio Blanco no le había dominado y subyugado y, además, no le había dejado en ayunas? Numa recordó el miedo que tuvo de este hombre-cosa y su cruel lanza; pero en los cerebros salvajes es más probable que el miedo engendre respeto que odio, y por eso Numa respetaba a la criatura que le había subyugado y dominado. Vio a Sheeta, a la que miró con desprecio, pues se atrevía a importunar al amo del león. Los celos y la codicia solos serían suficientes para incitar a Numa a ahuyentar a Sheeta, aunque el león no estaba suficientemente hambriento para devorar la carne que arrancara del felino inferior; pero, asimismo, en el pequeño cerebro contenido en la imponente cabeza había cierto sentido de la lealtad, y quizá fue esto lo que hizo correr a Numa, gruñendo, hacia Sheeta.

Por un momento, esta última permaneció donde estaba, con el lomo arqueado y gruñendo, exactamente como un gran felino con manchas.

Numa no tenía ganas de luchar, pero ver a Sheeta osando disputar sus derechos avivó su feroz cerebro. Sus ojos redondos miraban con rabia, su ondulante cola se irguió tensa mientras, con un terrible rugido, atacaba a este presuntuoso vasallo.

Fue tan repentino y de tan corta distancia el ataque, que Sheeta no tuvo oportunidad de volverse y salir huyendo, y por ello lo recibió con afiladas garras y fauces abiertas dispuestas a cerrarse; pero la suerte estaba en su contra. A los colmillos más grandes y fauces más potentes de su adversario había que añadir unas enormes garras y la preponderancia del gran peso del león. Al primer golpe, Sheeta fue aplastada y, aunque deliberadamente cayó de espaldas y alzó sus fuertes patas traseras bajo Numa con intención de arrancarle las entrañas, el león previó la intención y, al mismo tiempo, cerró sus espantosas fauces en la garganta de Sheeta.

Pronto terminó todo. Numa se levantó, se sacudió y se quedó sobre el cuerpo desgarrado y mutilado de su enemigo. Su pulcro pelaje tenía cortes y la sangre roja le goteaba por el flanco; aunque se trataba de una herida sin importancia, le enfureció. Miró furioso a la pantera muerta y entonces, en un ataque de rabia, agarró el cuerpo y lo levantó para soltarlo al cabo de un instante, bajó la cabeza, emitió un único rugido terrible y se volvió al hombre-mono.

Se aproximó a la forma inmóvil y la oliscó de la cabeza a los pies. Luego colocó una enorme pata sobre ella y la puso boca arriba. Volvió a oler el cuerpo y por fin, con su áspera lengua, lamió la cara de Tarzán. Entonces Tarzán abrió los ojos.

Sobre él se erguía el enorme león, su cálido aliento sobre la cara, su áspera lengua sobre la mejilla. El hombre-mono había estado a menudo cerca de la muerte, pero nunca antes tan cerca como ahora, pensó, pues estaba convencido de que su muerte era cuestión de segundos. Tenía aún el cerebro aturdido por el golpe que le había derribado, y por eso, por un instante no identificó al león que se erguía ante él con aquel con el que se había tropezado recientemente.

Sin embargo, pronto lo reconoció y al mismo tiempo comprendió el asombroso hecho de que Numa no parecía inclinado a devorarle; al menos, no de inmediato. Su posición era delicada. El león se hallaba a horcajadas sobre Tarzán con sus patas delanteras. El hombre-mono, por lo tanto, no podía levantarse sin empujar al león, y si Numa toleraría o no que le empujaran era algo que no se sabía. Asimismo, era posible que la bestia le considerara ya muerto, en cuyo caso cualquier movimiento que indicara lo contrario despertaría, con toda probabilidad, el instinto asesino del devorador de hombres.

Pero Tarzán se estaba cansando de esa situación. No tenía ganas de quedarse allí tumbado para siempre, en especial si pensaba en el hecho de que la chica espía que había intentado partirle el cráneo, sin duda estaba huyendo lo más deprisa posible.

Numa le miraba directamente a los ojos, consciente ahora de que estaba vivo. Entonces el león ladeó la cabeza y gimió. Tarzán conocía aquella nota, y sabía que no indicaba ni rabia ni hambre, y entonces se lo jugó todo a una carta, alentado por aquel bajo gemido.

—¡Muévete, Numa! —ordenó; colocó la palma de una mano en el costado del león y lo empujó a un lado. Luego se levantó y con una mano en el cuchillo de caza esperó a lo que podía seguir a su gesto.

Entonces fue cuando por primera vez sus ojos se percataron del cuerpo destrozado de Sheeta. Levantó la mirada del felino muerto al vivo y vio las señales del conflicto también en este último, y en un instante comprendió lo que había ocurrido: ¡Numa le había salvado de la pantera!

Parecía increíble y sin embargo el hecho era evidente. Se volvió hacia el león y sin temor alguno se acercó y le examinó las heridas, que eran superficiales, y mientras Tarzán se arrodillaba a su lado Numa frotó una oreja que le picaba en el hombro desnudo de Tarzán. El hombre-mono acarició la enorme cabeza, cogió su lanza y miró alrededor en busca del rastro de la chica. Pronto lo encontró en dirección este, y cuando emprendía camino algo le hizo llevarse la mano al pecho para palpar la presencia del medallón. ¡Había desaparecido!

No había ni rastro de rabia en el rostro del hombre-mono salvo por un ligero apretón de mandíbulas; pero se llevó la mano a la parte posterior de la cabeza donde un bulto señalaba el lugar donde la chica le había golpeado, y un instante después una semisonrisa apareció en sus labios. No podía menos que admitir que le había engañado limpiamente, y que debía de tener temple, para hacer lo que había hecho y partir, armada sólo con una pistola, por aquella región impenetrable que se extendía entre ellos y la vía férrea y en las colinas de más allá, donde se encontraba Wilhelmstal.

Tarzán admiraba el valor. Era lo bastante generoso para admitirlo y admirarlo incluso en una espía alemana, pero vio que en este caso sólo significaba que ella tenía más recursos y la hacía más peligrosa, y la necesidad de sacarla de en medio era prioritaria. Esperaba apoderarse de ella antes de que llegara a Wilhelmstal y emprendió camino al trote, que podía mantener durante horas seguidas sin aparente fatiga.

Que la muchacha esperara llegar a la ciudad a pie en menos de dos días parecía improbable, pues había unos cuarenta y ocho kilómetros y parte de ellos accidentados. Aun cuando la idea le pasó por la cabeza, oyó el silbido de una locomotora al este y supo que la vía férrea volvía a funcionar después de estar parada varios días. Si el tren viajaba hacia el sur y la chica llegaba al camino correcto le haría señales. Sus aguzados oídos captaron el chirrido de las ruedas al frenar, y unos minutos más tarde resonó la señal de que se quitaban los frenos. El tren se había detenido y había vuelto a arrancar y, a medida que avanzaba, Tarzán pudo saber, por la dirección del sonido, que se movía hacia el sur. El hombre-mono siguió el rastro hasta la vía férrea donde terminaba bruscamente en el lado oeste de la vía, lo que demostraba que, tal como él pensaba, la chica había subido al tren. Ahora no le quedaba más que seguir hasta Wilhelmstal, donde esperaba encontrar al capitán Fritz Schneider, así como a la muchacha, y recuperar su medallón de oro y diamantes.

Era de noche cuando Tarzán llegó a la pequeña ciudad de Wilhelmstal. Se entretuvo en las afueras, orientándose y tratando de determinar cómo una mujer blanca semidesnuda podría explorar la aldea sin levantar sospechas. Había muchos soldados por allí y la ciudad se hallaba bajo vigilancia, pues vio a un único centinela caminando a apenas un centenar de metros de él. Eludirlo no seria difícil; pero entrar en la aldea y registrarla sería prácticamente imposible, vestido o sin vestir.

Avanzando a rastras, aprovechando cualquier cosa que le protegiera, pegado al suelo e inmóvil cuando el centinela se encontraba de cara a él, el hombre-mono llegó por fin a las sombras protectoras de un retrete exterior, justo en el interior de las líneas. Desde allí fue sigilosamente de edificio en edificio hasta que por fin lo descubrió un perro enorme en la parte posterior de una de las cabañas. El animal se acercó despacio a él, gruñendo. Tarzán permaneció inmóvil junto a un árbol. Veía una luz en la cabaña y unos hombres sin uniforme que iban de acá para allá y esperó que el perro no ladrara. No lo hizo, pero gruñó cada vez con más furia y, justo en el momento en que se abría la puerta trasera de la cabaña y un hombre salia, el animal atacó.

Era un perro grande, tan grande como Dango, la hiena, y atacó con la perversa impetuosidad de Numa, el león. Cuando se acercaba, Tarzán se arrodilló y el perro se lanzó a su garganta; pero no era un hombre a lo que se enfrentaba ahora y descubrió que su rapidez igualaba por lo menos la suya. Sus dientes jamás llegaron a la blanda carne; unos dedos fuertes, unos dedos de acero, le agarraron del cuello. Emitió un único gañido de sobresalto y arañó el pecho desnudo que tenía ante sí, pero se hallaba indefenso. Los potentes dedos se cerraron en su garganta; el hombre se levantó, hizo crujir el cuerpo y lo arrojó a un lado. Al mismo tiempo, una voz procedente de la puerta abierta de la cabaña llamó:

—¡Simba!

No hubo respuesta. Repitiendo la llamada, el hombre descendió los escalones y se dirigió hacia el árbol. A la luz que salia del interior de la cabaña, Tarzán vio que se trataba de un hombre alto, de anchos hombros y vestido con el uniforme de oficial alemán. El hombre se acercó más, sin dejar de llamar al perro, pero no vio a la bestia salvaje, agazapada ahora en la sombra, que le esperaba. Cuando estuvo a unos tres metros del tarmangani, Tarzán le saltó encima; como Sabor salta sobre su víctima, así saltó el hombre-mono. El impulso y el peso de su cuerpo hicieron caer al alemán al suelo, unos fuertes dedos le impidieron gritar y, aunque el oficial forcejeó, no tuvo ninguna oportunidad. Unos instantes después yacía muerto junto al cuerpo del perro.

Cuando Tarzán se quedó un momento contemplando su víctima y lamentando no poder arriesgarse a lanzar su grito de victoria, la vista del uniforme le sugirió un modo por el que podría cruzar Wilhelmstal con la menor probabilidad de ser descubierto. Diez minutos más tarde un oficial alto y de anchos hombros salió del jardincito de la cabaña, dejando atrás los cadáveres de un perro y de un hombre desnudo.

Caminó osadamente por la pequeña calle, y los que se cruzaban con él no sospechaban que bajo el uniforme imperial alemán latía un corazón salvaje con odio implacable hacia los teutones. La primera preocupación de Tarzán era localizar el hotel, pues sospechaba que allí encontraría a la muchacha, y donde estuviera ésta sin duda también se encontraría el capitán Fritz Schneider, quien o era su cómplice, o su novio, o ambas cosas, y allí estaría también el preciado medallón de Tarzán.

Por fin encontró el hotel, un edificio bajo de dos pisos con un porche. Había luces encendidas en ambos pisos y en su interior se veía gente, oficiales en su mayoría. El hombre-mono consideró la idea de entrar y preguntar por aquellos a los que buscaba; pero su mejor criterio le instó a efectuar antes un reconocimiento. Dio la vuelta al edificio y miró en el interior de todas las habitaciones iluminadas del primer piso, y, al no ver a ninguno de los que él buscaba, saltó ágilmente al tejado del porche y prosiguió su investigación atisbando por las ventanas del segundo piso.

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