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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (7 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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Además, si cantara y silbara mientras trabajaba en tierra, la concentración sería imposible. Tarzán poseía la capacidad de concentrar cada uno de sus cinco sentidos en lo que estaba haciendo en aquel momento. Ahora despellejaba los cerdos y sus ojos y sus dedos trabajaban como si no existiera en el mundo nada más que aquellos seis animales muertos, pero sus oídos y su nariz estaban ocupados en otra parte, los primeros explorando la selva que le rodeaba y la última analizando cada céfiro que soplaba. Fue su nariz lo que primero descubrió que se acercaba Sabor, la leona, cuando el viento cambió momentáneamente de dirección.

Tan claramente como si la hubiera visto con sus ojos, Tarzán sabía que la leona había captado el olor de los cerdos recién matados y de inmediato había seguido el viento en su dirección. Sabía por la fuerza del rastro de olor y la velocidad del viento a qué distancia se encontraba más o menos y que se acercaba a él por detrás. Estaba terminando el último cerdo y no se apresuró. Los cinco pellejos yacían en el suelo, cerca de él —tuvo buen cuidado de mantenerlos juntos y no lejos— y un gran árbol agitaba sus ramas bajas sobre él.

Ni siquiera volvió la cabeza, pues sabía que el animal aún no se hallaba a la vista; pero aguzó sus oídos un poco más para captar el primer ruido que indicara su proximidad. Cuando sacó el último pellejo se levantó. Ahora oyó a Sabor en los arbustos, detrás de él, pero aún no demasiado cerca. Recogió tranquilamente los seis pellejos y uno de los animales muertos y, cuando la leona apareció entre los troncos de dos árboles, dio un salto hasta el ramaje que estaba sobre él. Allí colgó los pellejos en una rama, se sentó cómodamente en otra y procedió a satisfacer su hambre. Sabor se acercaba con sigilo, gruñendo, desde el matorral, lanzó una mirada cauta hacia el hombre-mono y luego cayó sobre el animal muerto más próximo.

Tarzán miró abajo y sonrió, recordando una discusión que en una ocasión había sostenido con un famoso cazador de caza mayor que declaró que el rey de las bestias sólo comía lo que él mismo mataba. Tarzán sabía que no era así, pues había visto a Numa y a Sabor inclinarse incluso sobre la carroña.

Después de llenar su estómago, el hombre-mono empezó a trabajar con los pellejos, todos ellos grandes y fuertes. Primero cortó tiras de unos cuatro centímetros de ancho. Cuando tuvo un número suficiente de estas tiras unió dos de los pellejos, después hizo unos agujeros cada ocho o diez centímetros en todo el borde. Pasando otra tira por estos agujeros obtuvo una gran bolsa con cordón. De manera similar confeccionó otras cuatro bolsas, más pequeñas, con los cuatro restantes pellejos, y aún le sobraron varias tiras.

Una vez hecho todo esto, arrojó un fruto grande y jugoso a Sabor, escondió lo que quedaba del cerdo en una horcajadura del árbol y partió hacia el sudoeste a través de los terraplenes intermedios de la selva, acarreando las seis bolsas. Fue directo al borde del barranco donde dejó prisionero a Numa, el león. Se acercó al margen con gran cautela y atisbó abajo. Numa no estaba a la vista. Tarzán oliscó y escuchó. No oyó nada, sin embargo sabía que Numa tenía que estar dentro de la cueva. Esperaba que el animal estuviera durmiendo; gran parte de lo que planeaba dependía de que Numa no le descubriera.

Con precaución se inclinó sobre el borde del acantilado y, sin hacer ni un solo ruido, inició el descenso hacia el fondo del barranco. Se detenía a menudo y volvía sus aguzados ojos y oídos en dirección a la boca de la cueva, al otro extremo del barranco, a unas decenas de metros de distancia. A medida que se acercaba a la base del acantilado, el peligro aumentaba. Si pudiera llegar abajo y cubrir la mitad de la distancia que le separaba del árbol que se erguía en el centro del barranco, se sentiría comparativamente a salvo, pues entonces, aunque Numa apareciera, sabía que podría llegar o hasta el acantilado o hasta el árbol, pero escalar los primeros nueve o diez metros lo bastante deprisa para eludir a la bestia requeriría correr al menos seis metros en un principio, ya que cerca de la base no había buenos puntos donde agarrarse ni con las manos ni con los pies; tendría que subir corriendo los primeros seis metros, como una ardilla trepando a un árbol, en otra ocasión en que había vencido a un enfurecido Numa.

Al fin estuvo en el suelo del barranco. Silencioso como un espíritu desencarnado avanzó hacia el árbol. Se hallaba a medio camino y no había señales de Numa. Llegó al tronco lleno de marcas del que el hambriento león había devorado la corteza e incluso arrancado trozos de madera, y Numa seguía sin aparecer. Cuando se acercó a las ramas inferiores empezó a preguntarse si, después de todo, Numa estaba en la cueva. ¿Sería posible que hubiera forzado la barrera de rocas con que Tarzán había tapado el otro extremo del pasadizo, donde se abría al mundo exterior de la libertad? ¿O acaso Numa había muerto? El hombre-mono dudaba de que esto último fuera cierto, ya que dio al león el cuerpo entero de un ciervo y una hiena tan sólo unos días antes; no podía haber muerto de hambre en tan breve espacio de tiempo, mientras el pequeño riachuelo que cruzaba el barranco le abastecía de agua en abundancia.

Tarzán empezó a descender y a investigar la caverna cuando se le ocurrió que se ahorraría esfuerzos si tentaba a Numa a salir. Sin pensárselo dos veces, lanzó un gruñido bajo. Inmediatamente fue recompensado con el sonido de un movimiento dentro de la cueva y un instante después, un león ojeroso y de ojos desorbitados se precipitó al exterior dispuesto a enfrentarse con el mismo diablo si era comestible. Cuando Numa vio a Tarzán, gordo y lustroso, encaramado en el árbol, se convirtió de pronto en la personificación de la peor furia. Sus ojos y su hocico le indicaban que ésta era la criatura responsable del apuro en que se hallaba, y también que esta criatura era buena para comer. El león, frenético, trató de trepar por el tronco del árbol. Dos veces saltó lo suficientemente alto para alcanzar las ramas inferiores con las patas, pero en ambas ocasiones cayó al suelo de espalda. Cada vez estaba más furioso. Sus gruñidos y rugidos eran incesantes y horribles y Tarzán permaneció todo el rato sentado mirando hacia abajo, sonriente, burlándose del animal con el lenguaje de la jungla porque no era capaz de llegar hasta él y regocijándose mentalmente porque Numa estaba perdiendo sus ya mermadas fuerzas.

Por fin el hombre-mono se puso en pie y desenrolló su cuerda de hierba. Colocó los espirales con cuidado en su mano izquierda y el lazo en la derecha, luego tomó posición con cada pie en dos ramas que quedaban más o menos en el mismo plano horizontal y pegó la espalda al tronco del árbol. Allí se quedó lanzando insultos a Numa hasta que la bestia volvió a saltar furiosa hacia él, y cuando Numa se levantó del suelo, el lazo cayó rápidamente sobre su cabeza y en torno a su cuello. Un movimiento rápido de la mano de Tarzán que sostenía la cuerda tensó el espiral, y cuando Numa resbaló y se cayó de espaldas al suelo, sólo las patas traseras lo tocaban, pues el hombre-mono lo tenía colgado del cuello.

Moviéndose despacio, Tarzán avanzó por las dos ramas apartando a Numa para que no pudiera llegar con sus furiosas garras al tronco del árbol; luego ató firmemente la cuerda, después de arrastrar al león por el suelo, dejó caer sus cinco bolsas de piel de cerdo y saltó. Numa daba golpes frenéticos a la cuerda con sus garras delanteras. En cualquier momento podía romperla y, por tanto, Tarzán tenía que trabajar rápido.

Primero pasó la bolsa más grande por encima de la cabeza de Numa y la ató alrededor de su cuello con el cordón; luego, tras considerable esfuerzo, durante el que apenas escapó a ser despedazado por las potentes pezuñas del animal, consiguió atar a Numa como un cerdo, juntando sus cuatro patas y atándoselas en esa posición con las tiras de pellejo de los cerdos.

Para entonces los esfuerzos del león casi habían cesado; era evidente que se estaba estrangulando rápidamente, y como eso no convenía para nada al objetivo del tarmangani, éste saltó de nuevo al árbol, desató la cuerda desde arriba y descendió el león al suelo adonde inmediatamente le siguió y aflojó el lazo que rodeaba el cuello de Numa. Sacó su cuchillo de caza e hizo dos orificios redondos en la parte delantera de la bolsa, donde el león tenía los ojos, con el doble propósito de permitirle ver y darle suficiente aire para respirar.

Hecho esto Tarzán se afanó preparando las otras bolsas, una sobre cada una de las patas formidablemente armadas de Numa. Las de las patas traseras las ató no sólo apretando los cordones de la bolsa sino que improvisó unos jarretes que ató con fuerza en torno a las patas por encima de las corvejas. Aseguró las bolsas de las patas delanteras en su lugar de modo similar, por encima de las grandes rodillas. Ahora Numa, el león, estaba verdaderamente reducido a la mansedumbre de Bara, el ciervo.

Por ahora Numa mostraba signos de volver a la vida. Jadeó para recuperar el aliento y se retorció; pero las tiras de pellejo de cerdo que le sujetaban las cuatro patas eran numerosas y estaban bien atadas. Tarzán las observó y estaba seguro de que aguantarían; sin embargo Numa tenía fuertes músculos y siempre existía la posibilidad de que se liberara de sus ataduras, tras lo cual todo dependería de la eficacia de las bolsas y cordones de Tarzán.

Cuando Numa recuperó el aliento y fue capaz de rugir para expresar su protesta y su rabia, sus forcejeos alcanzaron proporciones titánicas en breve tiempo; pero como los poderes de resistencia que posee el león no son en modo alguno proporcionales a su tamaño y fuerza, pronto se cansó y se tumbó. Entre renovados gruñidos y otro intento inútil de liberarse, Numa se vio obligado a someterse a la indignidad de tener una cuerda atada alrededor del cuello; pero esta vez no había lazo que pudiera estrecharse y estrangularle, sino un nudo de bolina, que no se aprieta ni desliza con la tensión.

Tarzán ató el otro extremo de la cuerda al tronco del árbol; luego se apresuró a cortar las ataduras de las patas de Numa y saltó a un lado cuando la bestia se puso en pie. Por un momento el león permaneció con las patas extendidas; luego levantó primero una garra y después otra, sacudiéndolas enérgicamente en un esfuerzo por deshacerse del calzado que Tarzán le había colocado. Por último empezó a dar zarpazos a la bolsa que le cubría la cabeza. El hombre-mono, con la lanza preparada, observaba atentamente los esfuerzos de Numa. ¿Resistirían las bolsas? Eso esperaba o todo su trabajo resultaría inútil.

A medida que las cosas que le cubrían la cara y las patas resistían todos sus esfuerzos por sacárselas, Numa se fue poniendo frenético. Rodaba por el suelo forcejeando, mordiendo, arañando y rugiendo; se puso en pie de un brinco y saltó en el aire; atacó a Tarzán, sólo para quedarse parado de pronto cuando la cuerda atada al árbol se tensó. Luego Tarzán avanzó y le dio unos golpecitos en la cabeza con la punta de su lanza. Numa se irguió sobre las patas traseras y golpeó al hombre-mono, y a cambio recibió una bofetada en una oreja que le hizo retroceder de costado. Cuando reinició el ataque volvió a ser arrojado al suelo. Después del cuarto esfuerzo el rey de las fieras pareció resignarse a haber encontrado dueño, bajó la cabeza y la cola y cuando Tarzán avanzó hacia él retrocedió, aunque no dejó de gruñir.

Tarzán dejó a Numa atado al árbol y entró en el túnel, del cual retiró la barricada del extremo opuesto; después, regresó al barranco y se dirigió directo al árbol con grandes pasos. Numa estaba echado en el suelo en su camino, y cuando Tarzán se acercó gruñó amenazadoramente. El hombre-mono lo apartó de una patada y desató la cuerda del árbol. Luego siguió media hora de tenaz lucha mientras Tarzán se esforzaba por llevar a Numa a través del túnel delante de él, y Numa se negaba insistentemente a ser conducido. Al fin, sin embargo, a fuerza del uso sin limitaciones de la punta de su lanza, el hombre-mono logró obligar al león a avanzar delante de él y al final le hizo entrar en el pasadizo. Una vez dentro, el problema fue más sencillo, ya que Tarzán seguía de cerca a su presa con la afilada punta de su lanza, incentivo suficiente para que el león siguiera moviéndose hacia adelante. Si Numa vacilaba, era aguijoneado. Si retrocedía, el resultado era extremadamente doloroso y, como era un león sabio que aprendía rápido, decidió seguir adelante y al llegar al final del túnel, al salir al mundo exterior, percibió la libertad, alzó la cabeza y la cola y echó a correr.

Tarzán, que aún estaba a cuatro patas en el interior de la cueva, junto a la entrada, fue pillado por sorpresa, por lo que cayó de bruces y fue arrastrado un centenar de metros por el rocoso terreno antes de que pudiera detener a Numa. Cuando Tarzán logró ponerse en pie estaba lleno de rasguños y, por añadidura, furioso. Al principio se sintió tentado a castigar a Numa; pero como el hombre-mono raras veces dejaba que su genio le guiara sin la intervención de la razón, rápidamente abandonó la idea.

Como había enseñado a Numa los rudimentos del arte de ser conducido, ahora le urgió a avanzar y comenzó el viaje más extraño que la historia no escrita de la jungla contiene. El balance de aquel día estuvo lleno de acontecimientos tanto para Tarzán como para Numa. Desde la franca rebelión inicial el león atravesó diferentes fases de terca resistencia y obediencia a su pesar hasta la rendición final. Era un león muy cansado, hambriento y sediento cuando llegó la noche; pero no hubo comida para él ni aquel día ni el siguiente; Tarzán no osaba arriesgarse a quitarle la bolsa de la cabeza, aunque efectuó otro orificio que le permitía a Numa calmar su sed poco después de oscurecer. Luego lo ató a un árbol, buscó comida para él y se estiró entre las ramas por encima de su cautivo para dormir unas horas.

Al día siguiente muy temprano reanudaron su viaje, serpenteando por las estribaciones bajas al sur del Kilimanjaro, hacia el este. Las bestias de la jungla que les veían les echaban un vistazo y huían. El rastro de olor de Numa bastaría para provocar la huida de muchos de los animales inferiores, pero la vista de esta extraña aparición que olía como un león pero no se asemejaba a nada que hubieran visto nunca, conducido a través de la jungla por un gigantesco tarmangani, era demasiado incluso para los habitantes más formidables de la selva.

Sabor, la leona, reconoció de lejos el olor de su amo y señor mezclado con el de un tarmangani y el pellejo de Horta, el verraco, y trotó por los senderos de la selva para investigar. Tarzán y Numa la oyeron venir, pues lanzaba un gemido quejumbroso e interrogativo al despertar su curiosidad y sus temores la extraña mezcla de olores, pues los leones, por terribles que puedan parecer, a menudo son animales tímidos y Sabor, como era del sexo más débil, también solía ser, naturalmente, curiosa.

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