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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (5 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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Hasta el momento Tarzán había pensado poco en los detalles de la venganza. Ahora reflexionó sobre qué clase de castigo le daría. Sólo estaba seguro de una cosa: debía acabar en muerte. Como todos los hombres valientes y bestias valerosas, Tarzán tenía poca inclinación natural hacia la tortura. Un sentido innato de la justicia pedía ojo por ojo, y su reciente juramento exigía aún más. Sí, la criatura debía sufrir igual que ella hizo sufrir a Jane Clayton. Tarzán no esperaba hacer sufrir al hombre tanto como él había sufrido, pues el dolor físico jamás puede acercarse siquiera a la exquisitez de la tortura mental.

En el transcurso de la larga noche el hombre-mono estuvo pinchando al exhausto y ahora aterrado tudesco. El terrible silencio de su capturador le ponía nervioso. ¡Si al menos hablara! Una y otra vez Schneider trató de obligarle a soltar una palabra; pero el resultado siempre era el mismo: silencio y un malvado y doloroso aguijonazo con la punta de la lanza. Schneider sangraba y le dolía todo el cuerpo. Estaba tan agotado que se tambaleaba a cada paso, y a menudo se caía sólo para ser obligado a ponerse de nuevo en pie con el aguijonazo de aquella aterradora e inmisericorde lanza.

Hasta la mañana Tarzán no tomó una decisión, y ésta acudió a él como una inspiración del cielo. Una lenta sonrisa asomó a sus labios y se puso de inmediato a buscar un lugar donde tumbarse y descansar; deseaba que su prisionero estuviera en buena forma física para lo que le esperaba. Al frente se hallaba el riachuelo que Tarzán había cruzado el día anterior. Sabía que se trataba de un lugar al que acudían las bestias a beber y probablemente sería adecuado para una matanza fácil. Con un gesto advirtió al alemán que se mantuviera en silencio y los dos se acercaron con sigilo al arroyo. Por el sendero Tarzán vio unos ciervos a punto de abandonar el agua. Empujó a Schneider al matorral que había a un lado y, agachándose a su lado, esperó. El alemán observó al silencioso gigante con ojos asombrados y asustados. Al amanecer pudo, por primera vez, echar un buen vistazo a su capturador, y, si antes estaba asombrado y asustado, esas emociones no eran nada comparadas con lo que ahora experimentó.

¿Quién y qué podía ser este salvaje blanco, semidesnudo? Le oyó hablar una sola vez —cuando le hizo callar— y en el excelente y bien modulado tono alemán de la cultura. Ahora le observó como el sapo fascinado observa a la serpiente que está a punto de devorarlo. Vio los ágiles miembros y el cuerpo simétrico inmóvil como una estatua de mármol mientras la criatura permanecía agazapada, oculta tras el espeso follaje. No movía ni un músculo, ni un nervio. Vio que los ciervos se acercaban con paso lento por el sendero, a favor del viento y sin recelar nada. Vio pasar un viejo gamo y luego otro joven y rollizo se dirigió hacia el gigante en una emboscada. Los ojos de Schneider se desorbitaron y un grito de terror estuvo a punto de escapar de su garganta cuando vio a la ágil bestia que estaba a su lado saltando directo a la garganta del joven gamo, y oyó brotar de aquellos labios humanos el rugido de una bestia salvaje. Tarzán y el gamo cayeron al suelo y el cautivo del primero tuvo carne. El hombre-mono se comió la suya cruda, pero permitió al alemán hacer fuego para cocinarse su parte.

Los dos yacieron hasta bien entrada la tarde y luego emprendieron viaje de nuevo, un viaje que a Schneider le atemorizaba porque ignoraba su destino, y a veces se arrojaba a los pies de Tarzán rogándole que le diera una explicación y tuviera piedad de él; pero el hombre-mono seguía callado, pinchando al alemán cada vez que éste se tambaleaba.

Era mediodía del tercer día antes de que llegaran a su destino. Después de una empinada ascensión y un corto paseo se detuvieron al borde de un acantilado y Schneider miró abajo, donde vio un estrecho barranco en el que junto a un pequeño riachuelo crecía un solo árbol y un poco de hierba desparramada en un terreno rocoso. Tarzán le hizo seña de que se acercara al borde; pero el alemán se apartó aterrado. El hombre-mono le agarró y le empujó hacia el borde.

—Desciende —ordenó.

Era la segunda vez que hablaba en tres días y quizá su silencio, siniestro en sí mismo, despertaba más terror en el alemán que la punta de la lanza, que siempre estaba a punto.

Schneider exhibía su miedo en el borde del acantilado; pero estaba a punto de intentarlo cuando Tarzán le detuvo.

—Soy lord Greystoke —dijo—. La mujer a la que asesinaste en el país de los waziri era mi esposa. Comprenderás ahora por qué he ido a buscarte. Desciende.

El alemán cayó de rodillas.

—Yo no asesiné a tu esposa —exclamó—. ¡Ten piedad! Yo no asesiné a tu esposa. No sé nada de…

—¡Desciende! —espetó Tarzán, alzando la punta de su lanza.

Sabía que el hombre mentía y no le sorprendía que lo hiciera. Un hombre que asesinaba sin ninguna causa mentiría por menos. Schneider aún vacilaba y suplicaba. El hombre-mono le hostigó con la lanza y Schneider resbaló peligrosamente e inició el arriesgado descenso. Tarzán le acompañó y ayudó en los sitios peores hasta que se encontraron a pocos metros del suelo.

—Ahora quédate quieto —advirtió el hombre-mono. Señaló hacia la entrada de lo que parecía una cueva en el otro extremo del barranco—. Allí hay un león hambriento. Si consigues llegar a ese árbol antes de que te descubra, dispondrás de unos días más para disfrutar de la vida, y después, cuando estés demasiado débil para seguir aferrado a las ramas del árbol, Numa, el devorador de hombres, volverá a alimentarse por última vez. —Empujó a Schneider hasta abajo—. Ahora, corre —dijo.

El alemán, temblando de terror, echó a correr hacia el árbol. Casi había llegado a él cuando un rugido horrible surgió de la boca de la cueva y, simultáneamente, un flaco y hambriento león saltó a la luz del barranco. A Schneider sólo le faltaban unos metros; pero el león corrió hasta casi volar mientras Tarzán observaba la carrera con una leve sonrisa en los labios.

Schneider ganó por un escaso margen, y mientras Tarzán escalaba el acantilado, oyó detrás de él, mezclado con los rugidos del desconcertado felino, el farfullar de una voz humana que parecía más bestial que la de la propia bestia.

En el borde del acantilado el hombre-mono se volvió y miró hacia el barranco. En lo alto del árbol el alemán se aferraba frenético a una rama sobre la que su cuerpo estaba tendido. Debajo se encontraba Numa, esperando.

El hombre-mono alzó su rostro a Kudu, el sol, y de su potente pecho surgió el salvaje grito de victoria del simio macho.

CAPÍTULO III

EN LAS LÍNEAS ALEMANAS

Tarzán no se había vengado por completo. Había muchos millones de alemanes que aún vivían, los suficientes para mantener agradablemente ocupado a Tarzán el resto de su vida, y sin embargo no los suficientes, en caso de matarles a todos, para recompensarle por la gran pérdida que sufrió; tampoco la muerte de todos esos millones de alemanes le devolvería a su compañera amada.

Mientras se hallaba en el campamento alemán de las montañas Pare, justo al este de la línea fronteriza entre el África oriental alemana y la británica, Tarzán oyó lo suficiente para comprender que los británicos se estaban llevando la peor parte en África. Al principio había pensado poco en el asunto, ya que, tras la muerte de su esposa, que era el único vínculo fuerte que mantenía con la civilización, había renunciado a toda humanidad y ya no se consideraba a sí mismo hombre sino simio.

Tras ocuparse de Schneider lo más satisfactoriamente que pudo, rodeó el Kilimanjaro y cazó en las estribaciones al norte de aquellas enormes montañas, pues había descubierto que en los alrededores de los ejércitos no había ningún tipo de caza. Obtenía cierto placer en conjurar de vez en cuando imágenes mentales del alemán al que había dejado en las ramas del único árbol existente al fondo de aquel barranco, en el que permanecería presa del hambriento león. Se imaginaba la angustia mental de aquel hombre a medida que el hambre le fuera debilitando y la sed lo enloqueciera, sabiendo que tarde o temprano resbalaría, exhausto, al suelo, donde le esperaría el escuálido devorador de hombres. Tarzán se preguntó si Schneider tendría valor para descender y acercarse al riachuelo a por agua, en caso de que Numa abandonase el barranco y entrara en la cueva, y entonces imaginó la alocada carrera de regreso al árbol cuando el león embistiera para alcanzar a su presa, como él estaba seguro que haría, ya que el patoso alemán no podría bajar al riachuelo sin hacer algún mínimo ruido que llamara la atención de Numa.

Pero incluso este placer palideció, y cada vez más a menudo se sorprendía el hombre-mono pensando en los soldados ingleses que peleaban con todos los factores en contra, y especialmente en el hecho de que eran alemanes quienes les estaban derrotando. Ese pensamiento le hizo bajar la cabeza y gruñir, pues le preocupaba no poco; en parte, quizá, porque le resultaba difícil olvidar que él era un inglés cuando sólo quería ser un simio. Y al final llegó el momento en que no pudo soportar más la idea de que los alemanes mataban ingleses mientras él cazaba, a salvo, a poca distancia.

Una vez tomada su decisión, partió en dirección al campamento alemán, sin ningún plan bien definido, pero con la idea general de que una vez cerca del campo de operaciones encontraría la oportunidad de hostigar al mando alemán como tan bien sabía hacer. Su camino le llevó por la garganta próxima al barranco en el que había dejado a Schneider, y, cediendo a una curiosidad natural, escaló los acantilados y se abrió paso hasta el borde del barranco. El árbol estaba vacío; tampoco había señales de Numa, el león. Tarzán cogió una roca y la lanzó al barranco, donde rodó hasta la entrada de la cueva. Al instante apareció el león en la abertura; pero era un león de aspecto diferente al gran bruto que Tarzán dejó atrapado allí dos semanas antes. Ahora estaba flaco y demacrado, y al andar se tambaleaba.

—¿Dónde está el alemán? —gritó Tarzán—. ¿Estaba bueno, o sólo era una bolsa de huesos cuando resbaló y cayó del árbol?

Numa rugió.

—Pareces hambriento, Numa —prosiguió el hombre-mono—. Debías de estar muy hambriento para comerte toda la hierba de tu guarida e incluso la corteza del árbol hasta donde llegabas. ¿Te gustaría comerte otro alemán? —y se alejó sonriendo.

Unos minutos más tarde tropezó con Bara, el ciervo, dormido bajo un árbol, y como Tarzán tenía hambre, lo cazó rápidamente y, agazapándose junto a su presa, se hartó de comer. Mientras masticaba el último pedazo de hueso, sus rápidos oídos captaron el ruido de unos pasos regulares detrás de él; al volverse se encontró frente a Dango, la hiena, que se le acercaba con sigilo. Lanzando un rugido, el hombre-mono cogió una rama caída y se la arrojó a la bestia escondida.

—¡Vete, carroñera! —gritó.

Pero Dango tenía hambre, y como era grande y fuerte, Tarzán se limitó a gruñir y a rodearla lentamente como si esperara la oportunidad para atacar. Tarzán de los Monos conocía a Dango mejor incluso que la propia Dango. Sabía que aquella bestia, que con el hambre se volvía salvaje, estaba reuniendo valor para atacar, y como probablemente estaba acostumbrada al hombre, no le tendría mucho miedo; así que cogió la gruesa lanza y la preparó a su costado mientras seguía comiendo, sin dejar de observar de reojo a la hiena.

Él no tenía miedo, pues el largo tiempo que llevaba entre los peligros de su mundo salvaje le acostumbraron tanto a ellos, que los consideraba una parte de la existencia diaria, como usted acepta los peligros domésticos, aunque no por ello menos reales, de la granja, el campo de tiro o la abarrotada metrópolis. Como se había criado en la jungla, estaba preparado para proteger el animal que había cazado desde todos los rincones, dentro de los límites corrientes de la precaución. En condiciones favorables Tarzán se enfrentaría incluso al propio Numa y, si se viera obligado a buscar la seguridad volando, lo haría sin sentir vergüenza alguna. No había criatura más valiente merodeando en aquellas tierras salvajes y, al mismo tiempo, ninguna era más sensata; los dos factores que le habían permitido sobrevivir.

Dango podría haber atacado antes, de no ser por los salvajes gruñidos del hombre-mono, gruñidos que, procedentes de labios humanos, provocaban duda y miedo en el corazón de la hiena. Había atacado a mujeres y a niños en los campos indígenas y había asustado a sus hombres alrededor de sus hogueras por la noche; pero nunca vio a un hombre que emitiera aquel sonido que más le recordaba al furioso Numa que a un hombre asustado.

Cuando Tarzán terminó de comer, iba a levantarse y a lanzar un hueso limpio a la bestia antes de seguir su camino, dejando los restos de su pieza cazada a Dango, pero de pronto un pensamiento acudió a su mente y cogió lo que quedaba del cuerpo del ciervo, se lo echó al hombro y partió en dirección al barranco. Dango le siguió unos metros, gruñendo, y cuando se dio cuenta de que le arrebataban incluso un bocado de la deliciosa carne, dejó a un lado la discreción y atacó. Al instante, como si la naturaleza le hubiera dado ojos en la nuca, Tarzán percibió el inminente peligro y, tras dejar a Bara en el suelo, se volvió con la lanza levantada. Echó el brazo derecho hacia atrás y después hacia adelante, como un relámpago, y retrocedió debido a la fuerza de sus músculos de gigante y el peso de la carne. La lanza, arrojada en el instante oportuno, fue directa a Dango y se le clavó en el cuello, en el punto donde se unía con los hombros, y le atravesó el cuerpo.

Tras retirar la lanza de la hiena, Tarzán se echó al hombro ambos animales muertos y siguió su camino hacia el barranco. Abajo Numa yacía a la sombra del solitario árbol, y al oír la llamada del hombre-mono se levantó tambaleante; sin embargo, aun débil como estaba, gruñó salvajemente e incluso intentó rugir al ver a su enemigo. Tarzán dejó resbalar los dos cuerpos por el borde del acantilado.

—¡Come, Numa! —gritó—. Es posible que vuelva a necesitarte.

Vio que el león, cobrando nueva vida ante la vista de comida, saltaba sobre el cuerpo del ciervo y Tarzán se marchó, dejando al león desgarrando y rajando la carne mientras se metía grandes pedazos en su vacío buche.

Al día siguiente Tarzán se acercó a las líneas alemanas. Desde un espolón boscoso de las colinas contempló a sus pies el flanco derecho del enemigo, y más allá las líneas británicas. Su posición le permitía una vista aérea del campo de batalla, y su aguzada vista captó muchos detalles que no escaparían a un hombre cuyo sentido de la vista no estuviera entrenado hasta ese grado de perfección. Observó la presencia de puestos de ametralladora astutamente escondidos a la vista de los británicos y puestos de escucha situados en terreno neutral.

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