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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (18 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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Cuando no la miraba a ella, y raras veces lo hacía, la muchacha se sorprendía dirigiendo la mirada hacia él, y en esas ocasiones siempre había una expresión de asombro en su rostro, como si encontrara en él un enigma que no pudiera resolver. En realidad, sus sentimientos hacia él estaban teñidos de sobrecogimiento, ya que en el breve período que llevaban juntos, había descubierto en este apuesto gigante como divino los atributos del superhombre y de la bestia salvaje íntimamente mezclados. Al principio sólo sintió ese irracional terror femenino que la lamentable situación en que se hallaba provocaba de forma natural. Estar sola en el corazón de una región inexplorada del África central con un hombre salvaje ya era en sí mismo suficientemente espantoso, pero tener además la sensación de que ese hombre era un enemigo mortal, que la odiaba a ella y a los de su clase y que le debiera a ella una ofensa personal por un ataque en el pasado, no dejaba lugar para ninguna esperanza de que pudiera concederle ni la más mínima consideración.

Le había visto por primera vez meses atrás, cuando irrumpió en el cuartel general del alto mando alemán en el África oriental y se llevó al desventurado comandante Schneider, de cuyo destino no había llegado ni la más mínima noticia a los oficiales alemanes; y le volvió a ver en aquella ocasión en que la rescató de las garras del león y, tras explicarle que la había reconocido en el campamento británico, la hizo su prisionera. Fue entonces cuando ella le golpeó con la culata de su pistola y escapó. Que tal vez no buscara la venganza personal por su actuación quedó demostrado en Wilhelmstal la noche en que mató al capitán Fritz Schneider y se marchó sin hacerle nada a ella.

No, no podía comprenderle. Él la odiaba y al mismo tiempo la protegía como demostró de nuevo cuando impidió que los grandes simios la despedazaran después de escapar de la aldea wamabo a la que Usanga, el sargento negro, la había llevado cautiva; pero ¿por qué la salvaba? ¿Con qué siniestro propósito este enemigo salvaje la protegía de otros habitantes de la jungla? Intentó apartar de su mente el probable destino que la aguardaba, sin embargo éste insistía en interponerse en sus pensamientos, aunque siempre se veía obligada a admitir que no había nada en la conducta del hombre que indicara que sus temores estaban bien fundados. Ella le juzgaba quizá según el patrón de otros hombres, y como le miraba como a una criatura salvaje, le parecía que no podía esperar más caballerosidad en él de la que podía hallarse en el pecho de los hombres civilizados que ella conocía.

Fräulein Bertha Kircher tenía por naturaleza un carácter amigable y alegre. No era dada a morbosos presentimientos y, por encima de todas las cosas, le gustaba la sociedad de los de su clase y ese intercambio de pensamientos que constituye una de las notables diferencias entre el hombre y los animales inferiores. Tarzán, por el contrario, tenía suficiente consigo mismo. Largos años de semisoledad entre criaturas cuyos poderes de expresión oral son extremadamente limitados le habían arrojado casi por entero a buscar sus propias fuentes de diversión.

Su activa mente jamás estaba ociosa, pero como sus compañeros de jungla no podían ni seguirle ni comprender el nítido tren de fantasías que su mente humana forjaba, hacía tiempo que había aprendido a guardárselas para sí; y por eso ahora no veía necesidad de confiárselas a otros. Este hecho, junto con el de su desagrado por la muchacha, era suficiente para sellar sus labios para lo que no fuera conversación necesaria; y así trabajaban juntos en silencio. Bertha Kircher, sin embargo, no era sino femenina, y pronto descubrió que tener a alguien con quien hablar que no quería hablar era extremadamente irritante. Su temor hacia aquel hombre iba desapareciendo poco a poco, y estaba llena de curiosidad insatisfecha en cuanto a sus planes para el futuro respecto a ella, así como a cuestiones más personales referentes a él, ya que no podía sino preguntarse por sus antecedentes y su extraña y solitaria vida en la jungla, y por su amistoso intercambio con los simios salvajes entre los cuales le encontró.

Al desvanecerse sus temores se sintió lo bastante osada para interrogarle, y le preguntó qué tenía intención de hacer una vez completada la cabaña y la
boina
.

—Iré a la costa oeste, donde nací —respondió Tarzán—. No sé cuándo. Tengo toda mi vida por delante y en la jungla no hay motivos para apresurarse. No estamos siempre corriendo lo más deprisa que podemos de un sitio a otro como hacéis en el mundo exterior. Cuando haya estado aquí el tiempo suficiente, iré hacia el oeste, pero antes debo ocuparme de que tengas un lugar seguro donde dormir y de que hayas aprendido a proveerte de lo necesario. Eso llevará tiempo.

—¿Vas a dejarme aquí sola? —preguntó la muchacha; su tono denotaba el miedo que esa perspectiva le provocaba—. ¿Vas a dejarme aquí sola, en esta jungla terrible, presa de las bestias y hombres salvajes, a cientos de kilómetros de un asentamiento blanco y en una región que tiene todas las trazas de no haber sido tocada por el hombre civilizado?

—¿Por qué no? —preguntó Tarzán—. Yo no te traje aquí. ¿Alguno de tus hombres daría mejor trato a una mujer enemiga?

—Sí —exclamó ella—, claro que sí. Ningún hombre de mi raza abandonaría a una mujer blanca sola en este horrible lugar.

Tarzán se encogió de hombros. La conversación parecía inútil, y además a él le resultaba desagradable porque se desarrollaba en alemán, lengua que él detestaba tanto como a la gente que la hablaba. Deseaba que la muchacha hablara inglés, y entonces se le ocurrió que, como la había visto disfrazada en el campamento británico llevando a cabo su nefasto trabajo como espía alemana, probablemente hablaba inglés, y por tanto se lo preguntó.

—Claro que hablo inglés —exclamó ella—, pero no sabía que tú lo hablaras.

Tarzán mostró su asombro pero no hizo ningún comentario. Sólo se preguntó por qué la muchacha dudaba de la capacidad de un inglés para hablar inglés, y entonces se le ocurrió que probablemente le consideraba simplemente una bestia de la jungla que, por accidente, aprendió a hablar alemán por haber frecuentado la región que Alemania había colonizado. Ella sólo le había visto allí, y por tanto quizá no supiera que él era inglés de nacimiento y que había tenido un hogar en el África oriental británica. Era mejor, pensó, que supiera poco de él, ya que, cuanto menos supiera, más podría enterarse él de sus actividades en beneficio de los alemanes y del sistema de espionaje alemán del que ella era representante; y así se le ocurrió que dejaría que pensara que era sólo lo que aparentaba: un habitante salvaje de aquella salvaje jungla, un hombre sin raza ni país, que odiaba imparcialmente a todos los hombres blancos; y esto era en verdad lo que ella pensaba de él. Esa idea explicaba perfectamente sus ataques al comandante Schneider y al hermano del comandante, el capitán Fritz.

Volvieron a trabajar en silencio en la construcción de la
boma
que ahora estaba casi terminada, ayudando la muchacha al hombre lo mejor que podía. Tarzán no pudo por menos de observar, admirándolo a su pesar, el espíritu de cooperación que manifestaba ella en la tarea, a menudo penosa, de reunir y disponer los espinos que constituían la protección temporal contra los carnívoros que merodeaban por el lugar. Sus manos y brazos daban sangrienta prueba de lo afiladas que eran las numerosas puntas que habían lacerado su suave carne, y aunque era enemiga, Tarzán no podía por menos que sentir remordimientos por haberle permitido hacer este trabajo, y al fin le dijo que parara.

—¿Por qué? —preguntó ella—. No es más doloroso para mí de lo que debe de ser para ti, y, como estás construyendo esto únicamente para mi protección, no hay razón para que no cumpla con mi parte.

—Eres una mujer —replicó Tarzán—. Esto no es trabajo de mujeres. Si quieres hacer algo, coge esas calabazas que he traído esta mañana y llénalas de agua en el río. Puede que la necesites mientras esté fuera.

—Mientras estés fuera… —dijo ella—. ¿Te marchas?

—Cuando la
boma
esté terminada iré a buscar carne —explicó él—. Mañana volveré a ir y te llevaré conmigo para enseñarte cómo conseguir tú misma la carne cuando yo me haya ido.

Sin decir una palabra, ella cogió las calabazas y se dirigió hacia el río. Mientras las llenaba, a su mente acudieron dolorosos presentimientos del futuro que le esperaba. Sabía que Tarzán le había impuesto una sentencia de muerte y que en cuanto él la abandonara, su destino estaba sellado, pues sería cuestión de tiempo —de muy poco tiempo— el que la horrible jungla la reclamara, porque ¿cómo podía esperar una mujer sola combatir con éxito las fuerzas salvajes de destrucción que constituían una parte tan grande de la existencia en la jungla?

Tan ocupada en estas lúgubres profecías se hallaba que no tenía ni oídos ni ojos para lo que ocurría alrededor. Llenó mecánicamente las calabazas, las cogió y cuando se volvió con gesto lento para rehacer su camino hacia la
boma
, lanzó un grito medio ahogado y retrocedió asustada de la amenazadora figura que se erguía ante ella y le bloqueaba el paso hacia la cabaña.

Go-lat, el rey simio, que cazaba un poco separado de su tribu, había visto a la mujer ir al río a por agua, y era él a quien vio cuando se volvió con sus calabazas llenas. Go-lat no era una criatura hermosa si se la juzgaba con los patrones de la humanidad civilizada, aunque las hembras de su tribu, e incluso el propio Go-lat, consideraban su reluciente pelaje negro con pinceladas plateadas, sus enormes brazos que le colgaban hasta las rodillas, su cabeza alargada hundida entre sus fuertes hombros, señales de una gran belleza personal. Sus extraños ojos inyectados en sangre y ancha nariz, su amplia boca y grandes colmillos no hacían sino realzar el atractivo de este Adonis de la selva ante los ojos afectuosos de sus hembras.

Sin duda, en el pequeño cerebro salvaje existía una convicción bien formada de que esta extraña hembra perteneciente al tarmangani debía de contemplar con admiración a una criatura tan hermosa como Go-lat, pues no había lugar a dudas, en la mente de nadie, de que su belleza eclipsaba enteramente a la del simio blanco sin pelo.

Pero Bertha Kircher sólo vio a una bestia espantosa, una caricatura fiera y terrible de un hombre. De saber Go-lat lo que cruzaba por la mente de la muchacha se habría entristecido muchísimo, aunque es probable que lo atribuyese a una falta de discernimiento por su parte. Tarzán oyó el grito de la muchacha y al levantar la mirada vio enseguida la causa de su terror. Saltando ágilmente por encima de la
boma
, corrió veloz hacia ella mientras Go-lat se aproximaba torpemente a la muchacha y expresaba sus emociones con graves sonidos guturales que, si bien en realidad eran la más amistosa de las insinuaciones, a la chica le sonaron como los gruñidos de una bestia enfurecida. Cuando Tarzán se acercó, llamó con voz fuerte al simio y la muchacha oyó de labios humanos los mismos sonidos que habían salido de los del antropoide.

—No voy a hacer daño a tu hembra —gritó Go-lat a Tarzán.

—Lo sé —respondió el hombre-mono—, pero ella no lo sabe. Ella es como Numa y Sheeta, que no entienden nuestro lenguaje. Ella cree que quieres hacerle daño.

Para entonces Tarzán se encontraba junto a la muchacha.

—No te hará daño —le dijo—. No tengas miedo. Este simio ha aprendido la lección. Ha aprendido que Tarzán es señor de la jungla. No hará daño a lo que es de Tarzán.

La muchacha lanzó una mirada rápida al rostro del hombre. Le resultaba evidente que las palabras que había pronunciado no significaban nada para él y que la supuesta propiedad de ella era, como la
boma
, sólo otra manera de protegerla.

—Pero me da miedo —dijo ella.

—No debes demostrarlo. A menudo estarás rodeada de estos simios. En esas ocasiones será cuando estarás más a salvo. Antes de marcharme te diré la manera de protegerte en caso de que uno de ellos se atreviera a volverse contra ti. Yo de ti procuraría asociarme con ellos. Son pocos los animales de la jungla que se atreven a atacar a los grandes simios cuando hay varios de ellos juntos. Si les haces saber que les tienes miedo, se aprovecharán de ello y tu vida estará amenazada constantemente. En especial te atacarían las hembras. Les diré que tienes medios de protegerte y de matarles. Si es necesario, les mostraré cómo, y entonces te respetarán y te temerán.

—Lo intentaré —dijo la muchacha—, pero me temo que me será difícil. Es la criatura más temible que jamás he visto.

Tarzán sonrió.

—No me cabe duda de que él piensa lo mismo de ti —dijo.

Para entonces otros simios habían llegado al claro y ahora se hallaban en el centro de un grupo considerable, entre los cuales se encontraban varios machos, algunas hembras jóvenes y otras mayores con sus pequeños
balus
aferrados a la espalda o retozando en torno a sus pies. Aunque habían visto a la muchacha la noche del
dum-dum
, cuando Sheeta la había obligado a saltar de su escondrijo al círculo donde los simios bailaban, aún daban muestras de gran curiosidad respecto a ella. Algunas hembras se acercaron mucho y tironearon de sus prendas, haciendo comentarios entre sí en su extraña lengua. La muchacha, mediante el ejercicio de toda la voluntad que pudo reunir, logró superar la prueba sin poner de manifiesto el terror y la repulsión que sentía. Tarzán la observaba atentamente, con media sonrisa en los labios. No se hallaba tan lejos del reciente contacto con la gente civilizada como para no comprender la tortura que estaba experimentando la muchacha, pero no sintió piedad alguna por esta mujer de un cruel enemigo que, sin duda, merecía el peor sufrimiento que pudiera sobrevenirle. Sin embargo, pese a sus sentimientos hacia ella, se vio obligado a admitir que la muchacha hacía gala de un gran valor. De pronto se volvió a los simios.

—Tarzán se marcha a cazar para él y su hembra —anunció—. La hembra se quedará aquí —y señaló hacia la choza—. Procurad que ningún miembro de la tribu le haga daño. ¿Entendido?

Los simios hicieron un gesto de asentimiento.

—No le haremos ningún daño elijo Go-lat.

—No —dijo Tarzán—. No se lo haréis. Porque si se lo hacéis, Tarzán os matará —y luego, volviéndose a la muchacha, dijo—: Ahora me voy a cazar. Será mejor que te quedes dentro de la choza. Los simios me han prometido no hacerte daño. Te dejaré mi lanza contigo. Será la mejor arma de que podrías disponer en caso de que necesitaras protegerte, pero dudo que corras ningún peligro en el breve tiempo que estaré fuera.

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