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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (31 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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A Tarzán se le había ocurrido un sencillo plan para acceder a la ciudad, y ahora que se había hecho de noche se dispuso a ponerlo en práctica. Su éxito dependía totalmente de la fuerza de las enredaderas que vio en la pared este. En esta dirección se encaminó, mientras de la selva le llegaban los gritos de los carnívoros cada vez con mayor volumen y ferocidad. Había unos cuatrocientos metros entre la selva y la muralla de la ciudad, unos cuatrocientos metros de tierra cultivada sin un solo árbol. Tarzán de los Monos comprendió sus limitaciones y supo que sin duda moriría si le capturaban en el espacio abierto por uno de los grandes leones negros de la selva si, como ya había supuesto, el Numa del foso era un ejemplar del león de la selva del valle. Por lo tanto, debía confiar enteramente en su astucia y rapidez, y en que la enredadera soportara su peso.

Avanzó por el terraplén del medio, donde el camino siempre es más fácil, hasta que llegó a un punto opuesto a la parte de la pared que estaba cubierta de enredadera, y allí esperó, escuchando y oliscando, hasta estar seguro de que no había ningún Numa cerca o, al menos, ninguno que le buscara. Cuando estuvo seguro de que no había ningún león cerca en la selva, y ninguno en el claro entre él y la pared, cayó ágilmente al suelo y salió con cautela al terreno abierto.

La luna creciente, que coronaba los acantilados orientales, arrojaba sus brillantes rayos sobre la larga extensión de jardín abierto bajo la muralla. Y también destacaba, en claro relieve para los ojos curiosos que por casualidad se posaran en esa dirección, la figura del gigantesco hombre-mono avanzando por el claro. Sólo fue por casualidad, claro está, que un gran león que cazaba en la linde de la selva vio la figura del hombre a medio camino entre la selva y la muralla. De pronto llegó a los oídos de Tarzán un ruido amenazador. No era el rugido de un león hambriento, sino el de un león enfurecido, y, cuando miró hacia atrás en la dirección de donde venía el sonido, vio una enorme bestia saliendo de las sombras de la selva hacia él.

Incluso a la luz de la luna y a cierta distancia, vio Tarzán que el león era enorme; que en verdad era otro de los monstruos de cabellera negra similar al Numa del foso. Por un instante se sintió impulsado a darse la vuelta y pelear, pero al mismo tiempo la idea de la indefensa muchacha prisionera en la ciudad acudió a su cerebro y, sin vacilar ni un instante, Tarzán de los Monos echó a correr hacia la muralla. Fue entonces cuando Numa atacó.

Numa, el león, puede correr veloz una corta distancia, pero le falta resistencia. Durante el tiempo que dura un ataque corriente posiblemente puede cubrir el terreno con mayor rapidez que ninguna otra criatura en el mundo. Tarzán, por el contrario, podía correr a gran velocidad grandes distancias, aunque nunca tan deprisa como Numa cuando atacaba.

La cuestión de su destino, pues, dependía de si, al echar a correr, podría esquivar a Numa unos segundos; y si lo conseguía, de si al león le quedaría suficiente vigor para perseguirle a menor velocidad la distancia que le separaba de la pared. Quizá nunca hasta entonces se puso en escena una carrera más emocionante, y sin embargo sólo se corrió con la luna y las estrellas como espectadoras. Solas y en silencio, las dos bestias cruzaron el claro a toda velocidad. Numa aventajó con sorprendente rapidez al veloz hombre, sin embargo, Tarzán estaba a cada paso más cerca de la pared cubierta de enredadera. Una vez el hombre-mono miró atrás. Numa se hallaba tan cerca de él que le pareció inevitable que al siguiente paso le atraparía; tan cerca estaba que el hombre-mono sacó su cuchillo mientras corría, para poder al menos dar buena cuenta de sí mismo en los últimos momentos de su vida.

Pero Numa había llegado al límite de su velocidad y resistencia. Poco a poco fue rezagándose, aunque sin abandonar la persecución, y ahora Tarzán se dio cuenta de cuánto dependía de la fuerza de la enredadera que no había probado.

Si al principio de la carrera sólo Goro y las estrellas habían contemplado a los rivales, no fue éste el caso cuando finalizó, ya que desde una tronera, cerca de la cima de la muralla, dos ojos negros muy juntos los observaban. Tarzán se encontraba a una docena de metros por delante de Numa cuando llegó a la muralla. No tenía tiempo para detenerse e iniciar una búsqueda de tallos gruesos y puntos seguros donde agarrarse con las manos. Su destino se hallaba en manos del azar y, comprendiendo eso, hizo un esfuerzo final y ascendió como un felino por la pared, entre la enredadera, buscando con las manos algo que sostuviera su peso. Abajo, Numa también saltó.

CAPÍTULO XVIII

ENTRE LOS MANÍACOS

Mientras los leones pululaban cerca de sus protectores, Bertha Kircher se encogió en la cueva, en una momentánea parálisis de terror provocada, quizá, por los largos días de terrorífica tensión nerviosa que había sufrido.

Mezcladas con los rugidos de los leones oyó voces de hombres, después, entre la confusión y el alboroto, sintió la presencia de un ser humano, y luego unas manos la agarraron. Estaba oscuro y apenas podía ver, y no había señales ni del oficial inglés ni del hombre-mono. El hombre que la agarró mantenía a los leones alejados de ella con lo que parecía una robusta lanza, cuya punta utilizaba para que las bestias se apartaran. El tipo la sacó a rastras de la caverna al tiempo que gritaba lo que parecían órdenes y advertencias a los leones.

Una vez fuera, en las arenas iluminadas del fondo de la garganta, resultó más fácil distinguir los objetos, y ella vio entonces que había otros hombres en el grupo y que dos conducían, casi arrastrándola, la figura tambaleante de una tercera persona; supuso que debía de ser Smith-Oldwick.

Durante un rato los leones hicieron frenéticos esfuerzos por alcanzar a los dos cautivos, pero siempre los hombres que iban con ellos lograban ahuyentarlos. Los tipos parecían no tener ningún miedo a las grandes bestias que saltaban y gruñían alrededor, y los manejaban como podría manejarse un rebaño de ruidosos perros. Emprendieron camino por el lecho del antiguo río que en otra época discurrió por la garganta, y cuando las primeras débiles luces del horizonte oriental presagiaron el amanecer, se detuvieron un momento en el borde de un declive, que a la muchacha le pareció, a la extraña luz de la desvaneciente noche, un gran foso sin fondo; pero cuando sus capturadores reanudaron el camino y la luz del nuevo día se hizo más brillante, vio que avanzaban hacia una densa selva.

Una vez bajo los árboles que se arqueaban, volvieron a encontrarse en la oscuridad, y la penumbra no se vio aliviada hasta que el sol salió por fin por detrás de los riscos orientales, cuando ella vio que seguían lo que parecía un sendero ancho y bien trillado a través de una selva de grandes árboles. El terreno era inusualmente seco para ser un bosque africano y la maleza, aunque con un espeso follaje, no era tan exuberante e impenetrable como la que estaba acostumbrada a encontrar en bosques similares. Era como si los árboles y los arbustos crecieran en una región sin agua, y tampoco se percibía el olor rancio de vegetación putrefacta ni las miríadas de pequeñísimos insectos como los que viven en lugares húmedos.

A medida que avanzaban y el sol se elevaba, las voces de la vida arbórea de la jungla despertaron con notas discordantes y fuertes parloteos en torno a ellos. Innumerables monos chillaban en las ramas, por encima de su cabeza, mientras aves de voz ronca y brillante plumaje se lanzaban al aire acá y acullá. La muchacha se percató de que sus capturadores a menudo echaban miradas aprensivas en dirección a los pájaros.

Un incidente causó una notable impresión en ella. El hombre que la precedía era un tipo de complexión robusta, sin embargo, cuando un loro de brillantes colores voló directo hacia él, cayó de rodillas y se cubrió el rostro con los brazos mientras se inclinaba hacia adelante hasta que la cabeza le llegó al suelo. Otros miembros del grupo le miraron y se rieron nerviosamente. Luego el hombre alzó la mirada y, al ver que el pájaro se había marchado, se puso en pie y prosiguió su camino.

Fue en esta breve pausa cuando los hombres que le sujetaban llevaron a Smith-Oldwick a su lado. Un león le había herido bastante gravemente, pero aunque se encontraba extremadamente débil por la conmoción y la pérdida de sangre, ahora podía caminar solo.

—Qué pinta, ¿eh? —observó con una sonrisa torcida, indicando su estado ensangrentado y despeinado.

—Es terrible —dijo la muchacha—. Espero que no sufras.

—No tanto como creía —respondió él—, pero me siento muy débil. Por cierto, ¿qué clase de criaturas son estos pobres diablos?

—No lo sé —respondió ella—; tienen un aspecto terriblemente extraño.

El hombre examinó de cerca a uno de sus capturadores un momento, y luego se volvió a la muchacha y preguntó:

—¿Alguna vez has visitado una casa de locos?

Ella le miró, comprendiendo de pronto, con una expresión de horror en los ojos.

—¡Es eso! —exclamó.

—Todos tienen las señales —dijo—. El blanco de los ojos muy destacado alrededor del iris, el pelo les crece rígido y les nace muy abajo en la frente; incluso su manera de moverse es la de un loco.

La muchacha se estremeció.

—Otra cosa —prosiguió el inglés— que no me parece normal es que tienen miedo de los loros y en cambio no temen a los leones.

—Sí —dijo la muchacha—, ¿y te has fijado en que los pájaros no les temen? En realidad dan la impresión de que los desprecian. ¿Tienes idea de qué lenguaje hablan?

—No —dijo el hombre—. He tratado de descubrirlo. No se parece a ninguno de los pocos dialectos nativos de los que tengo conocimiento.

—No suena a lengua nativa —dijo la muchacha—, pero hay algo familiar en él. De vez en cuando tengo la sensación de que estoy a punto de comprender lo que dicen, o al menos de que he oído antes su lengua en alguna parte, pero nunca llego a reconocerlo.

—Dudo que jamás hayas oído hablar su lenguaje —dijo el hombre—. Esta gente debe de llevar siglos viviendo en este apartado valle, y aunque hayan conservado inalterable el lenguaje original de sus antepasados, que lo dudo, debe de ser alguna lengua que ya no se habla en el mundo exterior.

El grupo se detuvo en un punto en que una corriente de agua cruzaba el sendero, mientras los leones y los hombres bebían. Ellos hicieron señas a sus capturadores de que también querían beber, y cuando Bertha Kircher y Smith-Oldwick bebieron de la fresca y transparente agua del arroyo tendidos de bruces en el suelo, de pronto les sorprendió el fuerte rugido de un león a poca distancia delante de ellos. Al instante los leones que iban con ellos emitieron una espantosa respuesta, moviéndose inquietos de un lado a otro con los ojos siempre vueltos en la dirección de donde vino el rugido o hacia sus amos, de los que las bestias se escabulleron. Los hombres aflojaron los sables, las armas que despertaron la curiosidad de Smith-Oldwick como ocurrió con Tarzán, y agarraron sus lanzas con más fuerza.

Era evidente que había leones y leones, y mientras no mostraban ningún temor de las bestias que les acompañaban, estaba claro que la voz del recién llegado producía un efecto completamente distinto en ellos, aunque los hombres parecían menos aterrados que los leones. Sin embargo, ninguno dio muestras de inclinarse por la huida; al contrario, el grupo entero avanzó por el sendero en la dirección de los amenazadores rugidos, y luego apareció en el centro del camino un león negro de proporciones gigantescas. A Smith-Oldwick y la muchacha les pareció que era el mismo león con que se habían tropezado junto al avión y del que Tarzán les había rescatado. Pero no se trataba del Numa del foso, aunque se le parecía mucho.

La bestia negra se quedó en el centro del sendero dando coletazos y gruñendo amenazadoramente al grupo que avanzaba. Los hombres incitaron a sus propias bestias, que gruñeron y gimieron pero vacilaban. Impacientándose y plenamente consciente de su poder, el intruso levantó la cola y salió disparado hacia adelante. Varios de los leones de defensa efectuaron un intento poco convincente de impedirle el paso, pero era como si se situaran en el camino de un tren exprés, pues la gran bestia les hizo apartarse y saltó sobre uno de los hombres. Le lanzaron una docena de lanzas y una docena de sables salieron de sus vainas; eran armas relucientes y afiladas, pero por un instante resultaron inútiles ante la terrorífica velocidad de la bestia atacante.

Dos de las lanzas penetraron en su cuerpo pero aún le enfurecieron más, y con demoníacos rugidos saltó sobre el indefenso hombre que había elegido como presa. Sin apenas detenerse en su ataque agarró al hombre por el hombro, se volvió rápidamente en ángulo recto y saltó al denso follaje que flanqueaba el camino, desapareciendo con su víctima.

Todo sucedió tan deprisa que la formación del pequeño grupo apenas quedó alterada. No tuvieron oportunidad de huir, ni aunque lo hubieran pensado; y ahora que el león había desaparecido con su presa, los hombres no hicieron ningún movimiento para perseguirle. Se pararon sólo lo suficiente para reunir de nuevo a los dos o tres leones de su grupo que se habían dispersado y luego reanudaron la marcha por el sendero.

—A juzgar por su reacción, tal vez sea algo que les sucede todos los días —comentó Smith-Oldwick a la muchacha.

—Sí —dijo—. No parecen sorprendidos ni desconcertados, y es evidente que están muy seguros de que el león, como ya tiene lo que buscaba, no les molestará más.

—Creía que los leones de la región wamabo eran los más feroces que existen —dijo el inglés—, pero en comparación con estos grandes ejemplares negros son como gatitos domésticos. ¿Alguna vez has visto algo más audaz o más terriblemente irresistible que ese ataque?

Durante un rato caminaron uno al lado del otro, sus pensamientos y conversación centrados en esta última experiencia, hasta que el sendero que salia de la selva puso ante sus ojos una ciudad amurallada y una zona de tierra cultivada. Ninguno de los dos pudo ahogar una exclamación de sorpresa.

—Vaya, esa muralla es una buena obra de ingeniería —exclamó Smith-Oldwick.

—Y mira las cúpulas y los minaretes de la ciudad que hay detrás —dijo la muchacha—. Detrás de esa muralla debe de haber gente civilizada. Posiblemente hemos sido afortunados al caer en sus manos.

Smith-Oldwick se encogió de hombros.

—Eso espero —dijo—, aunque no me inspira mucha confianza la gente que viaja con leones y tiene miedo a los loros. Tiene que haber algo malo en ellos.

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