—Val, no quiero discutir con usted en presencia de su antigua tripulación, pero no podemos transportar toneladas de armamento en nuestra bodega durante un período de tiempo indefinido.
—No quiero que las meta en la bodega —dijo Val—. Las vamos a instalar.
—Pero ha dicho que quería quedárselas —dijo Cole, confuso.
—Y así es —dijo ella—. Soy la tercera oficial de la
Teddy R
., ¿recuerda?
—Provisionalmente, hasta que recobráramos la
Pegaso
.
—Si no tengo los cristales, no puedo pagar la reparación.
—Pues entonces búsquese una nave más pequeña.
—De eso nada.
—¿Qué le ha hecho cambiar de opinión? —preguntó.
—He estado pensando —dijo Val—. Todos los miembros de su tripulación renunciaron a su carrera por ir con usted. Los de la mía me traicionaron por dinero. Soy una capitana de puta madre, pero tal vez sería buena idea que me quedase en la
Teddy R
. para aprender a ser una mejor líder.
—Bienvenida a bordo —dijo Cole—. Pero no se sienta obligada.
—Si lo apuntara con una pistola de plasma, Forrice, Sharon, y todos los demás se pelearían por recibir la descarga en su lugar. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los tripulantes de la
Pegaso
, que estaban ocupados en cargar con el armamento—. En cambio, esos cabrones se pelearían por ser el primero en dispararme. Voy a quedarme con usted hasta que descubra qué hace la diferencia.
—Estaremos muy contentos de que se quede con nosotros —dijo Cole—. Podemos dar por cerrado este tema.
Cole se volvió hacia la puerta, aguardó a que se irisara, salió afuera y guió a la tripulación hasta la
Teddy R
. Tardaron la mitad de un día en transportar todo el armamento, mientras Val hacía acopio de los pocos objetos de valor que Tiburón no había vendido ni canjeado. Luego dejaron la
Pegaso
en el planeta, con la esperanza de que algún día tuviesen medios de repararla, inmovilizada para que nadie pudiera llevársela, y luego abandonaron a su tripulación en un planeta agrícola y regresaron a Meandro-en-el-Río.
—Ahora mismo orbitamos en torno a Meandro-en-el-Río —anunció Forrice—. Mejor será que no nos quedemos mucho tiempo. La última vez tuvimos suerte, pero no podemos contar con que en esta ocasión la policía y el Ejército tampoco adviertan nuestra presencia. Seguro que hubo alguien en ese maldito planeta que vio cómo la
Pegaso
hacía estallar las tres naves de Muscatel.
—Dígales a Moyer y a los demás que vuelvan aquí —dijo Cole. Calló por unos instantes—. ¿Sabe?, hace unos pocos meses esta nave disponía de cuatro lanzaderas. Luego, al morir el capitán Fujiama, perdimos la
Quentin
, y aquí mismo perdimos la
Archie
. Sólo nos quedan la
Kermit
y la
Alice
. Creo que haríamos bien en reemplazar esas lanzaderas en cuanto hayamos conseguido otro botín.
—Me parece razonable.
—¿Verdad que Theodore Roosevelt tuvo seis hijos? ¿Cuáles son los dos que no tenían lanzadera a su nombre?
—Vamos a ver —dijo Sokolov, a cargo de la consola de ordenadores. Levantó la mirada al instante—. Edith y Theodore Júnior.
—Bueno, pues entonces necesitamos una Edith y un Júnior. Si nos pagan al cincuenta por ciento del precio de mercado, quizá no tardemos en encontrarlos.
Cole hizo una mueca.
—¿Qué sucede? —preguntó Forrice.
—Quién me ha visto y quién me ve —dijo Cole—. Fui oficial del Ejército y ahora hablo de porcentajes del valor de mercado. Parezco un corredor de seguros.
—No eres ni lo uno ni lo otro —dijo el molario—. Eres un pirata.
—Qué más da. Lo que no soy es hombre de negocios y no me gusta hablar como si lo fuera.
—Uno de nosotros dos no está de buen humor —observó Forrice.
—Uno de nosotros dos está de un humor de perros —dijo Cole—. Cuando tú y yo servíamos en la
Sófocles
, hace ya muchos años, ¿se te ocurrió que algún día elegiríamos nuestras presas según el tanto por ciento de valor de mercado que pudiésemos obtener por el botín?
—Wilson, vete a tomar un trago, o cualquier otra cosa que te corrija el metabolismo —dijo Forrice—. Vas a lograr que me deprima.
—Si no puedo deprimir a mi amigo más antiguo, ¿a quién quieres que deprima?
—Siempre te quedo yo —dijo la voz de Sharon.
—¿No te cansas de espiar conversaciones privadas? —preguntó Cole.
—Las conversaciones que tienen lugar en el puente no son privadas —replicó la mujer—. Secundo la petición de Forrice. Empieza a actuar un poquito más como un héroe y deja de deprimir al primer oficial.
—Está bien —dijo él—. Ven a tomarte una copa conmigo y te deprimiré a ti.
—¿En la cantina?
—No querría deprimir a todos los que han ido a cenar allí —respondió Cole con sequedad—. Ven a mi despacho.
—Está bien —dijo ella—. Espero que no se te haya ocurrido tener sexo sobre ese minúsculo escritorio.
—No pensaba tener sexo de ningún tipo.
—Pues sí que estás de mal humor —dijo ella—. Dentro de cinco minutos voy a estar allí.
Cole bajó al despacho, sorprendido por su propia amargura. En un primer momento había pensado que se debía a la muerte de Morales, pero sabía muy bien que no. A duras penas había llegado a conocer al joven, y la decisión había sido dolorosa, pero fácil. Desde luego que no le preocupaba en lo más mínimo que Tiburón hubiese muerto y la
Pegaso
hubiera quedado fuera de circulación. Pero algo lo tenía amargado, y se había pasado la mayor parte del día tratando de averiguar de qué se trataba.
—Hola —dijo Sharon, entró en el despacho y dejó una botella sobre el escritorio—. Toma, puedes pillar una cogorza. Estás entre amigos.
Cole contempló la botella y no demostró la menor intención de abrirla.
—Se me ha pasado la edad en la que se me veía sexy cuando derramaba el jugo de la uva en los labios de caballeros recostados —siguió diciendo Sharon—; pero, si me lo pides con buena educación, quizá te meta garganta abajo un buen chorro de vino.
—Luego —dijo él—. No tengo sed.
—¿Qué te sucede? —le preguntó Sharon, ya en serio—. Te he visto tenso, enfadado, frustrado e incluso asustado, pero nunca con esta desgana. A mí me gustaría que todo se debiera a un intento de Val por llevarte al catre, pero no veo las heridas.
Cole no pudo evitar una sonrisa, pero la sonrisa desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido.
—No sé —dijo—. Cuando era niño, no me perdía ningún holo de aventuras. Las historias de piratas eran mis favoritas. Ahora soy pirata, ¿y qué diablos he conseguido? Destruimos la
Aquiles
, matamos a su tripulación, matamos al crío ese, matamos a una cuadrilla de hombres en Picacio IV, matamos a Tiburón, destruimos la
Pegaso
, logramos que acabaran con las tres naves de Muscatel. —Suspiró—. ¿Y qué hemos logrado a cambio de tanta muerte y destrucción? Un porcentaje más alto de valor en el mercado. —La miró fijamente—. ¿Piensas que ha valido la pena?
—La pregunta no es: «¿Ha valido la pena?», sino: «¿Teníamos otra opción?» —respondió ella—. Podrías verlo como una broma a escala cósmica.
—No te sigo —dijo Cole.
—Míralo de este modo —dijo Sharon—. Salvaste a cinco millones de almas y te premiaron por todos tus esfuerzos con un consejo de guerra. Mataste a todas esas personas y destruiste esas naves, y nuestro porcentaje de beneficios se ha multiplicado por diez. —Se sonrió—. ¿No crees que Dios tiene un sentido del humor muy retorcido?
—Bueno… —dijo él, mientras sentía que la tensión que había sufrido empezaba a aliviarse—, si me lo planteas de ese modo…
—¿Lo ves? —dijo ella—. Lo único que importa es la manera de ver las cosas. Los hay que se quedan aterrorizados nada más ver a Forrice; tú lo miras, y ves a tu mejor amigo. Hay otros que miran a Val y ven un objeto sexual; tú la miras, y ves una máquina de matar. Todo es cuestión de perspectiva.
—¿Sabes una cosa? —dijo Cole, que, por fin, había abierto la botella—. Me alegro de haberte conocido, de verdad.
—Ya que me lo dices, yo también me alegro —dijo Sharon—. Y no te preocupes por lo que te dijera sobre ese escritorio tan incómodo. Si te apetece un buen polvo…
Cole estaba a punto de responder cuando la imagen de Sokolov apareció a la derecha de la puerta.
—Siento tener que molestar, señor, pero David Copperfield insiste en hablar con usted.
—¿Ahora mismo?
—Sí, señor.
Cole suspiró.
—Muy bien, abra la conexión.
Copperfield, vestido con ropa elegante y visiblemente alterado, apareció al cabo de un segundo.
—Hola, David —dijo Cole.
—¡No puede ser que me abandone, Steerforth! —gritó el alienígena.
—Nadie lo ha abandonado —dijo Cole—. Es usted nuestro perista favorito. No logramos hacernos con los cristales de Olivia Twist, pero regresaremos dentro de poco con nuevos botines. —Calló por unos instantes—. Dudo que regresemos con la
Teddy R
. No tendría ningún sentido que tentáramos a la suerte. Pero sí volveremos con una nave u otra.
—¡Es que no lo entiende! —dijo Copperfield, cuyo rostro se había transformado en la viva imagen de la desesperación—. ¡Cuando los tres miembros de su tripulación regresen a la nave, tendré que marcharme con ellos! ¡Es una cuestión de vida o muerte!
—¿La vida y la muerte de quién?
—¡Las mías! —chilló David Copperfield.
—Cálmese, David, y explíqueme, lentamente y con concisión, cuál es el problema —dijo Cole.
—¡He traicionado a Tiburón Martillo!
—Cálmese —dijo Cole en tono apaciguador—. Eso ya no importa. Tiburón ha muerto.
—Pero mandó mensajes a otros cinco o seis piratas diciéndoles que yo le había tendido una trampa, y ellos, a su vez, se lo han contado a sus amigos. ¡No puedo quedarme aquí, Steerforth! ¡Ahora mismo deben de ofrecer una docena de recompensas por mi cabeza! ¡Tiene que llevarme con usted!
—¿Cómo sabe que hizo correr la voz? —preguntó Cole.
—¡Ya he recibido mensajes de dos de ellos que me amenazan con la muerte! ¡Fue usted quien me enredó en todo esto, Steerforth! ¡Usted y Olivia! ¡Tiene que salvarme!
—Está bien —dijo Cole—. Venga con Moyer, Nichols y el pepon. Pero ¿qué ocurrirá con su personal? Y, todavía más importante, ¿qué pasará con sus propiedades almacenadas? Si las abandona en el planeta, tendrá que dejar el negocio… y si los abandona a ellos, sabrán en qué nave se ha marchado y lo más probable es que saqueen sus propiedades. Podría dejarlo en un planeta de su agrado, pero, a decir verdad… un alienígena que cree ser un personaje de Dickens y que se viste como tal no va a ser muy difícil de localizar.
—¡Pues entonces quédense también con mis hombres! —dijo Copperfield—. Sé muy bien que andan escasos de personal. Son leales, son temerarios, y no puedo abandonarlos aquí. Todos los que me quieren muerto van a borrar mi casa y mi almacén del mapa orbital.
—¿Cuánta gente tiene a su servicio?
—Catorce.
—¿Son todos humanos?
—Diez humanos, un lodinita, dos molluteis y un bedaliano.
Cole interrogó con la mirada a Sharon y ésta asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Si pasan el control de seguridad, pueden quedarse en nuestra nave.
—¿Control de seguridad? —preguntó Copperfield con una voz cercana al pánico—. ¡Todos ellos son criminales! Lo sabe usted muy bien, Steerforth.
—No será un control de seguridad estándar —dijo Cole—. Quiero saber qué crímenes cometieron, y contra quién. Y, por encima de todo, quiero saber si alguno de ellos mató a la persona que le pagaba. —Copperfield parecía indeciso—. O eso, o se quedan en Meandro-en-el-Río —añadió Cole.
—De acuerdo —dijo Copperfield por fin—. Y, de todas maneras, lo más probable es que no todos ellos quieran unirse a su tripulación. Me imagino que unos pocos se van a quedar en el planeta y encontrarán otro empleo, aquí o donde sea. —Calló por unos instantes—. Tendrán que ir en otra nave. Sus hombres me han asegurado que no vamos a caber todos en la lanzadera.
—Costará, pero sí que van a caber.
—Piense que también tengo que meter toda mi colección de Dickens.
Cole frunció el ceño.
—Pero ¿cuántos libros piensa usted que llegó a escribir Dickens?
—Tengo más de seiscientas ediciones de
Los papeles de Pickwick
.
—Volveremos luego por ellos.
Copperfield negó enérgicamente con la cabeza.
—No voy a regresar jamás. ¿Quién sabe qué trampas podrían tenderme? Y eso suponiendo que no lo hagan saltar todo por los aires desde el espacio. Mi colección viene conmigo. Mis hombres se preocuparán de conseguir otra nave.
—No me gusta la palabra «conseguir», David —dijo Cole—. Si la roban, la policía podría seguirlos hasta la
Teddy R
., y, aunque disponga de todo tipo de identificaciones y registros falsos, tarde o temprano alguien reconocería la nave.
—¿Qué quiere decirme? —preguntó Copperfield—. No sé si le entiendo bien.
—Quiero decir que tendrán que alquilar o comprar una nave —dijo Cole—. Si la roban, no permitiré que la suban a bordo. Usted puede pagársela. Es un hombre rico. Por lo menos lo parece.
—Esto último ha sido una crueldad, Steerforth —dijo Copperfield en tono de reproche—. Me ha dolido.
—Pues le pido disculpas, David. Pero no pienso ceder… no acepto que roben una nave y guíen a las autoridades hasta nosotros.
—De acuerdo.
—Lamento que Tiburón no supiera tener la boca cerrada —dijo Cole—. Parece que se verá usted obligado a abandonar el negocio.
—Eso es absurdo —dijo Copperfield—. Tengo almacenes por todo el territorio de la República.
—Lo lamento de verdad, David, pero es que está usted a punto de abordar la nave más buscada de toda la galaxia. En el mismo instante en el que la
Alice
esté a salvo en el hangar, nos adentraremos en la Frontera Interior… y no volveremos por aquí.
—Entonces buscaré otra manera de satisfacer mis escasas necesidades.
—Yo he estado en su mansión —dijo Cole—. No me pareció que allí reinara la escasez.
—La tenía tan sólo por mi personal y mi clientela —dijo Copperfield—. Yo podría vivir con sólo seis millones de créditos al año.
—Entonces me alegro de que no tengamos que preocuparnos por usted —dijo Cole en tono sarcástico—. Teníamos un acuerdo, David. Es hora de que parta con mis hombres y dé instrucciones a los suyos. Cuanto más tiempo pase en órbita mi nave, mayores serán las posibilidades de que alguien sume dos y dos, y descubra quiénes somos.