—¿Ha cambiado de opinión, Steerforth? —preguntó el alienígena, esperanzado.
—No, David, no he cambiado de opinión —dijo Cole—. Pero tendría que hacerle un par de preguntas. La primera: ¿Hasta dónde puede llegar la corruptibilidad de los oficiales de su espaciopuerto?
—¡Qué pregunta más estúpida! —dijo Copperfield, y se rió, a pesar de sí mismo—. Si no fuesen corruptibles, ¿piensa usted que podría hacer mis negocios en Meandro-en-el-Río?
—Segunda pregunta —siguió diciendo Cole—. ¿Hay algún otro espaciopuerto en el planeta que pueda acoger una nave M300?
—En este planeta no hay ningún otro espaciopuerto, y punto —respondió Copperfield—. Bueno, tal vez un monoplaza, o un biplaza de los pequeños podría aterrizar en uno de los aeródromos locales, aunque eso no ocurre casi nunca, pero está claro que una nave de las dimensiones de la de Olivia Twist no podría.
—Gracias, David. Eso es lo que quería saber.
—Me imagino que no sabrá usted todavía dónde se encuentran —preguntó Copperfield, abatido.
—Todavía no —dijo Cole—. No ponga tan mala cara. Aparte de sus propios hombres, tiene con usted a tres miembros de la tripulación de Muscatel muy motivados.
—La mayoría de mis hombres me han abandonado —se quejó Copperfield—. Y los tres que me envió son corteses, y educados, y hablan como hay que hablar, pero usted sabe muy bien, igual que yo, que si tienen que elegir entre protegerme y matar a Tiburón y a sus hombres, se decantarán por esto último.
—Estamos haciendo todo lo posible para no tener que llegar a ese extremo —le dijo Cole para darle ánimos. Entonces miró fijamente al alienígena—. Quítese de encima esa pistola, o escóndala mejor.
—¿Una pistola, dice?
—La que lleva en el bolsillo de eso que hace pasar por chaleco.
—No es ninguna pistola —dijo Copperfield—. Es el libro que usted me trajo. Lo llevo encima por si tuviese que huir a toda prisa.
—¿Y el resto de sus libros de Dickens? —preguntó Cole—. He visto que tenía muchos ejemplares antiguos en su estudio.
—Ninguno de ellos está firmado.
—Una nave de carga está a punto de posarse en Meandroen-el-Río —anunció Briggs desde su puesto, al otro extremo del puente.
—Luego hablamos, David —dijo Cole, y cortó la conexión antes de que Copperfield, presa del pánico, se pusiera a hacerle preguntas acerca de la nave en cuestión—. ¿Qué tenemos ahí, Briggs?
—No es una M300, pero tiene el mismo tamaño. ¿Podría ser que hubieran disimulado la estructura original?
—Si tres naves de Muscatel les pisaban los talones, no. No han tenido tiempo —dijo Cole—. No la pierda de vista e infórmeme de todo lo que averigüe. —Se volvió hacia Christine—. ¿Ya han metido la
Alice
en un hangar?
—Sí, señor.
—Bien. No tendría ningún sentido permitir que se enteraran de que hay una nave militar en el planeta. Los papeles del registro dicen que se vendió a un particular. Puede que las autoridades locales se den por satisfechas con eso, pero Tiburón se daría cuenta de que no es verdad.
—Pero ¿por qué iba a preocuparle, señor? —preguntó Christine Mboya—. La
Pegaso
tiene diez veces más potencia de fuego.
—Porque su presencia implica la de una nave nodriza —dijo Cole—. Está claro que la
Teddy R
. no va a meter a nuestros oponentes en ningún apuro serio, pero, mientras no nos localicen, no podrán estar seguros de que la
Alice
no procede de la nave insignia de la almirante Marcos.
—¿Señor? —dijo Briggs.
—¿Sí, Briggs?
—La nave transporta unidades de refrigeración para un complejo de viviendas sin estrenar. Las está descargando, y despegará dentro de unos diez minutos.
—Si tardan más de veinte minutos en despegar, avíseme —dijo Cole. De repente, levantó la voz—. ¡Sharon!
—No hace falta que me grites —respondió ella, al tiempo que su holo se hacía visible—. Siempre hay alguien de Seguridad controlando el puente.
—¡Estupendo! —dijo Cole—. ¿Val está dormida?
—Voy a verlo. —Miró en varios monitores—. No, no se encuentra en su camarote.
—¿Dónde está?
—Tampoco en la cantina. Ni en la sala de oficiales. ¡Ah! ¡Ya la veo! Está haciendo gimnasia con el Toro Pampas en esa pequeña sala de ejercicios físicos.
—¿Gimnasia? —insistió Cole—. Oye… no estará…
—Está levantando pesas —dijo Sharon—. Y, antes de que me preguntes, te lo diré: pesos inertes.
—Vale, gracias. Ya puedes reanudar tus actividades de mirón.
—De mirona, por favor —respondió ella, como fingiendo dignidad ofendida. Pero Cole se marchaba ya hacia el aeroascensor.
Al cabo de un instante, entró en el reducido espacio de la sala de ejercicios físicos e hizo una mueca.
—Apesta a sudor.
—Es que hemos hecho mucho ejercicio —respondió Val, mientras Pampas se cuadraba y hacía el saludo militar.
—Tranquilo, Toro —dijo Cole—. Sólo quiero hablar un minuto con Val.
—Yo me marcho, señor —dijo Pampas—. De todos modos, habíamos terminado ya.
—No tardaremos mucho —dijo Cole—. Puede quedarse cerca.
—Me voy a tomar una ducha seca de las rápidas, me cambio de ropa y vuelvo en unos diez minutos —dijo Pampas, y salió al pasillo.
—¿Qué sucede? —preguntó Val.
—¿Alguna vez camufló su propia nave? —preguntó Cole.
—En cuanto la
Pegaso
se hubo labrado una reputación, me preocupé de hacerlo siempre —respondió ella.
—¿Cómo?
—Le programé cierto número de registros falsos, nombres y números de identidad.
—Está bien —dijo Cole—. ¿Sería capaz de reconocerlo si los viera?
—Sí.
—Le voy a pedir a Christine que controle el número de identidad de todas las naves que entren en el sistema. Si alguno de ellos pudiera ser de la
Pegaso
, avíseme.
—Será un placer.
Anduvo por la sala en busca de una lente para hologramas.
—No creo que podamos transmitirlas a la sala de ejercicio. La enfermería se encuentra al final del pasillo. Vayamos allí y contactemos con el puente.
Valquiria lo acompañó a la pequeña sala de ingresos, desde donde contactaron con Christine. La oficial les comunicó una lista de treinta y dos naves que habían entrado en el sistema durante el último día estándar. En cuanto hubo terminado, Cole le lanzó una mirada interrogativa a Val.
—No, no he reconocido ninguno.
—Bueno, de todos modos el intento ha merecido la pena. Cada pocas horas le enviaremos los que nos vayan llegando.
—Por mí, perfecto —dijo ella, y regresó a la sala de ejercicio.
Cole regresó al puente, aunque no supiera lo que iba a hacer allí. Se estaba poniendo nervioso. La
Teddy R
. aún no había tenido problemas, pero era cuestión de tiempo el que algún policía o militar se percatase de su configuración y sumara dos y dos. Se encontraba demasiado cerca de la República para sentirse cómodo, y no tenía ni idea de cuánto tiempo tendría que quedarse allí hasta que apareciera la
Pegaso
. ¿Y si Tiburón había barruntado la trampa, o simplemente había cambiado de opinión? La
Teddy R
. se quedaría allí, a la espera de una nave que no iba a venir, un blanco fácil para las naves de la Armada, que —Cole lo sabía muy bien— inevitablemente acabarían por presentarse.
Tenía que haber algo que le hubiera pasado por alto, alguna posibilidad de actuar. Estaba seguro de ello, pero no se le ocurría nada, y eso lo frustraba.
Finalmente, se marchó de mal humor a la cantina. Tres miembros de la tripulación —un humano y dos mollutei— asintieron con la cabeza a modo de saludo, se dieron cuenta de que no estaba de humor para charlar y se las compusieron para terminar la comida y marcharse al cabo de tres o cuatro minutos. Cole se quedó solo en la cantina, con el ceño fruncido frente a una taza de café que ni siquiera había tocado, hasta que Sharon Blacksmith se presentó en la sala y se sentó enfrente de él.
—Uno de los dos no tiene pinta de estar contento —comentó.
—Uno de los dos se pregunta cuánto tiempo podrá permanecer en este sistema sin poner en peligro a la tripulación más allá de los límites aceptables —respondió él—. ¿Y si pasa una semana entera y el hijo de puta ese sigue sin venir?
—Pues entonces nos marcharemos —dijo Sharon—. Oye, yo pienso que más bien será hijo de tiburona.
—Ahora no es momento para bromas —dijo Cole—. Si nos marchamos, David quedará a su merced.
—No sabía que David te cayera tan bien.
—Lo que me cae bien es ese cincuenta por ciento del valor de mercado durante dos años. —Cole enmudeció unos segundos—. Y un cuerno me cae bien. A decir verdad, nada de todo este oficio de la piratería me cae bien. Somos una nave militar, con una tripulación militar. Tendríamos que ejercer como militares.
—Ya lo hacemos. Vamos a la guerra contra naves piratas.
—Eso suena bien, pero, hasta el momento, hemos destruido una sola nave pirata, estamos tratando de no destruir otra, hemos desvalijado a un perista, ayudamos a otro, y aquí estamos, poniendo nuestra nave y nuestra vida en peligro… ¿y por qué? Por el cincuenta por ciento del valor de mercado.
—Acostúmbrate a eso, Wilson —dijo ella—. Jamás permitirán que regresemos. Lo sabes muy bien.
—No quiero regresar —dijo él—. Pero tampoco me gusta sentirme como un ratero de alto nivel.
Sharon le lanzó una mirada dura.
—Eso no tiene nada que ver con nuestra situación actual —dijo por fin—. Oye, a ti te cae bien David Copperfield. Se nota cada vez que hablas de él. Y Val le cae bien a todo el mundo… incluso a ti.
—Ya te lo he dicho: no me he pasado la vida entera preparándome para ser un ladrón, ni un pirata, aunque lo llamemos de otra manera…
—Está bien, ya me lo creo. ¿Y qué?
—Nada. Nosotros nos hemos metido en esto. Tendremos que llegar hasta el fin. Le hice una promesa a Val. Y otra a David Copperfield. Tengo dos hombres y un alienígena que confían en que me quede en este planeta a la espera de un ataque. Tendremos que seguir con esto hasta el final. Luego pensaremos lo que hacemos.
—Decidas lo que decidas, sabes muy bien que te apoyaremos —dijo ella, y luego se dio cuenta de que Cole no le prestaba atención, sino que miraba fijamente un punto suspendido en el espacio—. ¿Qué te pasa?
—Soy idiota… —dijo Cole de pronto.
—Te queremos igualmente —respondió ella con desenfado.
—Lo tenía enfrente de las narices.
—¿El qué?
—Los tres tripulantes que envié para proteger a David Copperfield… —respondió.
—No tengo ni la menor idea de lo que me estás hablando —dijo Sharon.
Cole tocó el comunicador, y al instante apareció la imagen de Christine.
—¿Sí, señor? —preguntó ella.
—Contacte con Moyer, y con Nichols, y con el pepon ese, comoquiera que se llame —dijo Cole—. Tres naves de Muscatel persiguen a la
Pegaso
, o, por lo menos, tenemos que suponer que eso es lo que ocurre. Tendrán que comunicarse entre sí. Dígales a esos tres que le den todos los códigos de acceso que recuerden. No quiero que trate de contactar con ellas. Ni siquiera tengo ningún interés en que espíe sus comunicaciones. Únicamente quiero que la identifique y averigüe su localización.
—Sí, señor.
El holograma desapareció.
—¡Eso es lo que me había pasado por alto! —dijo Cole, con nuevos bríos—. Si no logramos identificar la
Pegaso
, al menos podremos identificar las tres naves que la perseguían. Una vez que las tengamos localizadas, será fácil descubrir dónde se encuentra la
Pegaso
y cómo podemos llegar hasta allí.
—Si es que de verdad le siguen la pista a la
Pegaso
.
—¿Tú no lo harías si hubiesen matado a la mayor parte de tus hombres y destruido tu base?
—Tal vez me contentara con haber podido escapar con vida y llegaría a la conclusión de que no quería saber nada más de Tiburón Martillo.
Cole negó con la cabeza.
—Donovan Muscatel es uno de los piratas más importantes de la Frontera, y no lo es por acobardarse ante sus enemigos. Los estará persiguiendo, y, cuando lo encontremos a él, tendremos una buena pista para localizar a Tiburón. —De pronto, recobró el apetito. Pidió un bocadillo y una cerveza, dio buena cuenta del uno y de la otra, se acordó del café y también se lo bebió. Luego regresó a toda prisa hasta el puente.
—¿Y bien? —dijo, al acercarse a Christine Mboya.
—Ahora mismo me están mandando los códigos, señor —dijo ésta.
—¿Por qué diablos han tardado tanto?
—No querían hacerlo delante de David Copperfield, y éste no quería abandonar su estudio. No sé por qué tiene que sentirse más seguro allí que en otra parte del edificio, sobre todo con guardaespaldas escondidos por todas partes, pero el caso es que el problema era ése. Hay ordenadores en todas las salas, por supuesto, pero todos ellos tenían códigos de seguridad. Finalmente encontraron uno en la despensa, ¡precisamente en la despensa!, que le permitió contactar con la nave sin contraseñas ni códigos de seguridad. Me imagino que el señor Copperfield lo utiliza cada vez que envía mensajes con la intención de que la policía o algún otro los espíe. —Echó una ojeada a los monitores—. Se han introducido todos los códigos, señor.
—¿Y podría ser que la policía los hubiera captado también?
—Es posible —respondió ella—. ¿Nos importa eso?
—No, en realidad, no. No saben para qué son esos códigos, y, aunque lo supieran, las naves de Muscatel no han infringido ninguna ley. La policía no podrá hacer nada con la información de la que dispone. Bueno, pongamos manos a la obra.
Christine probó un código sin obtener ningún resultado, luego un segundo y después un tercero.
—No funciona, señor.
—No deje de probarlo —dijo él—. ¿Cuántos códigos nos ha enviado Moyer?
—Sólo otros cuatro, señor. El cuarto no funciona.
—¡Maldita sea! ¡Alguno tendrá que funcionar! —dijo Cole—. ¡Si Tiburón viene hacia aquí, también vendrá Muscatel!
—El quinto no funciona, señor. —Esperó unos instantes—. Y tampoco el sexto.
—¡Mierda! —dijo Cole—. ¡Me molesta mucho cuando tengo una gran idea y no me funciona!
—¡Un momento, señor! —dijo Christine—. El séptimo código sí funciona. —Frunció el ceño—. ¡Qué fuerte!
Era la primera vez que Cole oía una expresión tan coloquial como «qué fuerte» en labios de Christine Mboya.