—Un medio de transporte muy conocido, desde luego —dijo Copperfield—. Y, por supuesto, mis fuentes me han informado de la devastación que causó en Cyrano. —Le sonrió a Val—. Se la conoce a usted por muchos nombres, mi querida Olivia, y se dice que todos ellos son más que formidables. ¿Cómo se las apañó para que le robaran su medio de transporte?
—Es que estaba borrach…
—Se encontraba mal —dijo Cole, antes de que la mujer pudiese terminar.
—¿Una muchacha dulce, joven e inocente como ella? —dijo Copperfield.
—Se olvida usted del adjetivo «confiada». Por eso se quedó sin su medio de transporte.
—¿Y piensan ustedes que me van a contratar para que yo lo revenda? —preguntó Copperfield.
—No, pero en su nave transportan mercancías que no podrán colocar en ningún otro sitio —dijo Cole.
—¿Por ejemplo…?
—Cristales meladocios —dijo Val.
Copperfield abrió los ojos como platos.
—¿Cristales meladocios? —repitió.
—Exacto —dijo Cole.
—Mi muy querido Steerforth, le voy a hacer una pregunta —dijo Copperfield—. Usted y yo somos como hermanos. Más que eso. En toda la Frontera Interior, tan sólo le considero a usted como un familiar.
—Gracias, David —respondió Cole—. Lo mismo siento yo.
—Pero una cosa es la familia, y otra muy distinta los negocios —siguió diciendo Copperfield—. ¿Por qué tendría que ayudarle cuando su enemigo jurado acuda a mí con los cristales meladocios?
—Ese enemigo va a querer que le pague el cinco por ciento por los cristales, y quizá más —dijo Cole—. Si ayuda usted a Olivia a recobrar su medio de transporte, se los venderemos nosotros a un tres por ciento de su valor de mercado.
—¡Eh! —dijo Val.
—Cállese, señorita Twist —dijo secamente Cole—. Nuestro amigo tiene que sopesar las diversas posibilidades.
—¿El tres por ciento ha dicho usted? —preguntó Copperfield.
—Sí, exactamente.
—¿Y qué tengo que hacer exactamente a cambio de ese favor?
—Antes de marcharme le voy a dar un código cifrado —dijo Cole—. En el momento en el que sepa usted que se dirigen hacia aquí, quiero que me mande un mensaje subespacial para avisarme, y que emplee ese código para ocultar su contenido. Trabajamos con tecnología militar puntera y dudo que la
Pegaso
sea capaz de descifrar nada.
—Sabrán que la señal procedía de aquí.
—Mande al señor Jones al aeropuerto y que sea él quien la envíe desde allí —propuso Cole—. No será más que una señal entre varios cientos.
—Siempre fue usted el muchacho más listo de la escuela, Steerforth —dijo Copperfield.
—Cuando lleguen, estaremos al acecho —siguió diciendo Cole—. Habrán desaparecido del negocio de la piratería mucho antes de que lleguen a su casa.
—¿El tres por ciento? —preguntó de nuevo Copperfield.
—El tres por ciento.
—Entonces, sólo falta que me diga quién va a contactar conmigo, para que sepa cuándo tengo que avisarle.
—Se hace llamar Tiburón Martillo.
Copperfield volvió a abrir los ojos como platos.
—¿Tiburón Martillo?
—Así es.
—¡Lo siento, pero este negocio queda cancelado! ¡No sabía que fueran tras él! —Se volvió hacia Val—. Y usted, señorita Twist, puede estar sumamente satisfecha por seguir con vida.
—Está bien —dijo Cole—. El dos por ciento.
—Mi querido Steerforth, podría usted regalármelos y la situación sería la misma. Valoro demasiado mi propia vida para arriesgarme a hacer algo que pueda molestar a Tiburón Martillo.
—No llegará hasta aquí —dijo Cole—. Ya se lo he dicho: iremos a esperarle en el espaciopuerto.
—Sólo porque fuimos juntos a la escuela y existe un lazo que nos une, me olvidaré de que vino aquí y me habló de Tiburón Martillo. Y ahora tengo que rogarle que se marche.
—¿Ésa es su última palabra?
—Ninguna de las creaciones del inmortal Charles tiene jamás una última palabra —respondió Copperfield—. Pero ésa es mi decisión.
Cole se encogió de hombros.
—Si cambia usted de opinión…
—No voy a cambiar de opinión.
Cole se volvió hacia Val.
—Bueno, pues nos vamos.
Se dirigieron a la puerta del despacho, donde Jones los aguardaba.
—Síganme, por favor —dijo éste, se volvió y los guió hasta la puerta principal.
—Parece como si creyera que ustedes dos han salido de un mismo libro —dijo Val—. Todo eso que cuenta sobre un lazo entre ustedes…
—Quizá se lo crea —respondió Cole—. Usted misma puede mirar en derredor y ver que está atrapado en una fantasía.
Pasaron frente a una puerta abierta y vieron dentro de una sala a tres de los esbirros de Copperfield sentados en torno a una mesa. Jugaban a cartas. Jones no se detuvo, pero Val se volvió al instante, y, con un solo movimiento, desenfundó la pistola láser y apuntó.
—¡Al suelo! —chilló, y Cole se dejó caer sobre la alfombra en el mismo instante, mientras dos de los jugadores se agachaban y un tercero sacaba la pistola sónica. No fue lo bastante rápido y se desplomó con un orificio negro y burbujeante entre los ojos.
Cole se puso en pie de un salto, sacó la pistola de plasma y apuntó a Jones, mientras que Val no dejaba de amenazar con su arma a los otros dos jugadores.
—¿Qué diablos ha sucedido? —preguntó Cole.
—Vaya por el perista y tráigalo aquí —dijo Val sin moverse.
—¡David! —gritó Cole—. Salga. Ahora no hay peligro.
—¿Y yo cómo lo sé? —chilló Copperfield tras la pesada puerta de madera de su despacho.
—¿A usted le parece que Steerforth podría matar a David Copperfield? —dijo Cole—. ¡Venga aquí!
—Ahora voy. —Se hizo un breve silencio—. Ahora le apuntan cuatro armas. Si hace un movimiento en falso, si me amenaza de algún modo, no llegará vivo a la puerta principal. Está vivo tan sólo por nuestro común interés por el inmortal Charles.
La puerta se abrió y apareció David Copperfield, con un arma de diseño alienígena en cada mano.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó.
—Ese hombre al que he matado… —dijo Val—. ¿Cuánto tiempo hace que trabajaba para usted?
Copperfield se encogió de hombros.
—Una semana, tal vez dos. ¿Por qué?
—Se llama Barak Numika y era miembro de la tripulación de la
Pegaso
. Si no me cree, arránquele la manga y mírele el tatuaje del brazo izquierdo: es una catarata. Luego contacte con la comisaría, pídales que hagan una búsqueda con los rasgos distintivos de un hombre buscado por asesinato llamado Barak Numika y comprueben su último paradero conocido. Le dirán que servía a bordo de una nave pirata llamada
Pegaso
. —Val calló por unos instantes—. Tenía un espía entre sus empleados, Copperfield.
—¿Y por qué? —preguntó Copperfield—. ¿Cómo podía saber Tiburón Martillo que vendrían para ofrecerme ese trato?
—No lo sabía. No tiene ni idea de que he unido fuerzas con… Steerforth.
—Y si no lo mandó aquí para vigilarnos a nosotros —añadió Cole al instante—, es que estaba buscando puntos débiles en sus defensas. Tiburón va a venir aquí, desde luego, pero no para ofrecerle los cristales meladocios. Va a venir para quitarle todo lo que tiene.
Copperfield se encerró en sus pensamientos durante casi un minuto entero. Finalmente habló:
—Enfundad las armas. —Se volvió hacia sus propios hombres y levantó la voz para que también lo oyesen los cuatro tiradores ocultos—. Estos dos son amigos y aliados nuestros. No les hagáis daño, ni ahora ni más adelante. —Señaló a Numika—. Sacad de ahí a ese espía y deshaceos del cadáver. —Luego se volvió hacia Val—. Se ha puesto a sí misma en peligro para salvarme el negocio, y probablemente la vida. Deme ese código de cifrado, y si es capaz de detener a Tiburón, le compraré los diamantes al cinco por ciento de su valor de mercado.
Cole asintió.
—Trato hecho.
—Quizá podría mejorar la oferta —siguió diciendo Copperfield.
—¿Eh?
—Hay algo que deseo por encima de todo lo demás —dijo—. En Picacio IV, del Cúmulo de Albión, vive un hombre que se llama Éufrates Djinn y trabaja en el mismo oficio que yo. No tengo ni idea de si ése es su nombre de verdad. Sospecho que no, pero es el nombre que ha empleado durante los últimos quince años.
—¿Y qué pasa con él?
—Posee una primera edición firmada de
Historia de dos ciudades
. —Una mirada de rabia apareció en los ojos del alienígena—. ¡Y no la lee nunca! ¡No la enseña! ¡Y se niega a venderla! No siente ningún interés por ella ni la disfruta de ningún modo. ¡La conserva sólo para enfurecerme! —Vahos de un vapor azulado empezaron a desprenderse de su cuerpo a modo de sudor—. Si me consiguen ese libro, les pagaré, no el tres por ciento, ni el cinco por ciento, ni el treinta por ciento, sino la mitad del valor de mercado por todo lo que me traigan durante dos años una vez que ese libro esté en mis manos.
—Lo pensaremos —dijo Cole.
—No vamos a pensarlo —dijo Val—. Lo haremos. —Cole le dirigió una mirada interrogadora—. Conozco a Éufrates Djinn. Robarle será un placer. Qué diablos, si hasta podría abrirle una raja a ese cabrón desde la proa hasta la popa.
—Ya ha oído usted a la dulce y refinada señorita Twist —dijo Cole—. Acabamos de cerrar otro acuerdo.
—Esto no me gusta —dijo Sharon Blacksmith.
—Y a mí tampoco —añadió Forrice.
—Puede que el capitán tenga que abandonar ocasionalmente la nave en el curso de una acción… tal vez en un par de ocasiones por década —siguió diciendo Sharon—. ¡Pero no es posible que baje hasta un planeta para robar una porquería de libro!
—Yo cerré el trato —dijo Cole, que estaba encarándose con ellos en su pequeño despacho—. Si algo sale mal, la persona que haya bajado allí se verá con la mierda hasta el cuello. No puedo pedirle a un miembro de la tripulación que corra ese riesgo.
—¿Por qué no? —preguntó Forrice—. Te sorprenderías si supieras cuántos se presentarán voluntarios si con ello se logra que te quedes a salvo a bordo de la nave.
—Todos ellos abandonaron su carrera profesional por mí. No les voy a pedir nada más que lo estrictamente necesario… y si puedo ser yo quien baje allí, no es necesario que vaya ninguno de ellos.
—Empiezas a estar demasiado viejo para una acción como ésa —dijo Sharon—. No sé qué te crees que vas a demostrar. Toro y Val son mucho más fuertes que tú. Aceitoso puede ir a lugares adonde tú no puedes ir. No existe un traje de protección que pueda compararse con el blindaje de Domak. No puedes moverte en la oscuridad como Jack. No puedes…
—Basta —dijo Cole—. No bajo a ese planeta porque sea un gran guerrero, ni siquiera un gran ladrón. Bajo a ese planeta porque fui yo quien cerró el trato.
—No estabas solo en Meandro-en-el-Río —dijo Sharon—. Deja que vaya Val.
—Ella también viene.
—¿Vais a tener que ir dos para robar un libro? —preguntó Forrice.
—Puede que uno de nosotros tenga que hacer frente a las defensas de Djinn mientras el otro roba el libro.
—Por lo menos dime que tú serás el ladrón y no el guerrero —dijo Sharon.
—Sí, el ladrón seré yo —dijo Cole. De pronto, sonrió—. Espero que Val me dé unas palmaditas en la cabeza y me diga que soy un chico muy mono.
—Esperemos que no tenga tan mal gusto —dijo Forrice—. Bueno, yo me voy a comer algo.
—¿Y ya está? —preguntó Sharon—. ¿Has renunciado a hacerle entrar en razón?
—¿Sabes de alguien que haya conseguido hacerle entrar en razón? —preguntó Forrice—. Además, a juzgar por lo que me han contado de Picacio IV, las probabilidades de encontrar allí hembras molarias en celo serán de una entre mil. ¿Para qué iba a descender a la superficie?
—Me alegro de que tengas claras tus prioridades —dijo Cole mientras Forrice se volvía y caminaba hacia la puerta con graciosos giros.
—Además —dijo el molario mientras salía al corredor—, cuando te hayan matado, enviaremos una expedición punitiva, y si hubiese alguna hembra molaria entonces, la encontraría.
—Admiro tu paciencia y capacidad de contención —dijo Cole, justo antes de que la puerta se cerrara de golpe.
—¿Estás seguro de que quieres ir con Valquiria? —preguntó Sharon.
—Espero que me lo preguntes en serio, y no por celos.
—No tengo ninguna escritura de propiedad sobre ti —respondió la mujer—. Eres un ser libre. Pero estoy preocupada, porque Val no es la persona más sutil, ni la más silenciosa que he conocido en mi vida. Tal vez Morales…
Cole negó con la cabeza.
—Morales es un niño, y no ha estado nunca en Picacio, ni conoce a Éufrates Djinn. Val sí lo conoce, conoce su guarida… y seamos sinceros: si su negocio de perista es tan importante como decía Copperfield, tendrá mucha protección. No será posible entrar y salir de su casa sin que él se entere. Si piensas que hay alguien a bordo más capacitado que Val para protegerme las espaldas en una situación como ésa, estoy dispuesto a escucharte.
Sharon suspiró y negó con la cabeza.
—No, creo que no.
—Yo sé que no lo hay. Y no tengas miedo de que empecemos un romance. Si se le ocurriera abrazarme, me rompería las costillas. No quiero ni pensar en lo que sucedería si apretara las piernas en torno a mi cuerpo.
Sharon soltó una risilla al pensarlo.
—Está bien, ve allí. Pero trata de regresar de una pieza.
—Volveré de una pieza, o no volveré.
—¿Cuánto tiempo debemos esperar hasta que lleguemos a la conclusión de que te has metido en un serio aprieto y enviemos un grupo de rescate?
—Esa decisión tiene que tomarla la persona que esté al mando, así que quedará en manos de Cuatro Ojos o de Christine. —Cole sonrió a la mujer—. Estoy seguro de que tratarás de ejercer tus influencias para que la manden al cabo de cinco minutos.
—Te rescatamos de la Armada. Ninguno de nosotros podrá regresar jamás al territorio de la República. Mientras seamos forajidos y se pague un precio por nuestra cabeza, parece lógico que tratemos de mantener con vida al motivo por el que nos encontramos en esta situación.
—Sé que cuando te lo diga te vas a quedar estupefacta —dijo Cole—, pero tengo muy claro que pienso regresar con vida.
Aún charlaron durante unos minutos y luego Sharon regresó al departamento de Seguridad. Cole, se fue al puente, donde Christine Mboya se hallaba al mando.
—¿Qué ha encontrado hasta ahora? —preguntó.