—¿A un perista? —preguntó Sharon.
Val puso mala cara.
—Pero, hombre, yo pensaba que ya habrían aprendido la lección de los peristas. Diablos, hay docenas de agentes de compraventa que no sólo se dedican a comprar y vender futuros, sino que también trabajan con oro de verdad. Habrá un par de ellos en la Frontera Interior.
—¿Y qué me dice de las joyas?
—Serán mucho más difíciles de vender. Ahora ya saben que con los peristas no se gana dinero. Conozco a un joyero que aceptará los rubíes… son más difíciles de identificar que los diamantes, porque no los marcan con láser, o, por lo menos, a estos rubíes no los han marcado… pero lo mejor sería que los empleáramos en transacciones.
—¿Cómo vamos a hacerlo? —preguntó Cole.
—Utilizándolos como sobornos. Un diamante o un rubí, al llegar a la mano adecuada, puede servir para comprar información útil… y las personas a las que ustedes sobornen venderán una gema aislada mucho más fácilmente de lo que ustedes podrían vender un lote completo.
—A mí me parece bien —dijo Cole—. ¿Algo más?
—Sí —dijo Val—. ¿Dónde guarda la bebida? Todavía me debe un coñac cygniano.
—No creo que tengamos —dijo Cole.
—¿Se contentaría con un brandy alphardo? —preguntó Sharon.
—¡Desde luego que sí! —dijo Val con entusiasmo—. ¿En su camarote o en el mío? ¿O mejor en la cantina?
—¿Y si nos encontráramos dentro de diez minutos en el departamento de Seguridad? —dijo Sharon—. Así podríamos empezar la entrevista de ingreso en un ambiente distendido.
—Sí, iré allí —dijo Val, y cortó la conexión.
Sharon parecía incómoda.
—Has sido tú quien nos has dicho que la tratáramos de manera amistosa.
—Si tratas de beber a su ritmo, caerás borracha mucho antes que ella —dijo Cole—. Deja que sea ella quien beba y tú le haces las preguntas.
—Pues oye —dijo Sharon, en el mismo momento en el que la puerta sentía su proximidad y se irisaba para dejarla pasar—, esa mujer daba la impresión de saber de lo que hablaba.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Rachel Marcos, al tiempo que trataba de ocultar su resentimiento.
—Es una pirata —respondió Vladimir Sokolov—. El capitán piensa que podemos aprender a ser piratas con ella.
Estaban en el puente con Forrice, durante el turno rojo, y aguardaban a que Cole eligiera el siguiente destino.
—¿Seguro que es una buena pirata? —insistió Rachel—. Le arrebataron su propia nave.
—¿Nuestro capitán puede ser muy buen oficial? —respondió Sokolov, que estaba sentado en los ordenadores—. Lo degradaron en dos ocasiones y tuvo que hacer frente a un consejo de guerra.
—Usted sabe muy bien por qué —dijo Rachel.
—Sí, lo sé —respondió Sokolov—. Y, mientras no conozca los motivos por los que Valquiria se quedó sin nave, me inclinaré por fiarme del juicio de nuestro capitán.
—No soy la única que se hace preguntas sobre ella —dijo Rachel, a la defensiva.
—Si tiene preguntas por hacer, ¿por qué no va y se las hace?
—¿La ha visto? —respondió Rachel—. No es sólo que sea gigantesca… ¡es que es un arsenal andante!
—Pues yo la encuentro sexy de la muerte —dijo Sokolov.
—Sí, ya me lo imagino —le respondió ella con desagrado.
—Basta —intervino Forrice—. Les guste o no, es nuestra tercer oficial.
—¿Y usted qué piensa? —preguntó Rachel—. ¿Qué ha hecho para merecérselo ella, en vez del teniente Briggs o el teniente Sokolov?
—Mi opinión no tiene ninguna importancia —dijo el molario—. El capitán ha tomado una decisión y podemos aceptarla, o dejar la
Teddy R
.
—Bueno, pues será la tercer oficial pero, aparte del capitán, no tiene ni un solo amigo en toda la nave.
La sala de ejercicio no era más que un camarote vacío que servía como dormitorio para dos de los tripulantes alienígenas cuando la nave llevaba un contingente demasiado numeroso. Medía unos tres metros por cuatro, y, como lo habían creado para razas de mayor estatura que la humana, el techo también se encontraba a tres metros del suelo, y no a los dos con veinte habituales.
A duras penas se podía hacer gimnasia en un espacio tan reducido, pero Toro Pampas había conseguido pesas de varios tipos y se ejercitaba a diario.
Fue durante su tercer día en la nave, finalizadas las sesiones de información, cuando Val bajó a la sala hacia el final del turno rojo. Toro llevaba allí el tiempo suficiente para que su cuerpo estuviera perlado de sudor.
—¿En qué puedo ayudarla, señora? —dijo al verla entrar—. ¿O prefiere que la llame «señor»?
—Lo que más le guste —le respondió Val—. He oído que aquí abajo hay pesas y se me ha ocurrido que podría ejercitarme.
—Pues entonces me marcharé, y regresaré cuando haya usted terminado, señora —dijo Pampas. Se arrodilló y empezó a sacar las pesas de la barra.
—¿Qué hace? —preguntó Val.
—Tengo bastante experiencia en el levantamiento de pesas —dijo él—. Se las voy a aligerar un poco.
—Yo también tengo bastante experiencia —dijo ella—. Déjeme que las pruebe tal como están.
—No quiero que se haga usted daño, señora —dijo Pampas.
—Yo sólo hago daño a otras personas, no a mí misma —dijo ella, y se plantó frente a la barra. Se puso en cuclillas, la agarró, respiró hondo y se puso en pie, levantándola por encima de la cabeza—. No era tan pesada —dijo, con una sonrisa—. ¿Tiene más pesas?
—¿Cómo diablos lo ha hecho, señora? —dijo Pampas, admirado—. Soy bastante fuerte y tengo bastante experiencia, pero me había costado mucho levantar esas pesas, y usted lo ha hecho como si no pesaran nada.
—Quizá podría enseñarte un par de trucos acerca del levantamiento de pesas —propuso ella.
—Le aseguro que le quedaría muy agradecido, señora. He oído que también es usted muy buena en las peleas.
—Me las apaño bastante bien.
—Estaría muy contento de hacer ejercicio con usted —dijo Pampas—, pero es que esta sala es terriblemente pequeña.
—A mí también me gustaría mucho hacer ejercicio con usted. ¿Se llama…?
—Pampas, señora —dijo—. Eric Pampas. Pero todo el mundo me llama Toro.
—Está bien, Toro —dijo ella—. Y si tiene amigos en la tripulación que quieran mantenerse en forma y tal vez aprender algo de autodefensa, invíteles también.
—Desde luego que lo haré, señora.
—Puede llamarme Val.
Sokolov y Briggs se hallaban en la cantina con sendas cervezas. El resto de la sala estaba vacío. Entonces, Val entró, se dirigió a una de las mesas y se sentó. Al instante apareció un menú enfrente de su rostro, suspendido a unos pocos centímetros sobre la mesa.
—Un
Cometa Azul
—dijo.
—Ignoro lo que es —respondió una voz mecánica—. ¿Es un alimento humano?
—Es una bebida humana.
—No la encuentro en mis bancos de datos.
—Pues entonces présteme atención —dijo Val—. Tome dos onzas de whisky de Antares, una onza de licor nebodiano, una onza de jugo de cualquier cítrico… ni se le ocurra emplear sucedáneos de soja. Luego le echa un pellizco de bíter y lo mezcla con un huevo crudo.
—No tengo huevos crudos.
—Vale —dijo ella—. Entonces, una onza de nata para montar.
—No tengo nata para montar.
—Pero helado sí tendrá.
—No tengo helado.
—¡Pues vaya cocina! —resopló ella—. ¿Y yogur?
—Tengo yogur delfinio.
—Está bien, pues entonces échele una onza de un yogur con sabor de frutas, no importa cuál. Lo agita durante treinta segundos, le echa un par de cubitos de hielo y me lo sirve.
—Estoy en ello…
—Disculpe —dijo Sokolov—, he oído lo que decía. Nunca en mi vida había oído hablar del
Cometa Azul
.
—Lo inventaron en la Frontera Interior —respondió Val.
—Tiene pinta de ser terrible —dijo Briggs—. Parece que se mezclen demasiadas cosas.
—Ordenador —dijo Val—, prepare tres
Cometas Azules
.
—Estoy en ello…
—La única manera de que cambien de opinión será que prueben uno —dijo ella.
—Eso tiene su lógica —dijo Briggs—. Y cuando nos lo hayamos bebido, pediremos a cocina que nos prepare unos
Demonios del Fango Denebiano
.
—Ya lo he probado —dijo Val, sin gran entusiasmo.
—Pero no sería con Gray Vodka de Hesporite III.
—No —reconoció ella—. Nunca en mi vida he bebido Gray Vodka de verdad, sólo el que producen en Keepsake. Eso que me dicen parece interesante.
—No tanto como un
Elefante Eridani
—dijo Sokolov.
—¿Un
Elefante Eridani
? —preguntó ella.
El hombre había empezado a hacerle la descripción cuando llegaron los
Cometas Azules
.
—Ah, ¡qué diablos! —dijo él—. Va a ser más sencillo si pedimos que nos traigan uno.
Val tomó un trago de su bebida.
—Es aceptable —dijo—, pero sin el huevo crudo no es lo mismo.
—¿Tiene que ser un huevo de ave? —preguntó Sokolov.
—No lo sé —reconoció ella—. Nunca me había parado a pensarlo. ¿Por qué?
—Porque es más probable que paremos en planetas donde vendan huevos de reptil, o de cualquier otra cosa, antes que huevos de ave.
—Primero bébase ése —dijo ella—. Si no le gusta, puede que luego piense que no merece la pena el esfuerzo de ir a buscar huevos.
Los dos hombres se tomaron sus respectivas bebidas.
—Esto es muy fuerte —dijo Sokolov.
—Pero está bueno —añadió Briggs.
—De todas maneras, es verdad que le falta algo —dijo Sokolov—. Tendremos que acordarnos de comprar huevos en cuanto surja la oportunidad.
Los
Demonios del Fango Denebiano
aparecieron al cabo de un minuto, y los
Elefantes Eridani
llegaron en el mismo momento en el que apuraban los
Demonios del Fango
.
—Estoy muy contento de que se haya incorporado a esta nave —dijo Sokolov—. Veo que mi tiempo libre va a ser mucho más interesante.
—Y educativo —farfulló Briggs.
Al cabo de veinte minutos, los dos hombres le declararon amistad eterna a la nueva oficial. Y cinco minutos después de eso, la oficial se levantó y los dejó a los dos roncando apaciblemente sobre la mesa.
—Calioparie —decía Braxite.
—Toprench —decía Domak.
—Pues yo te digo que el calioparie es el juego más difícil y complicado en toda la galaxia —dijo Braxite.
—Vaya chorrada —repondió Domak—. Ése es el toprench.
—Se equivocan los dos —dijo Idena Mueller—. El más difícil es el ajedrez… el único juego en el que el perdedor no tiene excusas.
—Han pasado demasiado tiempo en la República —dijo Val, que los escuchaba desde el otro extremo de la sala.
—¿Eh? —dijo Idena—. ¿Y cuál es el juego que le parece más difícil a la reina pirata?
—Lo ha dicho como si fuera un insulto —respondió Val—. Pero me lo voy a tomar como un cumplido. Tendría que probar a trabajar un tiempo como reina pirata. Es más difícil de lo que parece. Y lo mismo ocurre con el bilsang.
—¿Qué es el bilsang?
—Un juego a cuyo lado el ajedrez y el toprench parecen cosas de niños —respondio Val—. He visto planetas enteros que cambiaban de manos por una partida de bilsang.
—¿Y por qué es tan difícil? —preguntó Braxite.
—Por su misma simplicidad —respondió Val.
—Eso no tiene ningún sentido.
—Porque usted no sabe nada al respecto —dijo Val.
—Pues qué lástima que no pueda enseñárnoslo —dijo sarcásticamente Domak—. No vamos a saber nunca si tiene razón.
—¿Y por qué piensen que no puedo enseñárselo?
—Porque no tenemos ningún tablero de bilsang a bordo de la
Teddy R
. —dijo Idena.
—No hace falta ningún tablero, ni cartas, ni ordenador —respondió Val—. Cualquiera puede jugar. Pero no todo el mundo puede ganar.
—¿Cuánto tiempo se necesita para una partida? —preguntó Domak.
—Entre cinco minutos y tres meses.
—¿Y no se necesita nada especial?
—Sólo cerebro —dijo la pirata—. ¿Quieren que les enseñe a jugar?
—¿Cuánto tiempo le llevará? —preguntó Idena—. Tengo servicio dentro de media hora.
—Cinco minutos para aprender las reglas, una vida entera para las sutilezas.
—Bueno, qué diablos, ¿por qué no? —dijo Idena—. ¿Qué vamos a necesitar?
—Una superficie plana y veinte piezas. Podemos jugar con monedas. O con medallas. O con cualquier otro tipo de objetos, con tal de que podamos poner veinte sobre una mesa.
—Pues muy bien —dijo Idena, y se metió la mano en el bolsillo—. Debo de tener unas diez monedas.
—Yo pondré el resto —dijo Val—. ¿Quién sabe? Quizás uno de ustedes aprenda lo suficiente como para rivalizar conmigo.
Pusieron las monedas sobre la mesa.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Domak.
Val les explicó las reglas y unas pocas sutilezas. Idena tuvo que marcharse, pero Braxite y Domak se pusieron a jugar. Cinco horas más tarde, Idena regresó, y aún estaban jugando. Se habían olvidado de todo lo demás.
Al cabo de una semana, la nave entera estaba enfrascada en un torneo de bilsang.
Dos semanas más tarde Val se había hecho amiga de la tripulación entera, con las únicas excepciones de Forrice y Rachel. Cuando, por fin, Rachel se convenció de que Valquiria no estaba enamorada de Cole, y Cole tampoco lo estaba de Valquiria, cedió, y la aceptó como miembro de la tripulación.
Forrice fue más duro de pelar, pero la animadversión que sentía contra ella se esfumó cierto día que se quedaron solos en la sala de oficiales durante el turno blanco. Nadie sabe cómo empezó la cosa, pero Cole entró más tarde en la sala y los encontró a los dos contándose chistes verdes molarios y riéndose a carcajadas.
Todo el mundo le deseaba éxito en su empeño por encontrar su antigua nave y vengarse de Tiburón Martillo, pero, al mismo tiempo, todo el mundo estaba de acuerdo en que sería una lástima que la
Teddy R
. lograra encontrar a la
Pegaso
.
Valquiria llevaba dos semanas estándar con ellos cuando la
Teddy R
. recibió la primera noticia de la
Pegaso
.
Fue durante el turno blanco, y Christine Mboya llamó de inmediato a Cole y a Val para que acudiesen al puente. En ese momento, Briggs y Jack se encargaban de los ordenadores.