—Si la víctima no era capitán de una nave estelar, no.
—James Nichols todavía es más interesante —prosiguió Sharon—. Trabajaba como cazador de recompensas. Tuvo que buscarse otra profesión cuando la República descubrió que le habían pagado por cinco inocentes a los que hizo pasar por asesinos.
—Son piratas —dijo Cole—. ¿Qué te creías que nos íbamos a encontrar? ¿Santos varones de la Iglesia?
—¡Maldita sea, Wilson! A esos dos tíos les falta poco para ser psicópatas. De acuerdo que ahora ejercemos de piratas, pero somos una nave militar, con disciplina militar. Pueden darnos muchos problemas, y eso contando con que no maten a nadie.
—¿Alguno de ellos ha servido en la Armada?
—Proceden de la República —le respondió Sharon—. Todos los hombres y mujeres sanos pasan un período de servicio en la Armada cuando llegan a la mayoría de edad. Esos dos no son una excepción.
—¿Los expulsaron?
—No.
—Entonces son capaces de aceptar la disciplina y ejercitarse en el autocontrol —dijo Cole—. Si vemos que no pueden, los abandonaremos en el primer planeta con atmósfera de oxígeno que hallemos en nuestra ruta. Pero tienen tantas ganas de echarle el guante a Tiburón que sabrán comportarse hasta que lo encontremos.
—Y, llegados a ese punto, la reina pirata favorita de todo el mundo les cortará la cabeza para que no maten a Tiburón antes que ella —dijo Sharon.
—Ya nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento —dijo Cole—. Esos tíos trabajaban para Muscatel. Se saben sus códigos de comunicación. Sus escondrijos. Cómo funciona su cerebro. Podrían sernos muy útiles. Val conoce a Tiburón, pero nadie, salvo esos tíos, conoce a Donovan Muscatel. —Guardó silencio por unos instantes—. Aún no me has dicho nada del pepon.
—Será mejor que no te lo cuente.
—No, mejor que no —dijo Cole—. Hoy van a empezar con la pizarra en blanco. Si la ensucian, sufrirán las consecuencias, pero una nave pirata que opera con la mitad de la tripulación prevista no puede ponerse muy exigente con el pasado de sus miembros.
—Son asesinos, Wilson.
—También lo es ese joven del puente, el de los tímpanos nuevos —respondió Cole—. También lo es Forrice. También lo son la mitad de los hombres y los alienígenas que viajan en esta nave.
—Los hombres y los alienígenas de esta nave mataron enemigos en tiempos de guerra —dijo Sharon—. No es lo mismo.
—Desde luego que no —dijo Cole—. Porque los llamaron a las armas. Esos tres, en cambio, son voluntarios.
—Pero…
—Ese tema está cerrado. Si no se comportan, lo volveremos a abrir.
—«No comportarse» es un magnífico eufemismo de «cometer asesinatos».
—La única persona a la que quieren matar es a Tiburón Martillo —dijo Cole—. Y ahora, déjalo correr de una vez.
—No puedes mandarme que me calle.
—Claro que puedo. Soy el capitán.
—¿Ah, sí? Pues el capitán va a estar solo esta noche.
—En algún sitio leí que la soledad es una de las cargas del poderoso —le replicó Cole.
—También es una de las consecuencias de la insensibilidad.
Cole sonrió.
—Eso también.
De repente, la imagen de Val apareció a su lado.
—¿Qué sucede? —preguntó Cole.
—Acabo de acordarme de algo —dijo la mujer—. La
Pegaso
acababa de conseguir unos cristales meladocios antes de que apareciera Tiburón.
—Vale, me rindo. ¿Qué son los cristales meladocios?
—Un cristal muy raro y delicado que únicamente se encuentra en el sistema meladocio. Se emplea en joyería, en los Gemelos Cánfor.
—Estupendo. Se emplea en joyería en Cánfor VI y VII. ¿Y qué?
—Meladocia II es un planeta muy poco hospitalario —dijo Val—. La temperatura es de unos noventa y cinco grados centígrados y tiene atmósfera de amoníaco. Los humanos no lo visitan casi nunca, ni siquiera para prospecciones mineras.
Entonces, se vio en la cara de Cole que por fin lo había entendido.
—Se los quitó a un minero alienígena.
—Un balimond —dijo Val.
—Vamos a ver si lo adivino: por el motivo que sea, los balimonds no creen en las pólizas de seguros.
—Se trata de una institución humana, y los humanos no les gustan mucho.
—Lo que va a decirme es que ninguna compañía de seguros le pagará por ellos a Tiburón.
—Exacto.
—Y que no podría transportarlos hasta los Gemelos, porque el sistema Cánfor está cerrado a las naves humanas, aun cuando los canforianos no tomen parte en la actual guerra.
Val sonrió.
—Lo ha entendido.
—Así que, tanto si le gusta como si no, tendrá que venderle los cristales a un perista… y resulta que el perista más importante de este sector es David Copperfield.
—Me han dicho que no llegó a entenderse con él —dijo Val.
—Bueno, no me mató —dijo Cole—. Entonces, más pronto o más tarde, Tiburón tratará de venderle los cristales a un perista y lo más probable es que se decante por Copperfield. Es el perista más importante, el que tiene más dinero, los mejores contactos para colocarlos. —Por unos instantes reflexionó—. No tendría ningún sentido que lo esperásemos allí. Podrían pasar varios meses antes de que apareciera, todavía más si lo persiguen las tres naves de Muscatel… o si él las persigue a ellas. Pero eso no significa que no podamos llegar a un acuerdo con Copperfield para que nos informe cuando Tiburón contacte con él y le parezca que está a punto de entregarle los cristales.
—Será mejor que lo hagas en persona —intervino Sharon—. Un perista que opera en la cercanía de la República ha de ser muy cuidadoso. Tiene que saber que tu oferta no tiene trampa, que los polis no se encuentran un metro más allá de donde termina el holograma ni te apuntan a ti con sus láseres.
—Estoy de acuerdo —dijo Cole—. Val, ¿alguna vez se ha entrevistado en persona con David Copperfield?
—En dos ocasiones.
Cole se quedó en silencio, con la barbilla sobre el puño y los ojos entrecerrados.
—¿Cuál es el problema? —le preguntó Val por fin.
—Estoy pensando si tendría que llevarla conmigo —dijo Cole—. No sé si ver juntos a dos piratas conocidos le dará confianza, o si activará las alarmas de su cerebro. Yo le caigo bien, o por lo menos ésa fue la impresión que me dio, y ha cerrado tratos usted. Pero ¿se ha visto alguna vez que dos piratas se alíen y le pidan a un perista que putee a un tercero?
—Creo que mucho más a menudo de lo que usted piensa —dijo Val.
—Estoy de acuerdo —dijo Sharon—. En todo momento se hacen tratos en los negocios. Y esto es un negocio más.
—Ése es el problema. No es un negocio más. Es el tipo de negocio que se sella en color rojo, y no porque la tinta sea de ese color. Si colabora con nosotros, Copperfield sabrá que vamos a tener para siempre algo que podremos emplear contra él.
—Pero también sabe que casi nunca hacemos tratos con él —dijo Val—. Puede que no vuelva a vernos durante cinco o diez años.
—No haremos casi nunca tratos con él porque paga al cinco por ciento —dijo Cole—. Pero ¿y si le decimos: «páganos el cuarenta por ciento o les contaremos a todos los miembros de la tripulación de la
Pegaso
quién los delató»? O contamos a todos los piratas de la Frontera que David Copperfield vendió a uno de sus clientes porque otro cliente le pagó.
—Ya ha estado en Meandro-en-el-Río —dijo Val—. Ha visto lo bien protegido que está. Nadie va a poder con él.
—Gilipolleces. Me bastó con decir que me llamaba Steerforth para que me dejase entrar en su despacho. ¿Quién me dice que uno de los hombres de Tiburón no se va a anunciar como Pickwick?
—Puedes pasarte todo el día con la chorrada esa del «qué pasaría si» —dijo Sharon—. Yo pienso que deberías ir con Valquiria. Por lo menos, te protegerá las espaldas mucho mejor que cualquier otro.
—Está bien —admitió Cole—. Puede que también lleve a Morales. Por si tuviéramos que largarnos a toda prisa. Él conocerá mejor que nadie las rutas hasta el espaciopuerto. —Meditó y luego negó con la cabeza—. No, no sería una buena idea.
—¿Por qué, si conoce Meandro-en-el-Río?
—Si Val no pudiera entrar conmigo en el despacho de Copperfield, no tendría que preocuparme por ella. Sabe cuidar de sí misma. Pero, si la dejan entrar en el despacho, Morales se quedará solo. Sólo es un muchacho, y, a pesar de lo que le hizo a Chadwick en una pelea confusa a poca distancia, no creo que supiera cuidar de sí mismo en circunstancias como ésas. Sabremos llegar a la casa de Copperfield y volveremos a marcharnos sin necesidad de que nos ayude.
—Es demasiado bueno, Cole —dijo Val—. Todo el mundo es prescindible.
—Todo el mundo lo es en determinadas circunstancias, infrecuentes y definidas con precisión —reconoció Cole—, pero no durante todos los minutos de todos los días. Podemos llevar a cabo la misión sin ponerlo en peligro, y eso significa que debemos llevarla a cabo sin ponerlo en peligro.
—El capitán es usted —dijo Val—. Yo sólo quiero que recupere mi nave.
Valquiria cortó la conexión y su imagen desapareció.
—¿Sabes? —dijo Sharon—, vamos a tratar de encontrar la
Pegaso
, e interrogaremos a Moyer, Nichols y Bujandi hasta que se mareen, e intentaremos encontrar las naves de Muscatel, pero tu amiga la pelirroja ha tenido la mejor idea que nadie haya tenido hasta ahora para encontrar a Tiburón.
—Ya te dije que nos resultaría útil —dijo Cole.
—En el supuesto de que consideremos necesario localizar la
Pegaso
—añadió Sharon—. Si no fuese por ella, no nos haría ninguna falta.
—Si no fuese por ella, estaría de nuevo en la República en busca de una manera de vender la diadema y el resto de las joyas —dijo Cole—. Nos está impartiendo un máster en piratería.
—¿Pues entonces por qué tratas de ayudarla a recuperar su nave? A nosotros nos convendría no encontrarla en varios años.
—Porque Val no es idiota, Sharon. Si tratamos de alargar su estancia con nosotros, se dará cuenta, y ese mismo día desaparecerá. Tal vez deje a un capitán muerto tras de sí.
—Qué diablos —dijo Sharon—. Si no te queda otra alternativa que morir a manos de la tía esa, o hacerte matar por ella, pienso que esta noche no tienes por qué estar solo.
Cole y Val pasaron por las aduanas de Meandro-en-el-Río sin apenas trámites, y al cabo de poco rato iban ya camino de la mansión de David Copperfield.
—Cuando hayamos llegado, deje que sea yo quien la presente —decía Cole mientras avanzaban a toda velocidad por una carretera.
—Déjese de gilipolleces —le dijo Val—. Vamos a hacerle una propuesta, y él nos dirá que sí o que no.
—Es más probable que nos diga que sí en el caso de que me deje hablar a mí —dijo Cole. Se volvió hacia ella—. ¿No le apetece que paremos en una tienda para comprar trajes de época? Si es que encontramos alguna.
Val masculló una obscenidad.
—Ya me imaginaba que no. Además, no creo que hagan vestidos estilo siglo xix para gigantas pelirrojas. ¿Sabrá cortejarle, por lo menos?
—Pero ¿de qué diablos está hablando? —preguntó ella—. ¡Somos dos piratas y vamos a entrevistarnos con un perista!
—No sabe adaptarse a situaciones nuevas, ¿verdad? —dijo Cole.
—Me encargo de que sean las situaciones las que se adapten a mí.
—Ése es el motivo por el que tenemos que ayudarla a recuperar la nave —dijo el hombre con sorna.
Recorrieron el último kilómetro en silencio.
—Hemos llegado —anunció Val.
—Antes hablaba en serio —le dijo Cole—. Deje que sea yo quien la presente y negocie con él. Quiero que responda tan sólo a las preguntas directas. —Parecía que Val estuviese a punto de explotar de cólera, y Cole levantó una mano para hacerla callar—. Esto de ahora no lo hacemos por mi nave. Si no quiere hacerlo a mi manera, vaya usted sola, y que tenga buena suerte.
La mujer lo miró largamente y con rabia.
—Está bien —dijo por fin—. Lo haremos a su manera.
Anduvieron hasta la puerta de entrada. Se abrió y Jones les hizo pasar.
—Bienvenido, señor Smith —dijo—. ¿Usted y la señora Smith podrían acompañarme, por favor?
Val parecía molesta, pero no dijo nada, y los dos piratas siguieron a Cole hasta el despacho de Copperfield. La puerta se abrió para ellos y luego se cerró.
—¡Mi muy querido Steerforth! —dijo el alienígena que se llamaba a sí mismo David Copperfield—. ¡Cuánto me alegro de volver a verle! —Se volvió hacia Val—. ¿Y su bella acompañante se llama…?
—Olivia Twist —dijo Cole, porque Val parecía confusa.
—¡Un nombre perfecto! —exclamó Copperfield. De pronto hizo una reverencia—. Se halla usted en su casa, señora Twist.
—Gracias —murmuró Val con el entrecejo arrugado.
—¿Qué desea usted, Steerforth? —dijo Copperfield—. ¿Se ha decidido a separarse de sus diamantes, después de todo?
—Hace mucho tiempo que ya no los tengo —respondió Cole.
—¿De las joyas, entonces?
—También encontré la manera de colocarlas.
—Entonces, debe de haber conseguido usted un nuevo botín —dijo Copperfield.
—En realidad, no he venido a venderle nada —respondió Cole.
—¿Eh? —De repente, Copperfield lo miró con suspicacia—. Espero que no haya venido a robarme, porque, en ese caso, le convendría saber que cuatro armas les están apuntando.
—¿Robar a un amigo con el que fui a la escuela? —dijo Cole, mientras Val lo miraba como si estuviera loco—. Eso sería impensable.
—¡Ya sabía yo que éramos espíritus afines! —dijo Copperfield—. ¿Puedo preguntarle a qué ha venido?
—Como le decía, no he venido a venderle nada, sino, más bien, a comprarle algo.
—Todo lo que tengo aquí está a la venta, salvo la ropa que llevo —respondió Copperfield—. Aunque, si me ofreciera una buena cantidad por ellas…
—Lo único que quiero comprarle es información.
—¡Ah! —dijo Copperfield con una sonrisa—. La más valiosa de las mercancías, y, por eso mismo, la más cara.
—No creemos que en estos momentos posea usted la información que necesitamos, pero sí hemos pensado que podría obtenerla, en un futuro relativamente cercano.
—Me tiene usted intrigado.
—Unos bandoleros le robaron a la pobre Olivia su medio de transporte —dijo Cole.
—¿Y ese medio de transporte tenía un nombre?
—La
Pegaso
—dijo Val.