Sol naciente (45 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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—¿Sabes algo de esto, Pete?

—Sí.

—¿Tienes el nombre?

—Kasaguro Ishigura.

Wolfe puso los ojos bizcos.

—¿Cómo se escribe?

Empecé a deletrear a voces. Finalmente, saqué del bolsillo la tarjeta y se la di.

—¿Es él?

—Sí.

—¿Dónde conseguiste la tarjeta?

—Es una larga historia —dije—. Pero se le buscaba por asesinato.

Wolfe asintió.

—Deja que saque el cuerpo y luego hablaremos.

—De acuerdo.

Finalmente, tuvieron que usar la grúa de la obra para sacarlo. El cuerpo de Ishigura, flácido y cubierto de cemento, me pasó sobre la cabeza.

Me cayeron encima gotas de cemento que salpicaron un letrero que estaba caído a mis pies. Era de la constructora de la «Nakamoto» y en él se leía, en grandes letras: CONSTRUIMOS PARA UN NUEVO MAÑANA. Y, debajo: ROGAMOS PERDONEN LAS MOLESTIAS.

Se tardó otra hora en acabar las diligencias en el lugar de los hechos. Y el jefe quería nuestros informes aquella misma tarde, de modo que después tuvimos que ir a la central de Parker, a hacer el papeleo.

Eran las cuatro cuando entramos en el café de enfrente. Apetecía de la oficina.

—En resumidas cuentas, ¿Ishigura, por qué mató a la muchacha?

Connor suspiró.

—No está del todo claro. A mi modo de ver, lo que ocurrió pudo ser esto: Eddie trabajaba para la
kaisha
de su padre. Una de sus funciones consistía en procurar mujeres para los personajes políticos que venían de visita. Llevaba años haciéndolo. Para él era fácil: frecuentaba las fiestas, conocía a chicas, los congresistas querían chicas y él tenía la ocasión de conquistar la amistad de los congresistas. Pero Cheryl le brindó una oportunidad especial, porque el senador Morton, presidente del Comité de Finanzas, se coló por ella. Morton fue lo bastante listo como para romper, pero Eddie se la enviaba a todas partes en jets privados, para que la relación no se enfriara. A Eddie también le gustaba Cheryl: aquella misma tarde se había acostado con ella. Y fue Eddie quien hizo que ella fuera a la fiesta de la «Nakamoto», porque sabía que Morton asistiría. Eddie quería inducir a Morton a oponerse a la venta y por eso le preocupaba la reunión del sábado. Por cierto, en la cinta de la cadena de Televisión, usted creyó que decía a Cheryl «barata». En realidad, decía
nichibei
, relaciones nipo-norteamericanas.

»Pero yo creo que lo único que quería Eddie era que Morton viera a Cheryl. Dudo que tuviera algún plan acerca del piso cuarenta y seis. Desde luego, no esperaba que ella subiera con Morton. La idea debió de partir de alguien de la «Nakamoto» durante la fiesta. La compañía había dejado abierto el piso cuarenta y seis por una razón muy sencilla: en él hay una
suite
que a veces es utilizada por los jefes. Está en la parte de atrás.

—¿Y usted cómo lo sabe? —pregunté.

Connor sonrió.

—Hanada-san mencionó haberla usado. Al parecer, es muy lujosa.

—Entonces es verdad que tiene usted contactos.

—Alguno. Yo supongo que, en realidad, la «Nakamoto» sólo trataba de ser complaciente. Tal vez ahí arriba hayan instalado cámaras con la idea de hacer chantaje, pero tengo entendido que en el dormitorio no las hay. Y el que hubiera una en la sala de juntas indica que Phillips tenía razón: las cámaras habían sido instaladas con vistas a mejorar la eficacia de los empleados. Desde luego, no podían esperar que el acto sexual ocurriera donde ocurrió.

»De todos modos, cuando Eddie vio que Cheryl se marchaba con Morton a otro lugar del edificio, debió de alarmarse. De manera que los siguió. Presenció el homicidio que, probablemente, fue accidental y luego ayudó a su amigo Morton a salir de allí y volvió con él a la fiesta.

—¿Y las cintas?

—Ah. ¿Recuerda que hablamos de soborno? Eddie sobornaba a un empleado de seguridad llamado Tanaka. Creo que Eddie le proporcionaba droga. Lo cierto es que hacía un par de años que se conocían. Y cuando Ishigura ordenó a Tanaka que retirara las cintas, Tanaka lo dijo a Eddie.

—Y Eddie bajó y recogió él las cintas.

—Sí. En compañía de Tanaka.

—Pero Phillips dijo que Eddie estaba solo.

—Phillips mintió, porque conocía a Tanaka. Por eso no protestó: Tanaka le dijo que no había de qué preocuparse. Y, cuando Phillips nos contó lo sucedido, se calló la intervención de Tanaka.

—¿Y después?

—Ishigura envió a un par de hombres a limpiar el apartamento de Cheryl. Tanaka llevó las cintas a sacar copias y Eddie se fue a la fiesta de Beverly Hills.

—Pero Eddie se quedó con una de las cintas.

—Sí.

Reflexioné.

—En la fiesta, Eddie nos contó una historia diferente.

—Mintió —dijo Connor.

—¿A usted, su amigo?

Connor se encogió de hombros.

—Pensaba que no se descubriría.

—¿Y qué me dice de Ishigura? ¿Por qué mató a la chica?

—Para tener a Morton en el bolsillo. Y lo consiguió. Morton cambió de actitud en el asunto «MicroCon». Morton iba a dejar que la operación siguiera adelante.

—¿Por eso mató Ishigura? ¿Por la compra de una empresa?

—No creo que fuera premeditado. Ishigura estaba muy presionado. Creía que debía demostrar su valía a sus superiores. Era mucho lo que se jugaba, tanto que actuó de modo impropio de un japonés normal en aquellas circunstancias. Y, en un momento de extrema tensión, mató a la muchacha, sí. Como dijo él, era una mujer sin importancia.

—Joder.

—Pero creo que hay algo más. Morton tenía cierto resentimiento hacia los japoneses: esa broma suya acerca de lanzar la bomba… Y follar encima de la mesa de juntas. Es… una falta de respeto, ¿no le parece? Eso debió de enfurecer a Ishigura.

—¿Y quién llamó a la Policía?

—Eddie.

—¿Por qué?

—Para violentar a la «Nakamoto». Eddie acompañó a Morton a la fiesta y luego llamó a la Policía. Probablemente, desde el mismo piso de la fiesta. Cuando llamó, no sabía lo de las cámaras de seguridad. Y, cuando Tanaka se lo dijo, empezó a preocuparse. Temió que Ishigura le tendiera una trampa. Y volvió a llamar.

—Y entonces preguntó por su amigo, John Connor.

—Sí.

—Entonces, ¿Eddie era Koichi Nishi?

—Era un pequeño chiste —asintió Connor—. Koichi Nishi es el nombre de un personaje en una célebre película japonesa que trata de la corrupción en las grandes empresas.

Connor terminó su café y se apartó de la barra.

—¿Por qué abandonaron a Ishigura los japoneses?

—Ishigura había actuado con temeridad. El jueves por la noche dio prueba de excesivo individualismo. A ellos no les gusta eso. La «Nakamoto» no hubiera tardado en enviarlo a casa. Ishigura hubiera pasado el resto de su vida en el Japón, en un
madogiwa
. Un asiento junto a una ventana. Una persona que queda al margen de las decisiones de la empresa y que se pasa el día mirando por la ventana. En cierto modo, equivale a una condena de cadena perpetua.

Reflexioné.

—Y cuando usted llamó a la central por el teléfono del coche para decir lo que pensaba hacer…, ¿quién estaba a la escucha?

—Es difícil de adivinar —dijo Connor encogiéndose de hombros—. Pero yo apreciaba a Eddie. Le debía el favor. No quería que Ishigura volviera a casa.

En la oficina, encontré a una anciana esperándome. Vestía de negro y dijo ser la abuela de Cheryl Austin. Los padres de Cheryl habían muerto en un accidente de automóvil cuando la niña tenía cuatro años, y la había criado ella. Me contó cómo era Cheryl de niña, allá en Texas.

—Era bonita, sí —dijo— y gustaba mucho a los chicos. Siempre tenía a un puñado de ellos rondando. Ni a bastonazos podías ahuyentarlos. —Hizo una pausa—. Desde luego, Cheryl nunca fue una muchacha formal. Le gustaba tener a todos aquellos chicos al retortero. Recuerdo que tenía siete u ocho años y ya hacía que se pelearan por ella y cuando los veía rodar por el polvo, palmeteaba de alegría. A los quince años, ya era una especialista. Sabía exactamente lo que tenía que hacer para llevarlos de coronilla. No era bonito ver aquello. No; Cheryl no estaba bien de la cabeza. A veces podía ser mezquina. Y siempre aquella canción, de día y de noche. Algo sobre perder la cabeza.

—¿Jerry Lee Lewis?

—Desde luego, yo sabía por qué. Era la canción favorita de su padre. Cuando ella era pequeña, él la llevaba a la ciudad en su descapotable, rodeándola con el brazo y tocando esa música a todo volumen en la casete del coche. Ella llevaba su vestido nuevo. Era tan bonita de niña. Idéntica a su madre.

Entonces, con estos recuerdos, la mujer empezó a llorar. Yo le di un «Kleenex». Traté de consolarla.

Y a poco empezó a preguntar qué había ocurrido. Cómo había muerto Cheryl.

Yo no supe qué decirle.

Cuando salía de la oficina a Parker Center, al llegar a la altura de uno de los surtidores, me salió al paso un japonés. Tenía unos cuarenta años, el pelo planchado y bigote. Me saludó ceremoniosamente y me dio su tarjeta. Yo tardé un momento en reconocer en él a Mr. Shirai, el director de Finanzas de la «Nakamoto».

—Sumisu-san, he querido venir a verle en persona para decirle lo mucho que mi empresa lamenta el comportamiento de Mr. Ishigura. Sus actos son reprobables y actuó sin autoridad. «Nakamoto» es una empresa honorable que no infringe la ley. Yo le aseguro que él no representa a nuestra compañía ni su filosofía empresarial. Pero, por su trabajo en este país, Mr. Ishigura entró en contacto con banqueros de inversiones y hombres que realizan compras hostiles con coacción. Francamente, creo que había estado demasiado tiempo en los Estados Unidos. Había adquirido malas costumbres.

Conque aquí lo tenía: una disculpa y un insulto a la vez. Tampoco a él supe qué decirle.

Finalmente, dije:

—Mr. Shirai, se hizo una oferta de financiar la compra de una pequeña casa…

—¿Sí?

—Sí. Quizás usted no está al corriente.

—Sí; creo haber oído algo.

—Me gustaría saber qué piensan hacer ahora respecto a ese ofrecimiento.

Un largo silencio.

Sólo el murmullo del surtidor a mi derecha.

Shirai me miró entornando los ojos a la luz brumosa de la tarde, tratando de decidir.

Finalmente, dijo:

—Sumisu-san, la oferta es improcedente. Desde luego, está retirada.

—Muchas gracias, Mr. Shirai —dije.

Connor y yo volvimos en el coche a mi apartamento. Ninguno hablaba, íbamos por la autopista de Santa Mónica. Las señales de tráfico habían sido emborronadas con spray por las bandas callejeras El coche brincaba sobre la ondulada calzada. A la derecha, los rascacielos de Westwood se elevaban entre el
smog
. El paisaje parecía pobre y decrépito.

Finalmente, dije:

—¿Así que sólo se trataba de esto? ¿Competencia entre la «Nakamoto» y otra empresa japonesa por la «MicroCon»? ¿O había algo más?

Connor se encogió de hombres.

—Probablemente, múltiples objetivos. Los japoneses suelen pensar de ese modo. Y para ellos los Estados Unidos es ahora una arena en la que compiten entre ellos. Ésta es la verdad. A sus ojos, no somos muy importantes.

Entramos en mi calle. Hubo un tiempo en que me gustaba: una calle arbolada con edificios de apartamentos y un parque a un extremo, para mi hija. Ahora no me resultaba agradable. El aire estaba contaminado y la calle parecía sucia, inhóspita.

Aparqué el coche. Connor se apeó y me estrechó la mano.

—No se desanime.

—Pues lo estoy.

—No; la situación es grave, pero puede cambiar. Ya ha cambiado otras veces. Puede volver a cambiar.

—Imagino que sí.

—¿Qué piensa hacer ahora? —me preguntó.

—No lo sé. Me gustaría marcharme. Pero no hay adonde ir. Él asintió.

—¿Va a dejar el Departamento?

—Probablemente. Desde luego, voy a dejar Servicios Especiales. Está… muy poco claro.

—Cuídese,
kohai
. Gracias por su ayuda.

—Cuídese usted también,
sempai
.

Me sentía cansado. Subí las escaleras y entré en mi apartamento. Estaba muy silencioso, sin la niña. Saqué de la nevera una lata de «Coke» y entré en la sala; pero, cuando me senté en la butaca, volvió a dolerme la espalda. Me levanté y puse la tele. No tenía ganas de mirar. Pensé en lo que había dicho Connor, de que en Norteamérica todo el mundo concentraba su atención en las cosas sin importancia. Respecto a la situación creada con el Japón, la gente debía comprender que, si uno vende el país al Japón, le guste o no, los japoneses serán sus dueños. Y el dueño de una cosa hace con ella lo que quiere. Es la regla.

Entré en mi cuarto y me cambié de ropa. En la mesita de noche seguían las fotos del cumpleaños de mi hija que yo estaba clasificando cuando empezó todo esto. Las fotos en las que ya estaba distinta de ahora, que no se ajustaban a la realidad. Oí risas metálicas del televisor de la sala. Yo solía pensar que, básicamente, las cosas estaban bien. Y no están bien.

Entré en el cuarto de mi hija. Miré la cuna, con la colcha de elefantitos aplicados. Pensé en cómo dormía mi hija, tan confiada, boca arriba, con los brazos a cada lado de la cabeza. Pensé en cómo confiaba ella en que yo le construyera su mundo. Y pensé en el mundo que ella encontraría. Empecé a hacerle la cama sintiendo una viva inquietud.

Transcripción del: 15 de Marzo (99)

INT: Muy bien, Pete, creo que nos basta con eso. A no ser que quieras añadir algo.

SUJ: No. Eso es todo.

INT: Tengo entendido que has dimitido de Servicios Especiales.

SUJ: Así es.

INT: Y que recomendaste por escrito al jefe Olson que se modificara el programa de formación de enlaces para casos relacionados con ciudadanos asiáticos. ¿Dijiste que debía cortarse toda relación con la Fundación pro Amistad Nipo-norteamericana?

SUJ: Sí.

INT: ¿Por qué?

SUJ: Si el Departamento desea contar con personal especialmente preparado, que pague su preparación. Me parece más saludable.

INT: ¿Saludable?

SUJ: Sí; ya es hora de que volvamos a hacernos cargo de nuestro país. Es hora de que paguemos nuestros gastos.

INT: ¿Has recibido respuesta del jefe?

SUJ: No; aún estoy esperando.

Si no quieren que el Japón lo compre, no lo vendan.

A
KIO
M
ORITA

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