Sol naciente (19 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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—Exactamente. ¿Por qué no se las lleva?

—¿A casa? —Estaba terminantemente prohibido llevarse pruebas a casa. Era contrario al reglamento. Connor se encogió de hombros.

—Yo no lo dejaría al azar. Llévese las cintas y mañana por la mañana usted mismo se encarga de pedir las copias.

Yo me puse la caja de las cintas debajo del brazo y dije:

—¿No le parece que alguien del Departamento podría…?

—Nada de eso —dijo Connor—. Y se trata de pruebas de importancia capital. No podemos exponernos a que alguien pase junto al armario donde están las pruebas con un potente electroimán mientras nosotros dormimos, ¿verdad?

Finalmente, me llevé las cintas. Al salir encontramos a Ishigura, sentado en el mismo sitio y tan contrito como antes. Connor le dijo algo en rápido japonés. Ishigura se puso en pie, hizo una reverencia y se marchó precipitadamente.

—¿Tan asustado está?

—Sí —dijo Connor.

Ishigura andaba por el pasillo delante de nosotros, de prisa y con la cabeza baja. Parecía casi la caricatura del hombrecillo asustado.

—¿Por qué? —dije—. Ha vivido aquí el tiempo suficiente para saber que, en su caso, la acusación por ocultamiento de pruebas no puede prosperar. Y aún tenemos menos posibilidades de hacer algo contra la «Nakamoto».

—No es eso —dijo Connor—. A él no le preocupa la cuestión judicial. A él le preocupa el escándalo. Porque, si estuviéramos en el Japón, el escándalo sería sonado.

Doblamos la esquina. Ishigura estaba junto a la batería de ascensores, esperando. Nosotros también nos pusimos a esperar. Hubo un momento de tensión. Llegó el primer ascensor e Ishigura se hizo a un lado para dejarnos pasar. Cuando se cerraron las puertas, él estaba en el vestíbulo, haciéndonos una reverencia. El ascensor empezó a bajar.

—En el Japón, él y su compañía estarían acabados.

—¿Por qué?

—Porque en el Japón el escándalo es el arma más corriente para hacer un nuevo reparto de privilegios. Para librarse de un adversario poderoso. Allí es un procedimiento de rutina. Descubres un punto vulnerable y lo filtras a la Prensa o a los investigadores del Gobierno. Inevitablemente, estalla el escándalo y la persona o la organización queda hundida para siempre. Así es como el escándalo Recruit provocó la dimisión del primer ministro Takeshita. Y como los escándalos financieros hicieron caer al primer ministro Tanaka en los años setenta. Es el medio que utilizaron los japoneses hace un par de años para chinchar a la «General Electric».

—¿Chinchar a la «General Electric»?

—Con el escándalo Yokogawa. ¿No ha oído hablar de él? Bien. Es un clásico de la habilidad maniobrera de los japoneses. Hace años, la «General Electric» fabricaba los mejores aparatos de exploración médica del mundo. La «GE» fundo una filial, la «Yokogawa Medical», para comercializar sus aparatos en el Japón. Y la «GE» trabajaba al modo japonés: reduciendo costes por debajo de la competencia para introducirse en el mercado, proporcionando un servicio técnico excelente, obsequiando a los clientes, regalando a posibles compradores pasajes de avión y cheques de viaje. Nosotros lo llamaríamos soborno, pero en el Japón es el procedimiento comercial comente. «Yokogawa» no tardó en convertirse en líder del mercado, situándose por delante de empresas japonesas como «Toshiba». A las empresas japonesas no les gustaba aquello y se quejaban de competencia desleal. Y un día agentes del Gobierno irrumpieron en las oficinas de la «Yokogawa» y encontraron pruebas de los sobornos. Arrestaron a varios empleados de la «Yokogawa» y desprestigiaron a la compañía con el escándalo. Ello afectó a las ventas de la «GE» en el Japón. No importaba que las demás empresas japonesas también ofrecieran sobornos. Casualmente, la empresa descubierta fue la que no era japonesa. Es asombroso cómo ocurren estas cosas.

—¿Tan grave es?

—Los japoneses pueden ser muy duros. Ellos dicen que «los negocios son la guerra» y lo dicen convencidos. Ya sabe usted que el Japón no pierde ocasión de decirnos que sus mercados están abiertos. Pues bien, hubo un tiempo en que el japonés que compraba un coche norteamericano recibía la visita de los inspectores de Hacienda. De modo que muy pronto nadie compró coches norteamericanos. Y los funcionarios se encogen de hombros: ¿qué pueden hacer ellos? Su mercado está abierto: ellos no pueden obligar a la gente a comprar coches americanos. La obstrucción es constante. Cada coche que se importa tiene que ser probado en el muelle, para comprobar que se ajusta a las disposiciones sobre emisión de gases. Los medicamentos extranjeros sólo pueden ser probados en laboratorios japoneses y en ciudadanos japoneses. Antes los esquíes extranjeros estaban prohibidos porque se decía que la nieve japonesa era más húmeda que la europea y la americana. Ésta es la forma en que ellos tratan a otros países; no es de extrañar que les preocupe que puedan pagarles con la misma moneda.

—Entonces, ¿Ishigura espera que haya escándalo porque eso sería lo que ocurriría en el Japón?

—Sí. Él teme que la «Nakamoto» se hunda de la noche a la mañana. Pero dudo que ocurra eso. Lo más probable es que mañana, en Los Ángeles, la gente vaya a lo suyo, como de costumbre.

Llevé a Connor a su apartamento. Cuando se apeaba, le dije:

—Bien, ha sido interesante, capitán. Gracias por dedicarme su tiempo.

—No hay de qué darlas —dijo Connor—. Llámeme si alguna vez necesita ayuda.

—Espero que no tenga el partido de golf muy temprano.

—En realidad, es a las siete, pero a mi edad ya no se necesita dormir mucho. Juego en Sunset Hills.

—¿No es un campo japonés? —La compra del Sunset Hills Country Club era uno de los más recientes agravios sufridos por Los Ángeles. El club de golf West Los Ángeles fue adquirido en 1990 por una cifra astronómica: doscientos millones de dólares. En aquel entonces, los nuevos propietarios japoneses dijeron que nada cambiaría. Pero el número de socios norteamericanos iba disminuyendo paulatinamente por un sencillo procedimiento: cuando un norteamericano se daba de baja, su plaza era ofrecida a un japonés. Las plazas de socio del Sunset Hills se vendían por un millón de dólares en Tokyo, donde eran consideradas una ganga y había una larga lista de espera.

—Es que juego con japoneses —dijo Connor.

—¿Y juega a menudo?

—Los japoneses, como usted sabe, son unos apasionados del golf. Yo procuro jugar dos veces a la semana. A veces, se entera uno de cosas interesantes. Buenas noches,
kohai
.

—Buenas noches, capitán.

Me fui a casa.

Cuando entraba en la autopista de Santa Mónica, sonó el teléfono. Era la telefonista de la central.

—Teniente, tenemos una llamada para Servicios Especiales. Oficiales de servicio solicitan la ayuda de un enlace.

—Está bien —suspiré. Ella me dio el número de la unidad móvil.

—Hola, colega.

Era Graham.

—Hola, Tom.

—¿Estás solo?

—Sí. Me voy a casa. ¿Por qué?

—Se me ha ocurrido que en este arresto quizá sea preferible tener a mano al oficial de enlace para casos relacionados con ciudadanos japoneses.

—Creí que querías hacerlo tú solo.

—Sí, pero quizá tú quieras venir a ayudarme. Para que se haga todo en regla.

—¿Es una operación CEL? —Quería decir «cubrirse el culo».

—Eh, ¿quieres ayudarme o no?

—Claro que sí, Tom. Voy para allá.

—Te esperamos.

Eddie Sakamura vivía en una casita situada en una de las calles estrechas y tortuosas de la parte alta de las colinas de Hollywood, encima de la autopista 101. Eran las tres menos cuarto de la madrugada cuando doblé un recodo y vi los dos coches patrulla con las luces apagadas y el sedán color arena de Graham aparcados a un lado. Graham estaba con los agentes, fumando un cigarrillo. Yo tuve que retroceder una docena de metros hasta encontrar un hueco en el que dejar el coche. Luego me acerqué a ellos.

Fuimos hacia la casa de Eddie, construida encima de un garaje situado al nivel de la calle. Era una de esas casas de dos dormitorios, de estuco blanco, construidas en los años cuarenta. Las luces estaban encendidas y se oía cantar a Frank Sinatra.

—No está solo —dijo Graham—. Tiene por lo menos a un par de tías ahí arriba.

—¿Cómo piensas hacerlo? —pregunté.

—Dejaremos aquí a los chicos —respondió Graham—. Les he dicho que no disparen, no te apures. Tú y yo subimos y hacemos el arresto.

Una empinada escalera subía del garaje a la casa.

—De acuerdo. Tú ves por delante y yo iré por detrás.

—Nada de eso, te quiero a mi lado, colega. No es peligroso, ¿verdad?

Vi cruzar ante la ventana la silueta de una mujer. Parecía estar desnuda.

—Creo que no —respondí.

—De acuerdo, pues vamos allá.

Subimos las escaleras en fila india. Frank Sinatra cantaba
My Way
. Oímos risas de mujer. Parecía haber más de una.

—Joder, ojalá los pillemos con droga.

Pensé que era probable. Cuando llegamos a lo alto de la escalera, nos agachamos para no ser vistos a través de las ventanas. La puerta principal era de estilo español, muy robusta. Graham se paró y yo di unos pasos hacia la parte trasera de la casa donde se veía el resplandor verdoso de las luces de una piscina. Probablemente, había otra puerta que daba a la piscina. Traté de ver dónde estaba.

Graham me dio una palmada en el hombro. Yo retrocedí. Él hizo girar suavemente el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave. Graham sacó su revólver y me miró. Yo saqué la pistola.

Él levantó tres dedos. A la de tres.

Graham abrió la puerta de un puntapié y entró agachándose y gritando:

—¡Quietos, policía! ¡No se muevan! —Antes de entrar en la habitación, oí gritar a las mujeres.

Eran dos, estaban completamente desnudas y corrían por la habitación dando chillidos.

—¡Eddie, Eddie!

Eddie no estaba.

—¿Dónde está Eddie Sakamura? —gritaba Graham—. ¿Dónde está?

La pelirroja se cubrió con un almohadón del sofá.

—¡Fuera de aquí, cerdo! —gritó y arrojó el almohadón a Graham. La otra, una rubia, corrió al dormitorio. Nosotros la seguirnos y la pelirroja nos tiró otro almohadón.

En el dormitorio, la rubia cayó al suelo y dio un alarido de dolor. Graham se inclinó sobre ella con el revólver.

—¡No me mate! —gritó la rubia—. ¡Yo no he hecho nada!

Graham la agarró del tobillo. El cuerpo desnudo se retorcía. La chica estaba histérica.

—¿Dónde ha ido Eddie? —dijo Graham—. ¿Dónde está?


¡En una reunión!
—gritó la muchacha.

—¿Dónde?


¡En una reunión!
—Y, agitando la otra pierna, dio a Graham un puntapié en las bolas.

—¡Oh, Dios! —dijo Graham soltándola. Se sentó pesadamente tosiendo. Yo volví a la sala. La pelirroja llevaba zapatos de tacón alto y nada más.

—¿Dónde está Eddie? —pregunté.

—Cerdos —dijo ella—. Sois unos cerdos de mierda.

Yo me dirigí a la puerta del otro extremo de la habitación. Estaba cerrada con llave. La pelirroja vino corriendo y empezó a darme puñetazos en la espalda.

—¡Déjalo en paz! ¡Déjalo en paz! —Yo trataba de abrir la puerta mientras ella me pegaba. Me pareció oír voces al otro lado.

Al momento, la mole de Graham se proyectó contra la puerta y la madera se astilló. La puerta se abrió. Vi una cocina, iluminada por la luz verde de la piscina. No había nadie. La puerta trasera estaba abierta.

Mierda
. Ahora la pelirroja me había saltado a la espalda y me atenazaba la cintura con las piernas. Me tiraba del pelo y gritaba palabras obscenas. Yo giraba sobre mí mismo, tratando de sacudírmela. Era uno de aquellos momentos extraños en los que, en pleno caos, piensas con claridad.
Ten cuidado. No le hagas daño
, me decía, porque produciría muy mal efecto que una joven tan bonita acabara con una cuantas costillas o un brazo rotos; sería brutalidad policial, a pesar de que ella estaba arrancándome mechones de pelo. Sentí un agudo dolor en una oreja: me había mordido. Entonces me arrojé de espaldas contra la pared y la oí gruñir al quedarse sin aliento. Me soltó.

Vi por la ventana una sombra que bajaba la escalera. Graham también la vio.

—Joder —dijo echando a correr. Yo también hubiera corrido, pero la mujer debió de ponerme la zancadilla porque caí pesadamente al suelo. Cuando me puse en pie oí las sirenas y los motores de los coches patrulla que arrancaban.

Al instante, me encontré bajando las escaleras. Graham me llevaba unos diez metros de ventaja cuando el «Ferrari» de Eddie salió del garaje marcha atrás, hizo chirriar el cambio y se alejó calle abajo zumbando.

Los coches patrulla iniciaron la persecución. Graham corrió hacia su sedán. Ya había arrancado y salido cuando yo aún corría hacia mi coche, que había dejado más abajo. Cuando pasó por mi lado vi su cara, crispada y furiosa.

Yo subí a mi coche y le seguí.

No se puede circular por las colinas a toda velocidad y hablar por teléfono. Ni siquiera lo intenté. Calculé que estaba a medio kilómetro de Graham y que los coches patrulla le llevaban cierta ventaja. Cuando llegué al pie de la colina, al paso elevado de la 101, vi las luces de los coches patrulla que bajaban por la autopista. Tuve que hacer marcha atrás para buscar la entrada situada debajo de Mulholland donde me uní al tráfico que se dirigía hacia el Sur.

Cuando el tráfico empezó a aminorar la marcha, puse la luz en el techo y avancé por el arcén.

Llegué a la pared de hormigón unos treinta segundos después de que el «Ferrari» chocara contra ella a ciento sesenta kilómetros por hora. El depósito debió de explotar con el impacto y las llamas se elevaban a quince metros. El calor era tremendo. Daba la impresión de que el fuego iba a prender en los árboles de la colina. Imposible acercarse al montón de hierros retorcidos.

Con el primer coche-bomba llegaron otros tres coches patrulla. Todo eran sirenas y luces destellantes. Yo aparté el coche para dejar paso a los bomberos y me acerqué a Graham. Estaba fumando. Los bomberos empezaron a rociar de espuma los restos del coche.

—¡Joder, vaya fregado!

—¿Por qué no lo detuvieron los agentes cuando estaba en el garaje?

—Porque yo les dije que no dispararan. Y nosotros no estábamos allí. Ellos estaban tratando de decidir lo que tenían que hacer cuando él se fue. —Sacudió la cabeza—. Vamos a quedar como unos imbéciles en el informe.

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