—Que nos traiga la cinta.
Miré a Connor. Él movió afirmativamente la cabeza. Sí.
—Conforme —dije—. Pero antes retire a su gente.
—¿Cómo dice?
Connor apretó un puño e hizo una mueca de furor. Quería que me mostrara enfadado. Tapó el micro del teléfono y me susurró al oído una frase en japonés.
—Escuche bien —dije—:
Yoku kiki!
Se oyó un gruñido. Sorpresa.
—
Hai.
Los hombres se retiran. Y ahora usted viene, teniente.
—De acuerdo —dije—. Allá voy. Colgué el teléfono.
Connor susurró:
—Treinta segundos —y se marchó. Yo todavía estaba abrochándome la camisa por encima del chaleco. El Kevlar es abultado y da mucho calor. Ya estaba sudando.
Esperé treinta segundos mirando la esfera de mi reloj, viendo correr el segundero. Luego, salí.
Alguien había apagado la luz de la escalera. Tropecé con un cuerpo. Me enderecé y miré la cara del caído. Era asiática, delgada y sorprendentemente joven. Un adolescente. Estaba inconsciente y respiraba deprisa.
Lentamente, bajé la escalera.
En el rellano del primer piso no había nadie. Seguí bajando. Detrás de una puerta del primer piso, oí risa enlatada de un televisor. Una voz decía:
—Cuéntenos a dónde fueron en esa primera cita.
Seguí hasta la planta baja. La puerta de la calle era de vidrio. Fuera no se veía más que coches aparcados, un seto y un trozo de césped delante del edificio. Los hombres y sus coches quedaban a la izquierda, fuera de mi campo visual.
Esperé. Inhalé una bocanada de aire. El corazón me golpeaba el pecho. Yo no quería salir, pero no pensaba más que en alejarlos de mi hija. Llevar la acción lejos de…
Salí a la noche.
Sentí el aire frío en la cara y cuello sudorosos.
Di dos pasos adelante.
Ahora podía ver a los hombres. Estaban a unos diez metros, al lado de los coches. Conté cuatro. Uno de ellos me llamó agitando un brazo. Yo vacilé.
¿Dónde estaban los otros?
No veía a nadie más que a los que estaban junto a los coches. Otra vez me hacían señas. Eché a andar hacia ellos cuando, de pronto, sentí un fuerte golpe en la espalda que me hizo caer de bruces en la hierba mojada.
Tardé un momento en comprender lo ocurrido.
Me habían disparado por la espalda.
Y entonces, alrededor de mí, bruscamente, empezaron a crepitar las armas de fuego automáticas. Los fogonazos iluminaban la calle como relámpagos. Las detonaciones despertaban eco en las paredes. Estallaban vidrios. Oí gritos. Más disparos. Motores que arrancaban y coches que pasaban por mi lado zumbando. Casi inmediatamente, sonaron sirenas de la Policía, chirriaron neumáticos y se encendieron focos. Yo me quedé donde estaba, tendido boca abajo en la hierba. Me daba la impresión de que llevaba allí una hora. Entonces advertí que todos los gritos eran en inglés.
Por fin alguien se agachó a mi lado y dijo:
—No se mueva, teniente. Antes déjeme ver. —Reconocí la voz de Connor. Sentí su mano en la espalda, palpando. Luego dijo—: ¿Puede volverse, teniente?
Me volví.
Connor me miraba a la luz potente de los focos.
—No han penetrado —dijo—. Pero mañana va a tener un buen dolor de espalda.
Me ayudó a ponerme de pie.
Me volví para ver al que me había disparado. Pero no vi a nadie: sólo unos cuantos cartuchos amarillo oscuro en la hierba verde, al lado de la puerta.
El titular rezaba:
BANDA VIETNAMITA ATACA EN WESTSIDE
.
La información decía que Peter Smith, oficial de Servicios Especiales del departamento de Policía de Los Ángeles, había sido víctima de un ataque revanchista de una banda de Orange County llamada Mataperros. El teniente Smith había recibido dos disparos cuando las unidades de Policía llegaron al escenario de los hechos para dispersar a los atacantes. Ninguno de los sospechosos había sido capturado con vida. Dos habían muerto en el tiroteo.
Yo leía los periódicos sentado en la bañera, tratando de aliviarme el dolor de la espalda con agua caliente. Tenía dos grandes y feas contusiones una a cada lado de la columna. Me dolía al respirar.
Había enviado a Michelle a casa de mi madre, en San Diego, para todo el fin de semana o hasta que se aclarase la situación. Elaine la había llevado en el coche la noche antes.
Yo seguía leyendo.
Según los periódicos, se creía que los Mataperros eran la misma banda que la semana anterior se había acercado a Rodney Howard, un niño negro de dos años que jugaba con su triciclo a la puerta de su casa, en Inglewood y le había disparado en la cabeza. Se decía que podía tratarse de un acto de iniciación en la banda, y la crueldad del caso había indignado a la opinión pública que se preguntaba si la Policía de Los Ángeles era capaz de dominar la violencia de las bandas en el sur de California.
Volvía a haber muchos periodistas en la puerta de mi casa, pero no pensaba hablar con ninguno. El teléfono sonaba constantemente, pero tenía puesto el contestador. Estuve mucho rato en el baño, tratando de decidir lo que iba a hacer.
A media mañana, llamé a Ken Shubik al
Times
.
—Esperaba tu llamada —me dijo—. Ya puedes estar contento.
—¿Por qué?
—Por estar vivo —dijo Ken—. Esos chicos son veneno.
—¿Te refieres a los chicos vietnamitas de anoche? Hablaban japonés.
—No.
—Sí, Ken.
—¿No era exacta la noticia?
—No mucho.
—Eso lo explica —dijo.
—¿Qué explica?
—Esa noticia la trajo
la Comadreja
. Y hoy
la Comadreja
está en desgracia. Incluso se habla de despido. Nadie sabe qué es lo que ocurre exactamente, pero lo cierto es que ocurre algo. De repente, a alguien de las altas esferas le ha dado por el Japón. Vamos a iniciar una serie de investigaciones de las empresas japonesas en los Estados Unidos.
—¿Sí?
—Desde luego, por el periódico de hoy, nadie lo diría. ¿Has visto la sección de Economía?
—No; ¿por qué?
—La «Darley-Higgins» ha anunciado la venta de la «MicroCon» a «Akai». Viene en la página cuatro. Un suelto de dos centímetros.
—¿Eso es todo?
—No merece más, imagino. Es sólo otra empresa norteamericana que se vende a los japoneses. He repasado los datos. Desde 1987, se han vendido al Japón ciento ochenta empresas norteamericanas de alta tecnología y de electrónica. Ya no es noticia.
—Pero el periódico va a investigar, ¿no?
—Eso dicen. No será fácil, porque todos los indicadores más llamativos están bajando. El déficit comercial con el Japón desciende. Desde luego, sólo parece mejor porque ahora ya no nos exportan tantos coches. Ahora los fabrican aquí. Y han pasado parte de la producción a otros países de Asia para que los déficit salgan en sus libros y no en los del Japón. También han aumentado las compras de naranjas y de madera para la construcción, a fin de mejorar la impresión. En realidad, nos tratan como a un país subdesarrollado. Importan nuestras materias primas, pero no compran productos manufacturados. Dicen que no fabricamos nada que les interese.
—Tal vez sea verdad, Ken.
—Explícaselo al juez. —Ken suspiró—. Aunque no sé si a la opinión pública le importa un pimiento. Ahí está el quid. Ni siquiera lo de los impuestos.
—¿Los impuestos?
Yo estaba un poco espeso.
—Vamos a hacer una gran serie sobre los impuestos. Por fin, el Gobierno se ha percatado de que las compañías japonesas trabajan mucho en los Estados Unidos, pero no pagan muchos impuestos. Algunas, nada, lo cual es ridículo. Falsean los beneficios cargando en el importe de los componentes japoneses que utilizan sus plantas de montaje de los Estados Unidos. Es un escándalo, pero, desde luego, el Gobierno de los Estados Unidos nunca se dio mucha prisa en penalizar al Japón. Y los japoneses se gastan quinientos millones al año en Washington, para tener a todo el mundo tranquilo.
—¿Así que vais a hacer una serie sobre impuestos?
—Sí. Y tenemos puestas las miras en la «Nakamoto». Mis fuentes me dicen que va a ser demandada por manipulación de precios. Las compañías japonesas son muy dadas a esta táctica. Tengo una lista de las que han tenido demandas por esta causa. «Nintendo» en 1991, por manipulación de precios de los juegos electrónicos. «Mitsubishi», el mismo año, por hacer lo mismo con los televisores. «Panasonic» en 1989, «Minolta» en 1987. Y eso no es más que la punta del iceberg.
—Pues está bien que lo investiguéis —dije.
Él tosió.
—¿Quieres replicar a la noticia de los vietnamitas que hablan japonés?
—No —dije.
—Todos estamos metidos en esto —dijo él.
—No creo que sirviera de nada.
Yo tenía que almorzar con Connor en un bar japonés de Culver City. Cuando nos deteníamos delante del establecimiento, un hombre estaba poniendo el letrero de CERRADO en la puerta. Al ver a Connor, le dio la vuelta y lo dejó del lado que rezaba: ABIERTO.
—Aquí me conocen —dijo Connor.
—¿Quiere decir que le aprecian?
—Eso es difícil de asegurar.
—¿Quieren hacer negocio a costa suya?
—No —dijo Connor—. Probablemente, «Hiroshi» preferiría cerrar. No le resulta rentable retener al personal sólo por dos clientes
gaijin
. Pero yo vengo a menudo y él se cree en la obligación de atenderme. No tiene nada que ver con el aprecio personal ni con el afán de lucro.
Nos apeamos.
—Los norteamericanos no lo entienden —dijo—. Y es que el sistema japonés es fundamentalmente diferente.
—Creo que empiezan a entenderlo —dije. Le conté lo que me había dicho Ken Shubik sobre las tácticas de manipulación de precios.
Connor suspiró.
—Es fácil decir que los japoneses son desleales. No lo son; lo que ocurre es que juegan con otras reglas. Y esto los norteamericanos no lo entienden.
—De acuerdo —dije—. Pero la manipulación de los precios es ilegal.
—En Norteamérica, sí —dijo él—. Pero en el Japón es una táctica normal. Recuérdelo
kohai
: fundamentalmente diferentes. Allí los pactos secretos son la norma. El escándalo financiero de la «Nomura» lo puso de manifiesto. Los norteamericanos se rasgan las vestiduras en lugar de considerarlo, sencillamente, una manera diferente de hacer negocios. Lo que es.
Entramos en el bar. Hubo muchas reverencias y saludos. Connor habló en japonés y nos sentamos a la barra. No pedimos.
—¿Es que no vamos a pedir? —pregunté.
—No —dijo Connor—; sería ofensivo. Hiroshi decidirá por nosotros lo que nos apetece.
Hiroshi nos sacó unas fuentes. Observé cómo cortaba pescado. Sonó el teléfono. Desde el fondo del bar, un hombre dijo:
—Connor-san,
onna no hito ga matteru to ittemashita yo
.
—
Domo
—dijo Connor moviendo afirmativamente la cabeza. Se volvió hacia mí y se levantó—. Imagino que, a fin de cuentas, no vamos a almorzar. Ha llegado la hora de nuestra próxima cita. ¿Trae la cinta?
—Sí.
—Bien.
—¿A dónde vamos?
—A ver a su amiga —dijo—. Miss Asakuma.
El coche saltaba sobre los baches de la autopista de Santa Mónica, camino del centro. El cielo de la tarde estaba gris; anunciaba lluvia. Me dolía la espalda. Connor miraba por la ventanilla, tarareando para sí.
Con tantos sobresaltos, había olvidado la llamada de Theresa de la noche antes. Ella dijo que estaba mirando la última parte de la cinta y que le parecía que había un problema.
—¿Ha hablado con ella?
—¿Con Theresa? Un momento. Le di algunos consejos.
—Anoche dijo que había un problema con la cinta.
—Ah, ¿sí? Pues a mí no me ha dicho nada de eso.
Tenía la impresión de que no me decía la verdad, pero me dolía la espalda y no estaba de humor para insistir. Había veces en que Connor me parecía completamente japonés. Tenía su misma reserva, su aire secreto.
—No me ha dicho por qué se marchó del Japón.
—Ah, eso —suspiró—. Yo trabajaba en una empresa, en calidad de asesor de seguridad. La cosa no acabó de cuajar.
—¿Por qué no?
—El trabajo no estaba mal. Me gustaba.
—Entonces, ¿qué fue?
Movió la cabeza.
—La mayoría de las personas que han vivido en el Japón se marchan de allí con sentimientos contradictorios. En muchos aspectos, los japoneses son gente estupenda. Trabajadores, inteligentes y con sentido del humor. Tienen verdadera integridad. Y también son el pueblo más racista del planeta. Por eso siempre están acusando de racismo a todo el mundo. Están tan llenos de prejuicios que imaginan que todo el mundo ha de tenerlos. Y en cuanto a vivir en el Japón… Acabé por cansarme de ciertas cosas. Me cansé de ver cómo las mujeres cambiaban de acera si tenían que cruzarse conmigo por la noche. Me cansé de observar que los dos últimos asientos que se ocupaban en el Metro eran los que quedaban a mi derecha y a mi izquierda. Me cansé de que las azafatas del avión preguntaran a los pasajeros japoneses si tenían inconveniente en sentarse al lado de un
gaijin
, dando por descontado que yo no entendía lo que decían porque hablaban en japonés. Me cansé de la exclusión, del sutil paternalismo, de los chistes que se hacían a mi costa a espaldas mías. Me cansé de ser un paria. Sencillamente… me harté. Y renuncié.
—Realmente, no parece tenerles mucha simpatía.
—Al contrario —dijo Connor—; se la tengo. Pero no soy japonés y ellos no me dejan olvidarlo. —Volvió a suspirar—. Tengo muchos amigos japoneses que trabajan en los Estados Unidos, y para ellos también es duro. La discriminación es bidireccional. Ellos se sienten excluidos. La gente tampoco se sienta a su lado. Y mis amigos siempre me piden que recuerde que, antes que japoneses, son seres humanos. Desgraciadamente, he podido comprobar que eso no siempre es así.
—¿Quiere decir que antes son japoneses?
Connor se encogió de hombros.
La familia es la familia.
Hicimos en silencio el resto del trayecto.
Estábamos en una habitación pequeña del segundo piso de una pensión para estudiantes extranjeros. Theresa Akasuma nos explicó que la habitación no era suya sino de una amiga que estaba haciendo un curso en Italia. Encima de una mesa tenía el pequeño vídeo y un monitor.
—Me ha parecido que debía marcharme del laboratorio —dijo mientras hacía avanzar rápidamente la cinta—. Pero quería que vieran esto. Es el final de una de las cintas que me trajeron. Algo que ocurre después de que el senador ha salido de la habitación.