Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
—Llevan una semana en su casa, y a lady Middleton no le disgustará que concedan el mismo número de días a unos parientes cercanos como nosotros.
—Amor mío, yo había pensado en invitar a las señoritas Steele a pasar unos días con nosotros. Son chicas muy educadas y amables, y lady Middleton me ha asegurado que la menor domina el arte de construir un barco dentro de una botella. Podemos invitar a tus hermanas en otro momento, pero la señoritas Steele no permanecerán mucho tiempo en la Estación.
Al fin, el señor Dashwood se convenció. Comprendió la necesidad de invitar a las señoritas Steele de inmediato, y aplacó su conciencia decidiendo invitar a sus hermanas otro año, sospechando astutamente, de paso, que sería innecesario invitarlas otro año, puesto que Elinor se instalaría en la Estación como esposa del coronel Brandon, y su hermana Marianne se alojaría con ellos.
Aliviada de haberse escapado de ese compromiso, Fanny escribió al día siguiente a Lucy, para invitarla a ella y a su hermana a alojarse con ellos, tan pronto como lady Middleton pudiera prescindir de ellas. Eso bastó para que Lucy se sintiera profunda y razonablemente feliz. La oportunidad de estar junto a Edward y su familia era primordial para sus intereses, y la invitación la complació sobremanera. Era una atención que no tenía palabras para agradecer y que decidió aceptar sin demora. Al mismo tiempo averiguó que la invitación a alojarse en casa de lady Middleton, que hasta la fecha no había tenido límites precisos, era en principio para dos días. Por su parte, lady Middleton se sintió extremadamente satisfecha, pues a partir de ahora podría dedicarse a terminar de reconstruir su submarino.
Cuando Lucy mostró la nota a Elinor, diez minutos después de recibirla, ésta compartió por primera vez las expectativas de la joven, pues semejante muestra de amabilidad parecía indicar que las simpatías mostradas hacia Lucy obedecían a algo más que a una mera inquina contra ella, y que era muy posible que, con el tiempo y el debido tesón, la más joven de las Steele consiguiera lo que se había propuesto. Elinor pensaba que esa chica poseía una habilidad extraordinaria, incluso se diría que sobrenatural, para dar coba a la gente, mediante la cual había logrado vencer el orgullo de lady Middleton y hacer mella en el frío corazón de la señora de John Dashwood.
Así pues, las señoritas Steele se trasladaron a la residencia de John y Fanny Dashwood, y todos los informes que Elinor recabó sobre su influencia allí no hicieron sino reforzar su opinión sobre el asunto. Sir John, que fue a visitarlas en más de una ocasión, contó a Elinor que las jóvenes gozaban de un extraordinario favor con los Dashwood. Su mujer nunca se había sentido tan complacida con unas jóvenes como con las señoritas Steele; llamaba a Lucy por su nombre de pila; le pedía que la ayudara a mantener los pulmones-branquias de John humedecidos empapándolos perió dicamente con agua de mar, y no sabía cómo se las habría arregla do sin ellas.
La señora Palmer estaba tan recuperada al cabo de quince días que su madre comprendió que ya no era necesario dedicarle todo su tiempo. Contentándose con visitarla un par de veces al día, regresó a su residencia en la Estación, donde comprobó que las señoritas Dashwood estaban más que dispuestas a compartirla de nuevo con ella.
La tercera o cuarta mañana después de que las jóvenes se hubieran mudado de nuevo, la señora Jennings, al regresar de su acostumbrada visita a la señora Palmer, entró en el salón, donde Elinor se hallaba sola, devorando un paquete de bollos que habían sido sometidos tres veces a un procedimiento de deshidratación.
—¡Mi querida señorita Dashwood! ¿Ha oído la noticia?
—No, señora. ¿De qué se trata?
—¡Ha ocurrido algo muy extraño!
—¿Ha sido succionado otro bebé a través del conducto de filtración?
—¡No, a Dios gracias! Cuando fui a casa de la señora Palmer, hallé a Charlotte muy preocupada por su hijo. Estaba segura de que estaba muy enfermo, pues no dejaba de llorar y gemir, y le habían salido unos granitos en todo el cuerpo. Al verlo dije: «¡Por el amor de Dios, querida, no es más que la solitaria que ha atacado el intestino delgado del pobre niño! Tráeme unas pinzas y una caja de cerillas de madera». La nodriza del niño dijo exactamente lo mismo. Pero Charlotte no estaba convencida, de modo que mandamos llamar al señor Donavan, y cuando éste examinó al niño, dijo lo mismo que nosotras, que no era más que la solitaria. Acto seguido, el doctor abrió la boca del niño, introdujo en ella un sedal y extrajo la condenada solitaria, que quemé en el montón de cenizas; tras lo cual, Charlotte se quedó tranquila. Pero cuando el doctor se disponía a marcharse, se me ocurrió preguntarle, aunque no sé por qué, si se había producido alguna novedad. El señor Dona-van esbozó una sonrisa forzada, balbució y adoptó una expresión grave. De modo que le pregunté: «¿Ha sido succionado otro bebé a través de un conducto de filtración?» El doctor respondió «no», y por fin murmuró: «Por temor a que una noticia desagradable llegue a oídos de las jóvenes que se alojan con usted, debo decir que no hay motivo de alarma. Espero que la señora Dashwood esté bien».
—¡Cómo! —exclamó Elinor—. ¿Está enferma Fanny?
—Eso es justamente lo que dije, querida. «¡Dios santo! —exclamé—. ¿Está enferma la señora Dashwood? ¿Ha sido succionada a través de un conducto de filtración?» El doctor respondió negativamente, y me rogó que dejara de insistir en esa pregunta, pero al fin, en vista de mi empeño en averiguar la verdad, me contó toda la historia. Para abreviar: todo indica que el señor Edward Ferrars, el joven sobre el cual yo le gastaba a usted tantas bromas, hace más de un año que está comprometido con Lucy Steele.
Al pronunciar ese nombre, y tras la revelación pública de la noticia que Elinor había guardado para sí durante tanto tiempo, ésta cayó de inmediato en un estado postrado y febril, acompañado por una jaqueca que le producía un dolor indecible. La joven se dobló hacia delante, con la cabeza entre las piernas. Mientras respiraba honda y pausadamente, la estrella de cinco puntas comenzó a bailar malévolamente en el oscuro espacio entre sus ojos.
La señora Jennings, debido a un exceso de cortesía o discreción, fingió no reparar en tan insólita reacción.
—¡Ahora ya lo sabe, querida! —prosiguió como si tal cosa—. ¡Nadie sabe una palabra de esto, salvo Anne! ¿No le parece increíble que lleven tanto tiempo comprometidos y nadie lo sospechara? Yo nunca los vi juntos, o estoy segura de que lo habría adivinado al instante. Por lo visto lo guardaron en secreto por temor a la señora Ferrars, y ni ella ni el hermano o la cuñada de usted sospechaban una palabra, hasta que esta mañana, pobre Lucy, su hermana Anne, que como sabe es una buena chica, pero más bruta que un arado, lo soltó. Fue a ver a la cuñada de usted, que estaba sola, bordando un tapete, sin sospechar lo que la otra iba a decirle. ¡Ya puede imaginar el golpe que supuso para su amor propio! Presa de un violento ataque de histeria, se puso a gritar de forma que sus alaridos llegaron a oídos de su hermano de usted, que estaba sentado abajo, en su estudio, escribiendo una carta. Eran unos gritos de furia, amplificados diez veces por la sorpresa, y otras diez por el hecho de que el martes pasado le implantaron a su hermano de usted los tímpanos hipersensibles de un candil piñón.
»De modo que su hermano subió apresuradamente, tapándose con las manos sus pobres oídos para atenuar los gritos, y se produjo una escena de lo más violenta, pues en esos momentos apareció Lucy, sin imaginar lo que había ocurrido. ¡Pobrecita! La compadezco. Debo decir que recibió un trato muy desconsiderado, pues la cuñada de usted se puso como una fiera con ella, hasta el extremo de que la otra se desmayó. Anne cayó de rodillas, llorando amargamente, y su hermano de usted empezó a pasearse por la habitación, desorientado, con los oídos zumbándole, chocando con las paredes y diciendo que no sabía qué hacer. La señora Dashwood declaró que las jóvenes no podían permanecer ni un minuto más en su casa, y su hermano de usted tuvo que postrarse también de rodillas para convencerla de que les permitiera quedarse al menos hasta que hiciesen el equipaje.
—Cielo santo —interpuso Elinor.
—La góndola estaba amarrada en el desembarcadero, preparada para llevarse a las desventuradas señoritas Steele, y cuando se disponían a montarse en ella, desembarcó el señor Donavan. La pobre Lucy estaba en tal estado, según dijo el doctor, que apenas podía dar un paso, y Anne estaba también muy trastornada. ¡Ay,
Señor! ¡Qué disgusto se llevará el pobre señor Edward cuando se entere del ofensivo trato que recibió su novia! Todo este asunto... —De pronto la señora Jennings se puso a hablar en su lengua nativa, indescifrable para Elinor, que aprovechó para poner en orden sus ideas.
Pero unos golpecitos en el cristal de la Cúpula de la Estación la distrajeron de sus reflexiones. Al alzar la vista vio que el motivo del ruido era un pequeño pez espada que golpeaba el cristal. Aunque Elinor estaba trastornada por el tumulto interior que le había causado la desgracia de Edward, la aparición del pequeño pez, con sus leves pero insistentes golpecitos en el cristal, hizo que un escalofrío le recorriera la espalda. El escalofrío se intensificó cuando observó que el animal ostentaba una franja plateada e iridiscente debajo de su alargado pico; por tanto, no era el mismo pez espada que días pasados había estando dando también unos golpecitos en el cristal. Era otro.
En vista de que la señora Jennings no podía hablar de otro tema más que del compromiso de Edward, Elinor comprendió que era preciso preparar a Marianne. No había tiempo que perder en revelarle la verdad, exponerle la auténtica situación, para que al oírlo por boca de otras personas no delatara su preocupación por ella o su resentimiento contra Edward.
La tarea de Elinor era ingrata. Iba a borrar de un plumazo el único consuelo de su hermana, refiriéndole tantos detalles sobre Edward que temía destruir para siempre su buena opinión de él, y hacer que Marianne, debido a cierta similitud con su situación, que sin duda se le antojaría muy acusada, se llevara de nuevo un chasco. Pero por ingrata que fuese la tarea, semejante a arrancar percebes del casco de un barco abandonado, no dejaba de ser necesaria.
No deseaba en modo alguno refocilarse en sus propios sentimientos; relató la historia del compromiso de Edward con Lucy con voz clara y sosegada, tratando al mismo tiempo de ignorar sus sentimientos al respecto y los persistentes golpecitos del pez espada en el cristal. Su relato no estuvo acompañado por una violenta agitación, ni por una impetuosa manifestación de dolor. De eso se encargó Marianne, que la escuchó horrorizada, sin dejar de llorar como una magdalena.
—¿Cuánto hace que lo sabes, Elinor? ¿Te ha escrito Edward?
—Desde hace cuatro meses. Cuando Lucy llegó a la isla Pestilente en noviembre, el día que estuvimos a punto de ahogarnos y fuimos atacadas por la feroz Bestia Colmilluda, me habló confidencialmente sobre su compromiso.
Al oír eso, los ojos de Marianne expresaron el asombro que sus labios eran incapaces de articular. Tras una pausa de estupor, exclamó:
—¡Cuatro meses! ¿Hace cuatro meses que lo sabes? ¿Desde el encuentro con la Bestia Colmilluda? Elinor asintió con la cabeza.
—¡Cómo! ¿Mientras me atendías en mi dolor tú soportabas ese sufrimiento? ¡Y yo te reproché que fueras feliz!
—No creí oportuno que supieras entonces lo equivocada que estabas.
—¡Cuatro meses! —exclamó de nuevo Marianne—. ¡Tan serena! ¡Tan animada! ¿Cómo has podido resistirlo?
—Pensando que cumplía con mi deber. Mi promesa a Lucy me obligaba a mostrarme serena. Debía evitar a toda costa que se supiera la verdad.
Marianne parecía muy afectada. A sus espaldas, detrás del cristal, un segundo pez espada se unió al primero, y ambos se pusieron a dar golpecitos al cristal, laboriosa y diligentemente, con sus vidriosos ojos fijos en el infinito. De no haber estado Elinor absorta en la intensa emotividad del asunto que la ocupaba, se habría percatado de que la presencia de los dos peces espada, juntos, confirmaba cierta sensación de que sus esfuerzos obedecían a un siniestro y malvado propósito.
—A menudo he deseado revelaros la verdad a ti y a mamá —dijo Elinor—, y en un par de ocasiones intenté hacerlo, pero no habría podido convenceros sin romper mi palabra con Lucy.
—¡Oh, querida! —exclamó Marianne—. Has conseguido que me odie durante el resto de mi vida. Me he comportado contigo, mi propia hermana, de forma más atroz que el más rapaz de los piratas, ¡peor que el mismo Barba Feroz! ¡Tú, que has sido mi único consuelo, que has soportado mi dolor, que has sufrido por mí!
Esta confesión fue rematada por un tierno intercambio de caricias. Dado el estado de ánimo de Marianne, Elinor no tuvo ninguna dificultad en arrancarle cualquier promesa que le exigiera; su hermana le prometió no hablar de ello con nadie mostrando el menor indicio de amargura; no manifestar a Lucy la menor inquina cuando se encontrara con ella; ni demostrar a Edward la menor merma en su habitual cordialidad. Mientras las hermanas se consolaban mutuamente, en el cristal se formó una telaraña de pequeñas fisuras. Los dos peces espada se alejaron trazando caprichosas cabriolas mientras desaparecían en las profundidades del océano.
Marianne cumplió de forma admirable su promesa de ser discreta. Escuchó todo cuanto la señora Jennings tenía que decir sobre el tema sin mudar de expresión. Cuando la mujer se refirió al afecto de Edward, la joven Dashwood sintió un breve espasmo en la garganta, atribuible al esfuerzo de engullir tanta pasta de comida desecada. Los heroicos esfuerzos de su hermana indujeron a Elinor a mostrarse tan capaz como ella de afrontar la situación con entereza.
A la mañana siguiente tuvieron que soportar otra dura prueba, cuando su hermano fue a visitarlas, con expresión grave, para hablar sobre el espantoso asunto, y llevarles noticias de su esposa.
—Supongo que estaréis enteradas —dijo con aire solemne, sentado en una silla de ruedas porque se estaba recuperando de una intervención destinada a convertir sus extremidades inferiores en pies palmeados, con el fin de incrementar (o eso esperaban sus médicos) su velocidad y agilidad en el agua— del escandaloso descubrimiento que se produjo ayer bajo nuestro techo.
Las otras asintieron con la cabeza: era un momento demasiado delicado para salir con un discurso.
—Vuestra cuñada —prosiguió John— ha sufrido lo indecible. La señora Ferrars también; en suma, fue una escena de tremenda tensión, pero confío en que podamos capear el temporal sin que nos afecte demasiado.