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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (27 page)

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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El coronel se detuvo de nuevo; las lágrimas rodaban por sus mejillas, mezclándose con los efluvios de sus tentáculos. Elinor manifestó sus sentimientos mediante una exclamación de profunda consternación por la suerte de su desdichada amiga.

—Confío en que su hermana no se sienta ofendida —dijo Brandon— por el parecido que he observado entre ella y mi desventurada parienta. Sus suertes, sus fortunas no guardan ninguna semejanza. Pero ¿a qué conduce todo esto? Tengo la impresión de haberla disgustado inútilmente. ¡Ah, señorita Dashwood, es muy arriesgado sacar a colación un tema como éste, que no había abordado desde hacía catorce años! Procuraré contener mis emociones, y ser más conciso. Eliza dejó a mi cargo a su hijita, el único fruto de su primera y pecaminosa relación con un hirsuto marinero que vendía tortitas en el paseo marítimo de Dover. En aquel entonces la niña tenía unos tres años. Inscribí a mi pequeña Eliza en un internado, e iba a verla siempre que podía. Aunque dije que era una parienta lejana, soy consciente de los rumores de que padece mi mismo defecto facial. Nada más lejos de la verdad, a la joven sólo le crece el vello sobre el labio superior, un rasgo ciertamente poco femenino, heredado del peludo vendedor de tortitas que era su padre biológico.

»En febrero, Eliza desapareció. Yo le había dado permiso, tras rogármelo encarecidamente, para ir a Bath con una de sus jóvenes amigas. Sabía que el padre de la chica era un hombre honorable, y yo tenía una buena opinión de su hija, mejor de la que se merecía, pues se negó a decirme nada sobre Eliza, aunque estoy seguro de que conocía la verdad. Lo único que averigüé a través de ella fue que se había marchado; el resto, durante ocho largos meses, fueron meras conjeturas. Ya puede imaginar lo que pensé, lo que temí, y lo que sufrí.

—¡Dios santo! —exclamó Elinor—. ¿Es posible que... Willoughby...?

—La primera noticia que recibí —prosiguió el coronel— llegó en una carta escrita por la propia Eliza, en octubre. Estaba fechada en Delaford, y la recibí la mañana en que habíamos planeado explorar el casco hundido del Mary; ésa fue la razón de mi precipitada marcha, que supongo que en aquellos momentos debió de chocarles a todos. Qué poco imaginaba el señor Willoughby, cuando me miró con gesto de reproche por haber desbaratado el plan, que tenía que ausentarme para socorrer a una joven a la que él había arruinado y destrozado la vida. Willoughby había conocido a la joven Eliza en Bath, y la había salvado del ataque de un pulpo gigante...

—¡No!

—¡Sí! Es una de las numerosas y sorprendentes coincidencias. ¡Posteriormente, dejó a la muchacha, de cuya juventud e inocencia se había aprovechado para seducirla, en una situación extremadamente apurada, sin hogar, sin ayuda, sin que nadie conociera sus señas! Willoughby la había enterrado en la arena en broma, como suelen hacer los enamorados cuando juegan, y luego, sin molestarse en desenterrarla, había ido, según dijo, a comprar unas limonadas, y no había regresado. Eliza fue hallada y desenterrada tres días más tarde por un grupo de turistas suizos, los cuales iban en busca de pintorescas vistas en la costa inglesa, y en lugar de ello se encontraron a una joven, con un aspecto lamentable y luciendo un bigotito, enterrada en la arena. —¡Es increíble! —exclamó Elinor.

—Ahora ya conoce el carácter de Willoughby: derrochador, disipado y peor que eso. Imagine lo que sentí al comprobar que su hermana seguía enamorada de él, sabiendo lo que yo sabía desde hacía muchas semanas; lo que sentí al averiguar que iba a casarse con él. Pero ¿qué podía hacer? No debía inmiscuirme; y a veces temí que la influencia de su hermana lograra hacer que Willoughby volviera con ella. Pero ahora, después de la deshonrosa forma en que la ha tratado, ¿quién sabe qué se propone hacer con respecto a ella? No obstante, confío en que utilice usted su discreción cuando informe a su hermana de lo que le he contado. Usted sabe mejor que nadie el efecto que puede causarle, pero de no haber creído que podía ser útil, que podía aliviar el sufrimiento de Marianne, jamás me habría atrevido a importunarla relatándole las vicisitudes de mi familia.

Tras esa perorata, Elinor le expresó su más sincera gratitud; asegurándole, asimismo, que confiaba en que el estado de Marianne mejorara al averiguar lo que el coronel le había contado.

—¿Ha visto al señor Willoughby desde que lo dejó en la isla Viento Contrario?

—Sí —respondió el coronel con gravedad—, en una ocasión. Nuestro encuentro era inevitable.

Sorprendida por su expresión, Elinor le miró preocupada.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Se encontró con él para...?

—Era inevitable. Eliza me había confesado, aunque a regañadientes, el nombre de su amante, y cuando Willoughby regresó a la Estación Submarina Beta, quince días después de que llegara yo, quedamos citados, él para defenderse, yo para castigarlo por su conducta. Regresamos ilesos, por lo que nadie se enteró de nuestro encuentro.

Elinor suspiró pensando en si era realmente necesario llegar a esos extremos, pero no podía censurar la conducta a un hombre y un soldado.

—¡Ya ve la penosa semejanza entre la suerte de la madre y la hija! —exclamó el coronel Brandon tras una pausa—. ¡No he sabido cumplir con mi obligación!

Pensando, poco después, que probablemente estuviera impidiendo que Elinor fuera a reunirse con su hermana, el coronel puso fin a su visita, recibiendo de nuevo las mismas expresiones de gratitud, y dejando a la joven llena de compasión y estima hacia él, sin las molestias gástricas que solía provocarle su presencia.

32

Cuando Elinor refirió al poco rato los pormenores de esta conversación a su hermana, el efecto no fue el que había imaginado. Marianne no parecía desconfiar de la verdad del relato, pues la escuchó con constante y sumisa atención, sin tratar de justificar a Willoughby, y sus lágrimas parecían indicar que semejante justificación era imposible, especialmente cuando su hermana llegó al desenlace de la historia, en el que la infortunada y levemente bigotuda Eliza había sido seducida y abandonada por éste, enterrada hasta el cuello en la arena de la playa, a merced de la marea.

Pero aunque la reacción de Marianne tranquilizó a Elinor en el sentido de que parecía convencida de la culpabilidad de Willoughby, no observó que ello aliviara su sufrimiento. Había llegado a aceptar la situación, pero con profundo pesar. Ya no cantaba canciones marineras, ni participaba en alegres ruedas, como hacía Elinor de vez en cuando. Pasaba horas mirando por el cristal de la Cúpula, suspirando, con la cabeza apoyada en el brazo, emitiendo en ocasiones un murmullo de admiración al contemplar los azules intensos y los verdes esmeralda de la flora del fondo marino.

Describir los sentimientos o el lenguaje de la señora Dashwood al recibir y responder a la carta de Elinor equivaldría a repetir lo que sus hijas habían sentido y dicho, aparte de requerir una tremenda variedad de palabras no aptas para consumo público, como las que profieren los marineros en cubierta cuando tratan de enderezar el rumbo de sus barcos durante una violenta tempestad. Baste decir que la dama mostró una decepción no menos dolorosa que la de Marianne, y una indignación mayor incluso que la de Elinor, aparte de un extenso e insólito vocabulario de blasfemias. Las Dashwood recibieron largas cartas de su madre, una tras otra, comunicándoles lo que sufría y pensaba; expresando su ansiosa preocupación por Marianne, y rogándole que procurara sobreponerse con entereza a su desgracia.

En contra del interés de su propia comodidad, la señora Dashwood decidió que era preferible que en esos momentos Marianne estuviera en cualquier lugar, salvo en la destartalada casucha de la isla Pestilente, donde todo cuanto viera la haría evocar el pasado con intenso dolor, colocando constantemente a Willoughby ante ella, tal como lo había visto siempre allí. Por consiguiente, recomendó a sus hijas que no acortaran su estancia en casa de la señora Jennings en la Estación Submarina Beta. En Barton Cottage apenas había actividades que realizar o personas con las que relacionarse, comparado con el amplio menú de entretenimientos hidrófilos que ofrecía la Estación, los cuales la señora Dashwood confiaba en que lograrían hacer que su hija dejara de pensar únicamente en su sufrimiento.

Asimismo, su madre opinaba que Marianne estaba tan a salvo de encontrarse con Willoughby en la Estación como en la isla, puesto que a partir de ahora todas las personas que se consideraran amigas de la joven suspenderían todo trato con él. Era preciso evitar a toda costa que ambos se vieran: la negligencia no podía dejarlos expuestos a una sorpresa, y la providencia tenía menos a su favor entre la multitud que frecuentaba la Estación que en el retiro en Barton Cottage, donde cabía la posibilidad de que Willoughby se tropezara con Marianne durante su visita a la isla Allen-ham con motivo de su boda.

La señora Dashwood tenía otra razón para desear que sus hijas siguieran donde estaban: una carta de su hijastro la había informado de que él y su esposa pensaban descender a la Estación a mediados de febrero, y la dama consideraba oportuno que sus hijas se reunieran de vez en cuando con su hermanastro.

La señora Dashwood concluyó la carta observando que, sin pretender empeorar una situación de por sí grave, tenía otra noticia que darles sobre el estado de su hermana. Margaret había regresado de sus últimas correrías por la isla a medianoche sin un pelo en todo su cuerpo. En respuesta a las insistentes preguntas de su madre, la joven se había negado a decir una palabra; es más, no había vuelto a dirigirle la palabra desde entonces.

Mientras Elinor trataba de descifrar qué dolencia psíquica o enfermedad podía haber causado esa nueva alteración en su hermana, Marianne seguía dándole vueltas a la sugerencia de su madre de que permanecieran en la Estación. Había prometido dejarse guiar por la opinión que les diera, pero ésta había resultado distinta de la que esperaba. Al pedirle que prolongara su estancia en la Estación Submarina Beta, la privaba de todo posible alivio de su sufrimiento: la comprensión y atención personal de ella.

Elinor se esforzó en que no volviera a oír mencionar el nombre de Willoughby; ni la señora Jennings, ni sir John, ni siquiera la señora Palmer volvieron a citarlo en presencia de Marianne. Elinor les habría agradecido que hubieran demostrado la misma consideración hacia ella, pero fue imposible, por lo que tuvo que soportar oír día tras día los indignados comentarios de sus amigos con respecto a él.

Sir John no daba crédito a lo ocurrido.

—¡Confío de todo corazón en que ese joven se vaya al infierno! —exclamó gesticulando furioso con sus enormes manazas semejantes a las garras de un oso.

La señora Palmer, a su manera, también se mostraba enojada. Estaba decidida a cortar su amistad con Willoughby de inmediato. Le detestaba tanto que aseguró que no volvería a pronunciar su nombre, y que diría a todo el mundo que era un canalla.

La visible calma y cortés indiferencia de lady Middleton con respecto al asunto de hecho era fruto de su obsesión con su último plan para fugarse y regresar a su país natal. Hacía unas semanas había descubierto, en un almacén desierto en el cuadrante noroccidental de la Cúpula, un submarino, antiguo pero operativo, para una persona. La dama había transportado con grandes esfuerzos el viejo cacharro de metal hasta su residencia submarina, donde se hallaba oculto detrás de unas cajas de sobres de bebidas por estrenar; cada noche, después de que sir John se hubiera retirado a su alcoba, lady Middleton montaba en la cabina del vetusto submarino y estudiaba los mandos, tratando de descifrar su manejo, soñando con el día en que hallara el momento de partir a bordo de ese trasto de la Estación y pilotarlo hasta su isla natal.

Así, mientras los otros asediaban a Elinor con sus agobiantes manifestaciones de indignación, lady Middleton permanecía absorta en sus pensamientos, analizando los detalles del sistema de propulsión del submarino o calculando las coordenadas. Su aparente indiferencia con respecto a la situación suponía un alivio para Elinor, abrumada como se sentía por la insistente solicitud de los demás. Se alegraba de no suscitar interés alguno al menos en un miembro de su círculo de amigos: era un gran alivio saber que esa persona, cuando se encontraba con ella, no mostraba la menor curiosidad o preocupación por la salud de su hermana Marianne.

—La profundidad de inmersión... —murmuró lady Middleton en cierta ocasión, cuando ella y Elinor estaban solas—. Queda por resolver la cuestión de la profundidad de inmersión...

Y cuando Elinor le preguntó: «¿Cómo dice?», lady Middleton se limitó a esbozar una arrogante y enigmática sonrisa y se alejó.

A primeros de febrero, quince días después de que recibieran la carta de Willoughby, Elinor tuvo la ingrata tarea de informar a su hermana de que éste se había casado en una fastuosa gala celebrada en el comedor más lujoso de la Estación Beta antes de partir en un elegante esquife de quince metros de eslora y, lo que era más indignante, el tema del convite se había basado en los marineros que habían naufragado. Marianne acogió la noticia con admirable compostura, y durante el resto del día mostró un talante apenas más afligido que cuando supo que iba a celebrarse dicho evento.

Los Willoughby abandonaron la Estación inmediatamente después de la boda, y Elinor confiaba en convencer a su hermana de que debía volver a salir, gozar de las diversiones submarinas que ofrecía la Estación Beta y pasear por los canales llenos de tiendas del Muelle Comercial.

Durante esos días las dos señoritas Steele, que hacía poco que habían llegado a la Estación, fueron recibidas por todos ellos con grandes muestras de cordialidad. Elinor fue la única que no se alegró de verlas, pues el momento en que su mirada se cruzó con la de Lucy Steele experimentó una sensación como si la afilada hoja de una daga se clavara en su mente, al tiempo que una creciente oscuridad envolvía sus pensamientos por más que se esforzara en reprimirla.

—Supongo, señorita Dashwood, que cuando su hermano y su hermana desciendan a la Estación Submarina, se alojarán con ellos —comentó Lucy.

—No lo creo —respondió Elinor.

—Seguro que sí. ¡Es magnífico que la señora Dashwood pueda prescindir de usted y de su hermana durante tanto tiempo!

—¡Mucho tiempo, sí! —terció la señora Jennings—. ¡Su visita apenas ha comenzado!

Lucy calló. Elinor, tras cerrar los ojos para poner en orden sus ideas, experimentó una renovada puñalada en la mente, junto con la repentina aparición de un símbolo —el símbolo de cinto puntas— en su imaginación.

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