Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
Lady Middleton se mostró también muy complacida con la señora Dashwood. Ambas poseían un frío egoísmo —por una parte, el anhelo de escapar de los problemas pecuniarios y, por otra, de la civilización en su conjunto— que las atraía mutuamente.
A los ojos de la señora Jennings, no obstante, la señora Dashwood era una simple pxtypyyp;es decir, una mujer de aspecto orgulloso y talante antipático. Saludó a las hermanas de su esposo sin el menor afecto, casi como si no supiera qué decirles; durante el cuarto de hora que pasó en Berkeley Causeway, permaneció al menos siete minutos y medio encerrada en el mutismo.
Elinor ansiaba saber, aunque se abstuvo de preguntarlo, si Edward estaba en la ciudad, pero nada fue capaz de inducir a Fanny a mencionar voluntariamente su nombre ante ella. Sin embargo, otra persona no tardó en procurar a Elinor la información que Fanny se había negado a proporcionarle. Al poco rato apareció Lucy para lamentarse ante ella por no haber conseguido ver a Edward, aunque éste había llegado a la Estación con el señor y la señora Dashwood. Pese a su mutua impaciencia por verse, de momento tendrían que comunicarse por carta.
A los pocos días Edward les confirmó él mismo su presencia en la ciudad acudiendo a Berkeley Causeway. Hallaron su tarjeta de visita en forma de concha de cangrejo sobre la mesa a su regreso de una divertida mañana en el Acuario y Museo Marino del señor Pennywhistle, donde habían pasado una hora fascinadas por las gracias de una troupe de peces voladores que habían sido amaestrados para ejecutar acrobacias subacuáticas. A Elinor le complació que Edward hubiera ido a visitarlas, y aún más no haberlo visto.
Los Dashwood se sentían tan prodigiosamente encantados con los Middleton que decidieron ofrecer una cena en su honor; poco después de haber entablado amistad con ellos, los invitaron a cenar en Harley Piscina, donde habían alquilado una elegante residencia durante tres meses. Sus hermanas y la señora Jennings también fueron invitadas, y John Dashwood se aseguró de que el coronel Brandon asistiera. Siempre complacido de encontrarse con las señoritas Dashwood, el coronel recibió la invitación no sin cierta sorpresa, pero con gran satisfacción. Así pues, preparó su mejor uniforme y se peinó los tentáculos.
Iban a conocer a la señora Ferrars, pero Elinor no logró averiguar si sus hijos formarían parte del grupo. Con todo, la perspectiva de encontrarse allí con la dama bastó para prestar un mayor interés al evento.
La velada prometía asimismo otras amenidades. Dado el breve tiempo requerido para la preparación y consumo de la comida, el mayor atractivo de las cenas organizadas en la Estación Submarina Beta residía en las diversiones posteriores al ágape. Por más que Fanny Dashwood se mostrara encantada con los Middleton, a Elinor le sorprendió averiguar que se proponía agasajarlos ofreciéndoles un exótico espectáculo, consistente en que sus sirvientes domésticos compitieran en diversos concursos de habilidad y fuerza contra unas inmensas bestias marinas.
Por fin llegó el importante martes, y cuando desembarcaron de su góndola ante la residencia de los Dashwood, Elinor observó que Lucy estaba hecha un manojo de nervios.
—¡Compadézcase de mí, señorita Dashwood! —exclamó la joven—. Es la única aquí capaz de comprender lo que siento. Las piernas apenas me sostienen. ¡Cielo santo! Dentro de unos momentos veré a la persona de la que depende toda mi felicidad, y que va a convertirse en mi madre!
La señora Ferrars era una mujer menuda, delgada, estirada y de aspecto serio. Tenía la piel cetrina, y unos rasgos menudos, carentes de belleza e inexpresivos. Cuando Fanny le sirvió el plato principal de la cena, un voluminoso molde de pasta de gelatina con sabor a filete, elegantemente presentado, la dama no consideró necesario ofrecer una perorata sobre las deficiencias culinarias de la Estación; se contentó con arrugar su agria nariz y exclamar:
—¡Puf!
De las pocas sílabas que pronunció durante la velada, ninguna estuvo dirigida a la señorita Dashwood, a la que observó con el firme propósito de no simpatizar con ella.
Pero su comportamiento no logró afectar, ahora, a Elinor. Unos meses atrás sí que le habría dolido profundamente, pero la señora Ferrars ya no podía contrariarla, y la diferencia de su actitud hacia las señoritas Steele, una diferencia que parecía hecha a posta para humillar a Elinor, sólo consiguió divertirla. No pudo por menos de sonreír al observar la amabilidad de madre e hija hacia Lucy, la persona hacia la que (de haber sabido lo que ella sabía) sin duda habrían mostrado una evidente inquina.
La pobre Elinor, que comparativamente no tenía capacidad alguna para herirlas, tuvo que soportar el desprecio de ambas. Pero aunque sonrió ante un trato tan ofensivo, no podía dejar de pensar en la mezquindad que lo propiciaba sin detestar de forma radical a los cuatro, mientras trataba en vano de recordar un método para asesinar rápidamente a una persona presionándole el cuello con dos dedos que en cierta ocasión le había enseñado sir John durante una de sus borracheras.
La cena fue fastuosa, los sirvientes numerosos, y cada detalle indicaba la afición de la anfitriona por el boato, y la habilidad del anfitrión para soportarlo. Las amenidades después de la cena resultaron de lo más insólitas; primero asistieron a un espectáculo consistente en que un sirviente disputara tres partidas de juego infernal contra un caballito de mar; seguido por otro en el que una doncella fue encerrada en el interior de una gigantesca navaja, a la que tenía que derrotar para poder salir. La señora Ferrars, insatisfecha con el espectáculo, declaró que la navaja era débil, sus valvas poco afiladas, y que de ser ella más joven, habría conseguido escaparse mucho antes.
Antes de partir de Norland, Elinor había tallado un trozo de madera de deriva en forma de unos vistosos periquitos para su cuñada, y cuando John Dashwood se fijó en ellos, al entrar en la habitación junto con los otros caballeros, se los ofreció con gran ceremonia al coronel Brandon, en señal de admiración.
—Han sido tallados por mi hermana mayor —le explicó)—, y confío en que le complazcan, siendo como es usted un hombre de gusto. Ignoro si ha visto algunos de los trabajos de Elinor, pero todos dicen que es una excelente artista.
El coronel, aunque asegurando que no era un experto, manifestó con vehemencia su admiración por los periquitos de madera, como habría hecho ante cualquier pieza creada por la señorita Dashwood; tras lo cual, los pájaros fueron mostrados al resto de los presentes. La señora Ferrars, que ignoraba que estuvieran tallados por Elinor, manifestó gran interés en examinarlos, y después de que las piezas recibieran el gratificante testimonio de la aprobación de lady Middleton, Fanny se los mostró a su madre, informándola puntualmente de que habían sido tallados por la señorita Dashwood.
—Mmm —dijo la señora Ferrars—, muy bonitos. —Y los dejó caer al suelo, haciendo que las plumas de la cola de uno de los periquitos se desprendieran.
Fanny, pensando quizá que su madre se había mostrado excesivamente grosera, se sonrojó y comentó de inmediato:
—Son preciosos, ¿verdad, señora? —Pero luego, temiendo quizá haberse mostrado demasiado cortés, demasiado amable, dejó caer el otro periquito (haciendo que se le desprendiera la cola) y se apresuró a añadir—: ¿No te recuerda, madre, el estilo que emplea la señorita Morton en sus tallas de madera? ¡Hace unas esculturas deliciosas! ¡Talló un diorama de la infortunada Estación Submarina Alfa absolutamente magistral! ¡Casi tenías la sensación de estar allí!
—¡Una maravilla! Pero la señorita Morton todo lo hace bien. ¿Te has fijado en cómo pela un plátano? Es como escuchar una sinfonía.
Marianne no pudo más. Estaba indignada con la señora Ferrars y sus inoportunos elogios de otra mujer a expensas de Elinor, y aunque ignoraba qué se proponía con ello, exclamó furiosa:
—¡Tanta admiración resulta estomagante! ¿Qué nos importa la señorita Morton? —Y tras decir esto, tomó los periquitos de manos de su cuñada y volvió a prenderles sus maltrechas colas con unas vendas que arrebató a la doncella que estaba cubierta de heridas causadas por la navaja, y que seguía sangrando.
»Es en Elinor en quien pensamos y de quien hablamos —prosiguió enojada—. ¿Quién conoce y a quién le importa esa señorita Morton?
La señora Ferrars estaba furiosa, y adoptando un aire aún más arrogante si cabe, replicó a esa airada filípica:
—La señorita Morton es hija de lord Morton. ¡De lord Morton, el gran ingeniero hidráulico de todos los tiempos, que fue tan vilmente traicionado!
No era preciso que la señora Ferrars relatara los detalles; todos los presentes conocían la trágica historia de lord Morton y la Estación Submarina Alfa. La Corona había encargado al gran hombre que creara la primera fortaleza submarina; los planos fueron absolutamente perfectos, y su ejecución, impecable. ¿Cómo iba a suponer lord Morton que sir Bradley, su fiel amanuense e ingeniero jefe, era en realidad un tritón, un aliado de las criaturas marinas empeñadas en destruir a la humanidad? El tal Bradley, cuyo nombre era maldito por todos, había esperado pacientemente, ocultando su cola de tritón, hasta que la Estación estuviera construida y habitada por un ingente número de honrados ingleses, antes de provocar el fallo de una compuerta que hizo que se inundara al instante la obra maestra de Morton, cobrándose la vida de multitud de valientes pioneros que moraban en el fondo del mar, incluida la de lord Morton. Los más afortunados murieron ahogados, el resto fue devorado por la legión de feroces monstruos marinos que penetraron a través de la compuerta defectuosa.
El hecho de que Marianne hubiera mancillado el nombre de lord Morton ante esas personas constituía un grave desliz; Fanny estaba furiosa, y su marido asustado por la temeridad de su hermana. Elinor se sentía más dolida por la ira de Marianne que por lo que la había motivado, pero el coronel Brandon, fijando los ojos en Marianne, declaró que sólo había reparado en la parte más tierna del asunto, el cariño que la joven profesaba por su hermana y no soportaba que nadie la ofendiera. Mientras la miraba embelesado, sus tentáculos no cesaban de oscilar de forma delicada y romántica.
Pero Marianne no se detuvo ahí. Se acercó a la silla de su hermana y, rodeándole el cuello con un brazo y apoyando su mejilla contra la suya, dijo con tono quedo, pero enérgico:
—No les hagas caso, querida Elinor. No permitas que te hieran.
La más joven de las Dashwood no pudo continuar; abrumada por la emoción, y ocultando su rostro en el hombro de su hermana, rompió a llorar. La señora Jennings, soltando un muy oportuno «¡Ay, pobrecita!», le pasó enseguida sus sales, y sir John aprovechó para cambiar de sitio y sentarse junto a Lucy Steele, ofreciéndole, en voz baja, una breve descripción de la escandalosa conducta de Willoughby.
En esos momentos sonó la campana anunciando el siguiente espectáculo: un hombre iba a disputar un partido de bádminton contra un oso marino.
La curiosidad que había sentido Elinor por ver a la señora Ferrars quedó satisfecha, al igual que su curiosidad por comprobar cómo un oso marino podía manejar una raqueta de bádminton. En la señora Ferrars, halló todo cuanto hacía desaconsejable otro vínculo entre ambas familias. Su orgullo, su mezquindad y sus inamovibles prejuicios bastaron para hacerle ver todos los obstáculos que habría tenido que salvar un compromiso entre ella y Edward, de haber estado éste disponible.
—¡Querida amiga! —exclamó Lucy cuando se vieron al día siguiente—. He venido a hablarle de mi felicidad. Me siento halagada por la forma en que la señora Ferrars me trató ayer. ¡Con qué extraordinaria amabilidad! Invitándome a ocupar un asiento en primera fila, para que pudiera contemplar cómodamente el espectáculo, al tiempo que me cubría amablemente con un poncho para que no cogiera frío. Usted sabe que me aterrorizaba la idea de conocerla, pero en cuanto me la presentaron me demostró una afabilidad exquisita. Es evidente que le he caído bien, ¿no cree? Usted lo vio todo, ¿no está de acuerdo?
—Desde luego estuvo muy cortés con usted.
—¡Cortés! ¿Sólo se fijó en su cortesía? Yo vi mucho más. ¡Me demostró una amabilidad que no demostró a ninguna otra persona presente!
Elinor deseaba hablar de otra cosa. Mientras se devanaba los sesos en busca de otros temas de interés, recordó el asunto del pez espada y las diminutas fisuras que había observado en la Cúpula, y preguntó a Lucy si había visto ese tipo de grietas durante el tiempo que llevaba en la Estación, pero la joven se negó a cambiar de tema, insistiendo en que reconociera que tenía motivos para sentirse feliz, y Elinor no tuvo más remedio que seguir hablando del asunto.
—Si su compromiso con Edward hubiese sido público —dijo—, nada habría sido más halagador que la forma en que la trataron, pero puesto que no era el caso...
—Supuse que diría eso —se apresuró a responder Lucy—, pero dado que la señora Ferrars lo ignoraba, no tenía ningún motivo para mostrarse tan afectuosa conmigo. La señora Ferrars es una mujer encantadora, al igual que la cuñada de usted. ¡Las dos son deliciosas! ¡Me choca que no me comentara nunca lo agradable que es la señora Dashwood!
Elinor no sabía qué responder a eso, por lo que calló.
—¿Se siente mal, señorita Dashwood? Parece abatida. Está muy callada. ¿Seguro que no está indispuesta?
—Nunca me he sentido mejor.
Lo cierto es que, mientras la conversación proseguía por esos ingratos derroteros, Elinor sintió la familiar y aterradora oscuridad bailando ante sus ojos, vio la conocida figura de cinco puntas empezar a formarse en su imaginación. Respiró hondo varias veces, confiando desesperadamente en que la siniestra visión desapareciera. ¿Por qué la atormentaba de esa forma? ¿Por qué no la dejaba en paz?
—Me alegro de corazón —continuó Lucy—. Pero no he podido por menos de observar que no cesa de cerrar los ojos y colocar la cabeza entre las piernas. Lamentaría mucho que cayera enferma. ¡Dios sabe qué habría sido de mí sin su amistad!
Cuando Elinor se disponía a responder, la puerta se abrió de golpe, un criado anunció al señor Ferrars y Edward entró en la estancia.
Fue un momento muy embarazoso, como dejaba entrever el semblante de todos. Los tres mostraban una expresión cohibida, y Edward parecía tener tantos deseos de salir de nuevo de la habitación como de adentrarse en ella. Se había producido justamente la circunstancia que todos deseaban evitar. No sólo estaban los tres juntos, sino que no contaban con la presencia de otra persona que aliviara la tensión. Parecían tres pescados atrapados inopinadamente en la misma red, deseando ser devorados de inmediato, en lugar de continuar en esa situación.