Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (41 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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—Sí. Le sorprendería saber la de veces que las observé, la de veces que estuve a punto de acercarme a saludarlas. Solía entrar en las tiendas para no verlas cuando pasaba la góndola. Puesto que me alojaba en Bond Causeway, apenas pasaba un día sin que no la viera a usted o a Marianne, y nada, salvo el firme propósito de no toparme con ustedes, habría sido capaz de mantenernos separados tanto tiempo. Procuré evitar a los Middleton, así como al resto de las amistades que tenía en común con ustedes. Si es capaz de compadecerse de mí, señorita Dashwood, compadézcase de la situación en la que me hallaba entonces. Su hermana estaba permanentemente en mi recuerdo, ¡y tenía que fingir estar enamorado de otra mujer! Esas tres o cuatro semanas fueron las peores de mi vida. Pero un día, como no necesito decirle, me encontré inevitablemente con ustedes. ¡Qué papelón el mío! ¡Qué velada tan angustiosa! Aparte de las feroces langostas que devoraron a media docena de personas, ¡y entre las que por desgracia no me contaba! ¡Por un lado, Marianne, bella como un ángel, llamándome por mi nombre con una ternura indescriptible! ¡Santo Dios! ¡Extendiendo su mano, rogándome que la protegiera contra esas bestias blindadas, pidiéndome una explicación, con esos ojos cautivadores fijos en los míos, implorándome con desesperante elocuencia que la auxiliara! ¡Y por el otro, Sophia, una mujer de temperamento celoso, igualmente vulnerable a esas diabólicas pinzas! ¡Qué nochecita! Salí huyendo en cuanto pude, pero no antes de ver el dulce rostro de Marianne pálido como la muerte. Ésa fue la última vez que la vi, la última imagen que guardo de ella. ¡Fue horrible! ¡Entre las numerosas imágenes que recuerdo de esa noche, la de Marianne es la más horrorosa! Pero cuando pensé en ella aquí, agonizando, muriéndose a causa de la malaria, la fiebre amarilla, el lupus...

—El lupus, no.

—¿De veras? ¡Menos mal!

—Pero volviendo a la carta, señor Willoughby, ¿tiene algo que decir al respecto?

—Por supuesto. Su hermana me volvió a escribir la mañana después del ataque de las langostas en Hidro-Z. Usted vio lo que decía. Yo estaba desayunando con los Ellison cuando me trajeron su carta, que se había recibido en mi residencia. Sophia reparó en ella antes que yo, y su tamaño, la elegancia del papel, la caligrafía, la hicieron sospechar de inmediato. Había oído hablar vagamente de mi relación con una joven en Devonshire, y lo sucedido en Hidro-Z la llevó a identificar a Marianne como esa joven, lo que hizo que Sophia se sintiera más celosa que nunca. Fingiendo un aire juguetón, que en la mujer que amas resulta delicioso, Sophia abrió la carta y leyó su contenido. Su impertinencia le sirvió de escarmiento. Lo que leyó la contrarió profundamente. Yo podía haber soportado su contrariedad, pero su ira, su malicia era tal que tuve que esforzarme en aplacarla. En suma, ¿qué le parece el estilo epistolar de mi esposa?

—¿Su esposa? ¡La carta estaba escrita de su puño y letra!

—Sí, pero me limité a copiar servilmente unas frases que me avergüenzo de haber firmado. El borrador original fue redactado por Sophia, plasmando sus alegres pensamientos y su delicado lenguaje. Pero ¿qué podía hacer yo? Copié las palabras de mi esposa, renunciando a las últimas reliquias de Marianne. Me vi obligado a entregarle sus tres notas (que por desgracia guardaba en mi cartera, de lo contrario habría negado su existencia y las habría conservado para siempre), sin siquiera poder besarlas. Me lo arrebató todo, inclusive su mechón de pelo, que yo atesoraba y llevaba siempre sobre mi persona, y que doña metomentodo buscó con la más repelente virulencia.

Habían terminado de colocar las trampas y se hallaban de nuevo junto al timón, contemplando el oscuro mar nocturno. Monsieur Fierre sacudió brevemente su cabeza de simio, como recordando esa ingrata escena y ofreciendo a su apreciado amo toda su simpatía.

—Le agradezco que me haya ayudado a armar esta embarcación, señor Willoughby, pero ha obrado usted muy mal, su conducta no tiene justificación —dijo Elinor, aunque su voz, mal que le pesara, delataba la compasión que sentía por él—. No debe hablar de esa forma ni de su esposa ni de mi hermana. Usted tomó su propia decisión. Nadie le forzó a hacerlo. Su esposa tiene derecho a exigirle, como mínimo, respeto. Debe de amarle, o no se habría casado con usted. Tratarla de forma irrespetuosa, hablar de ella despectivamente no es un consuelo para Marianne, ni creo que le sirva a usted para tranquilizar su conciencia.

—No me hable de mi esposa —respondió Willoughby suspirando profundamente—. No merece su compasión. Cuando se casó conmigo, sabía que yo no la amaba. Pero nos casamos, y nos instalamos en Combe Magna para ser felices, y posteriormente regresamos a la Estación Submarina Beta, antes de que se destruyera, para pasar una alegre temporada. Y ahora, ¿se compadece usted de mí? ¿O no ha servido de nada que le contara todo esto? ¿Soy menos culpable a sus ojos que antes? ¿Le he ofrecido un viejo mapa para que lo siga hasta hallar en su corazón un lugar en el que perdonarme?

—Sí, ha demostrado, en líneas generales, ser menos culpable de lo que yo suponía. Ha demostrado menor maldad. Pero ha causado un sufrimiento indescriptible.

—¿Querrá hacerme el favor de decirle a su hermana, cuando se haya recuperado, lo que le he contado? Háblele de mi tristeza y mi penitencia, dígale que nunca la traicioné en mi corazón, y que en estos momentos la amo más que nunca.

—Le diré todo cuanto sea necesario. Pero no me ha explicado el motivo concreto de que haya venido hoy aquí, ni cómo se enteró de la enfermedad de Marianne.

—Me encontré con sir John Middleton en una ribera donde los aficionados acuden a pescar a orillas del Támesis, y cuando me reconoció, por primera vez en estos dos últimos meses, me habló. Su alma bondadosa, honesta y sosa, llena de indignación contra mí, y de preocupación por su hermana Marianne, no pudo resistir la tentación de decirme lo que suponía que me afligiría profundamente, aunque tal vez ignoraba hasta qué punto. Así que me dijo sin más preámbulo que Marianne Dashwood se moría debido a la malaria, la fiebre amarilla y habría jurado que dijo también el lupus, pero si usted dice que no es así, mejor que mejor. Esa mañana había recibido una carta de la señora Jennings, desde The Cleveland, afirmando que Marianne se hallaba en peligro inminente de muerte, que los Palmer se habían marchado aterrorizados... ¡Lo que sentí fue espantoso! De modo que decidí venir, y a las ocho de esta mañana preparé mi kayak. Ahora ya lo sabe todo.

Willoughby extendió la mano. Elinor no podía negarse a ofrecerle la suya, que el joven estrechó afectuosamente.

—¿Tiene ahora mejor opinión de mí? —preguntó soltando la mano de Elinor y apoyándose en el timón, como si hubiera olvidado que se disponía a marcharse.

Ella le aseguró que sí, que le perdonaba, le compadecía y le deseaba que todo le fuera bien; incluso mostró interés en su felicidad, y añadió unos amables consejos referentes a su conducta para promoverla. La respuesta de Willoughby no fue muy alentadora.

—En cuanto a eso —dijo—, debo desenvolverme en el mundo como pueda. La felicidad doméstica está descartada. No obstante, me atrevo a pensar que si usted y su familia se interesan por mi suerte y mis actos, ello representará un acicate para mí, y me impedirá bajar la guardia. ¡Ojalá tuviera la fortuna de volver a ser Ubre algún día, que Sophia se topara con un pulpo gigante y yo no estuviera presente para defenderla!

Elinor le detuvo con gesto de reproche.

—Los pulpos parecen desempeñar un papel importante en sus aventuras, señor Willoughby.

Sonriendo tímidamente, el señor Willoughby sacó de su bolsillo un cilindro largo y delgado que en un lado tenía el dibujo de una figura de ocho brazos.

—¿Qué es...?

—Un silbato para atraer a los pulpos —le explicó con expresión picara—, diseñado especialmente para emitir un sonido agudo que atrae su atención, sea cual sea el tiempo y el estado del mar. He constatado que ser rescatada del abrazo mortal de un pulpo gigante de ocho brazos tiende a propiciar, en una dama, cierto afecto...

Elinor meneó la cabeza sin saber qué palabras utilizar para manifestar la desaprobación que le producía semejante artilugio, y se guardó el cilindro en el bolsillo.

—Bien —respondió Willoughby—, me despido de nuevo de usted. Me marcharé para vivir con el constante temor de que se produzca cierto evento.

—¿A qué se refiere?

—Al matrimonio de su hermana.

—Se equivoca. Usted ya la ha perdido para siempre.

—Pero alguien la conquistará. Y si resultara que ese hombre es el que menos soporto de entre todos... Pero no quiero destruir su compasivo aprecio hacia mí demostrando que jamás olvido una ofensa. Adiós. Que Dios la bendiga y... una cosa más...

Sin decir otra palabra, Willoughby extrajo de la funda en su bota un afilado puñal y se lo entregó a Elinor. Acto seguido echó a andar trastabillando por la pasarela, seguido por su orangután mascota, se montó en su kayak y se alejó.

Elinor permaneció en cubierta, oscilando debido a los movimientos del barco, pensando en silencio en el daño irreparable que una independencia precoz y los vicios de la holgazanería, la disipación y el derroche habían causado en la psique, el carácter y la felicidad de Willoughby. El mundo lo había convertido en un ser extravagante y vanidoso, y la extravagancia y la vanidad le habían hecho cínico y egoísta. Un angustioso grito distrajo a Elinor de esas reflexiones: un grito agudo y prolongado que no reconoció hasta mirar por el catalejo. ¡Siempre recordaría el chillido emitido por el orangután cuando fue ensartado por un alfanje!

Pues al fin, cumpliéndose las aterrorizadas previsiones de Elinor, había aparecido The Jolly Murderess, seis banderas negras ondeando a la luz de la luna, dirigiéndose implacablemente hacia The Cleveland, acortando con rapidez el centenar de metros que separaban a ambos barcos. La precedía un bote, tripulado por dos bandidos de mirada cruel enviados como avanzadilla, que estaba más cercano. Fue esa pequeña embarcación la que había interceptado el kayak de Willoughby. Elinor los vio arrojar el cadáver de Monsieur Fierre al agua como si fuera un muñeco de trapo; vio a Willoughby, que había logrado escapar, nadar furiosamente hacia la orilla. Y cuando observó con el catalejo el buque pirata, vio en la proa de The Murderess al autor de esta última y atroz calamidad: el mismo Barba Feroz.

El terrorífico capitán pirata era inmensamente alto, ataviado con una chaqueta de capitán larga y negra como el azabache, un gorro escarlata y dorado echado hacia atrás sobre su cabeza gigantesca y barbuda, y una larga melena de pelo negro como la brea que le colgaba por la espalda. Se hallaba junto al timón, que empuñaba un timonel harapiento, con la cara sucia y giboso, que no cesaba de bramar y escupir sobre la cubierta mientras pilotaba el barco hacia The Cleveland. En cuanto al odioso capitán, permanecía inmóvil, sacando pecho, sosteniendo en su mano izquierda un reluciente alfanje de doble hoja, que resplandecía a la luz de la luna como acero recién forjado.

Elinor comprendió en el acto que las trampas y redes que Willoughby había instalado eran unas defensas ridiculas; la pequeña daga que le había entregado era como un juguete en sus manos. Se echó a temblar. The Jolly Murderess siguió surcando las negras aguas. La gigantesca figura en la proa inclinó la cabeza hacia atrás y rompió a reír: una risa aguda, estentórea, escalofriante, que reverberó a través del agua hacia Elinor formando unas olas siniestras.

Barba Feroz había llegado.

45

Cuando Elinor entró de nuevo apresuradamente en la cabina y subió la escalera hacia el dormitorio de Marianne, que había dejado inconsciente, comprobó que ésta acababa de despertarse, sintiéndose mejor después de un sueño tan prolongado y apacible. Elinor sintió que su corazón latía aceleradamente debido al pánico que había hecho presa en ella.

Tras mirar por la ventana cubierta con una cortina negra, vio que el bote se hallaba casi a una distancia de abordaje de TheCleveland. Oyó la espeluznante risa de Barba Feroz a través de la ventana de la cabina, y de nuevo, más fuerte, aproximándose más y más. El siniestro sonido le provocó un nerviosismo que eliminó todo indicio de cansancio; Elinor sólo temía que su hermana advirtiera su terror.

—Vuelve a dormirte, Marianne —le murmuró al oído—. Duerme un rato más.

Salió de nuevo corriendo a la veranda y vio a los repulsivos mercenarios acercar su bote al casco de TheCleveland y comenzar a subir por la escalerilla de la casa flotante.

—¡Deponed las armas, camaradas! —gritaron mientras subían a bordo—. ¡Esta espléndida noche solicitamos el placer de vuestra compañía!

Elinor seguía sosteniendo en la mano izquierda la daga que le había entregado Willoughby, y con la derecha tomó la escopeta de caza de Palmer y apuntó hacia la pasarela. Tan pronto como apareció la cabeza del primer invasor cubierta con un pañuelo, oprimió el gatillo. La fuerza de la escopeta la hizo recular contra la balaustrada de la cabina, y, para colmo, erró el tiro. El blanco contra el que había disparado, un individuo alto y desgarbado, negro como el betún, vestido con una raída chaqueta llena de remendones, soltó una espeluznante risotada cuando el proyectil pasó volando sobre su cabeza. El pirata saltó ágilmente por la barandilla del barco y echó a andar por la cubierta. Elinor se apretujó contra la balaustrada de la cabina y disparó una segunda bala, esta vez con más éxito: el proyectil impactó en el rostro del segundo pirata cuando apareció sobre la barandilla del barco. Su cabeza estalló envuelta en una nube de sangre y su cuerpo cayó hacia atrás y se sumerió en el mar.

Pero antes de que pudiera incorporarse, Elinor sintió las manos encallecidas del primer y repulsivo pirata alrededor de su cuello, apretándolo con una fuerza brutal. La joven experimentó de nuevo el dolor de la herida que el escorpión marino le había producido en el cuello, sólo que ahora estaba reemplazado por la aterradora sensación de estar ahogándose. Miró el sucio rostro del pirata y comprendió con intensa tristeza que sería lo último que verían sus ojos. Se lamentó de no haber prestado más atención a los caballeros de fortuna que estaban de moda en la Estación, los simulacros de batallas que había presenciado. ¡Ojalá supiera cómo repeler el cruel ataque de un pirata!

Como en respuesta a sus angustiosos pensamientos, de pronto oyó la resonante voz de la señora Jennings.

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