Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
Cuando Elinor contó a Marianne lo que había hecho, la primera reacción de ésta no fue todo lo favorable que cabía esperar.
—\TheClevelandl —exclamó muy nerviosa—. No, me niego a vivir a bordo de TheCleveland.
—Olvidas —respondió Elinor suavemente— que no se encuentra cerca de...
—Pero está fondeado frente a las costas de Somersetshire. ¡No puedo ir a Somersetshire! No, Elinor, no puedes obligarme a ir.
Ésta no quiso discutir sobre la conveniencia de superar esos sentimientos, por lo que se limitó a tratar de contrarrestarlos haciendo hincapié en otros; presentándola como una medida que fijaría la fecha en que regresarían junto a su querida madre, a la que ambas anhelaban ver. Mientras conversaban, observaron que varios sirvientes domésticos entraban y salían apresuradamente de la habitación. Elinor logró detener a uno para preguntarle la causa, pero éste no le hizo caso; fuera cual fuere el motivo de la prisa que llevaban, no admitía dilación, ni siquiera para conversar unos instantes.
Elinor siguió tratando de convencer a Marianne. Desde The Cleveland, que estaba anclado a unas pocas millas de Bristol, la costa de Devonshire no quedaba lejos, y puesto que no permanecerían más de una semana a bordo del barco, podrían estar de regreso en casa al cabo de unas tres semanas. Dado que el cariño que Marianne profesaba a su madre era sincero, Elinor supuso que éste acabaría imponiéndose sobre los imaginarios contratiempos que alojaba su hermana en su mente.
La señora Jennings, lejos de haberse cansado de la presencia de sus invitadas, propuso que regresaran con ella a casa desde The Cleveland. Elinor le agradeció el ofrecimiento, pero se negó a alterar sus planes; todo lo relativo al regreso de ella y su hermana a casa ya había sido organizado en la medida de lo posible, y Marianne sintió cierto alivio entreteniéndose en esbozar un gráfico de las horas que aún la separaban de su querida casita sobre la colina barrida por el viento de la isla Pestilente.
Una vez decidido el asunto, Elinor se dedicó a averiguar la causa del nerviosismo entre los criados, que seguían trajinando de un lado a otro; uno de ellos lucía el traje flotador utilizado fuera del espacio de la Cúpula, armado con un par de relucientes cuchillos para destripar pescado. En respuesta a sus preguntas, el criado vestido de esa guisa señaló con sus cuchillos el muro posterior de la Cúpula, donde media docena de peces espada golpeaban sistemáticamente y con precisión militar el cristal. Mientras Elinor observaba, un séptimo pez espada se unió a los otros, seguido por un octavo. Al acercarse, Elinor vio el verdadero motivo de la inquietud y las idas y venidas de los criados: una telaraña formada por pequeñas fisuras en el cristal de la Cúpula, claramente visible y que se extendía con rapidez, cuyo epicentro se hallaba donde los peces espada proseguían con su incesante labor.
Tap tap tap... tap tap tap... taptaptap...
Entonces dirigió al criado una sonrisa de aliento y le observó desaparecer por el angosto pasillo que daba acceso a la cámara de salida. Entretanto, el coronel Brandon fue a verlas, y la señora Jennings le sorprendió refiriéndole el plan de las Dashwood para abandonar la Estación Submarina y regresar a casa, tras alojarse unos días con los Palmer.
—¡Ay, coronel Brandon, no sé qué haremos usted y yo sin las Dashwood! —se lamentó la señora Jennings—. Están decididas a partir desde casa de los Palmer. ¡Señor, qué sola me sentiré cuando regrese aquí! ¡Usted y yo nos contentaremos con mirarnos aburridos como dos gatos, uno viejo y un tanto chiflado, y el otro cubierto por un montón de viscosos y oscilantes tentáculos en lugar de bigotes!
Es posible que la señora Jennings confiara en que, en virtud del vigoroso cuadro que había pintado sobre el aburrimiento que les aguardaba, el coronel Brandon se decidiera a hacer el ofrecimiento que lo libraría de tal situación; en cuyo caso, poco después la estimable dama tuvo motivos fundados para pensar que había conseguido su propósito; pues cuando Elinor se acercó al cristal del acuario para contemplar los esfuerzos del criado armado con dos cuchillos para exterminar al creciente número de peces espada, el coronel Brandon se aproximó a ella con una expresión cargada de significado, y ambos conversaron durante varios minutos. Pero el tema no era, como confiaba la señora Jennings, de carácter romántico; el coronel Brandon confió a Elinor que todos los residentes del círculo exterior de la Estación Submarina habían informado de que unos peces espada se dedicaban a golpear el cristal fuera de la Cúpula, y todos habían enviado a sus criados para pelear contra ellos.
Prefiriendo no pensar en el posible resultado de un hecho tan desagradable, el coronel y Elinor conversaron sobre otros temas durante unos minutos. Y aunque la señora Jennings era demasiado honesta para escuchar, e incluso había cambiado de asiento para no oír lo que decían, trasladándose a una butaca junto al pianoforte en el que Marianne interpretaba una tierna y melancólica versión en la octava alta de «Yo ho, yo ho y una botella de ron», no pudo por menos de observar que Elinor palidecía, presa de un gran nerviosismo, al tiempo que escuchaba atentamente al coronel Brandon. Para más confirmación de sus esperanzas, mientras Marianne pasaba del «Ron» a «Yo ho, yo ho, un gran pirata soy», la señora Jennings captó inevitablemente algunas palabras del coronel, con las que parecía disculparse por el hecho de que la casa no estuviera en condiciones. Eso aclaró el asunto sin más vuelta de hoja. La señora Jennings se preguntó qué necesidad tenía el coronel de hacer ese comentario, pero dedujo que lo había hecho por pura cortesía. No logró oír la respuesta de Elinor, pero, a juzgar por el movimiento de sus labios, comprendió que no había puesto ninguna objeción a ese detalle, y la señora Jennings la felicitó en su fuero interno por su sinceridad. Luego ambos siguieron charlando unos minutos sin que la dama lograra captar una sñaba, hasta que por fortuna Marianne hizo otro alto en su interpretación, permitiéndole oír las palabras que pronunció el coronel con tono sosegado:
—Me temo que de momento no podrá llevarse a cabo. Perpleja e indignada, la señora Jennings estuvo a punto de exclamar:
—¡Ay, Señor! Pero ¿qué obstáculo puede interponerse en su camino?
La afectuosa dama estaba tan absorta con esos retazos de conversación que no reparó en que el criado que se hallaba al otro lado del cristal había sido ensartado por el alargado pico semejante a un estoque de un pez espada. Dos de sus compañeros sujetaron al desdichado por las axilas y lo arrastraron rápidamente hacia arriba. Por fortuna, los otros peces no los persiguieron, sino que continuaron golpeando laboriosa y sistemáticamente el cristal de la Cúpula.
Cuando poco después Elinor y el coronel Brandon pusieron fin a su conversación y se despidieron, la señora Jennings oyó decir a la joven, con voz rebosante de emoción:
—Siempre le estaré profundamente agradecida.
La gratitud de Elinor complació a la señora Jennings, quien se preguntó cómo era posible que el coronel, al oír esa frase, se marchara con tanta rapidez, con una sangre fría apabullante, tras alzar cortésmente sus tentáculos a modo de despedida, sin responder a la joven. La anciana dama no había sospechado que su viejo amigo fuera tan torpe a la hora de cortejar a una mujer.
Lo que realmente había ocurrido entre ambos era lo siguiente:
—Me he enterado —dijo el coronel con tono compasivo— de la injusticia que su amigo el señor Ferrars ha sufrido a manos de su familia. Si no me equivoco, ha sido repudiado por perseverar en su compromiso con una joven muy respetable. ¿Me han informado bien? ¿Es así?
Elinor respondió afirmativamente.
—¡Qué impolítica crueldad! —exclamó el coronel con vehemencia—. Es terrible que trataran de separar a dos jóvenes que llevan mucho tiempo comprometidos. He visto al señor Ferrars en dos o tres ocasiones en Harley Piscina, y me cae muy bien. He oído decir que quiere seguir la carrera de farero. Le ruego tenga la amabilidad de decirle que el faro de Delaford es suyo; el correo de esta mañana me ha informado de que en estos momentos el puesto está vacante, ya que el anterior farero fue asesinado por el pirata Barba Feroz por una ridicula ofensa. En cualquier caso, el puesto es suyo, si el señor Ferrars desea ocuparlo. Lamento que la oferta sea tan poco valiosa. Se trata simplemente de un lago pequeño, en el que habitan uno o dos diminutos monstruos, rodeado por dos aldeas cuyos habitantes viven ligeramente aterrorizados por éstos. Según tengo entendido, el difunto titular no ganaba más de doscientas libras al año, una cantidad susceptible de mejorar, pero me temo que no hasta el extremo de procurar al señor Ferrars unos ingresos holgados. El faro en sí apenas puede merecer ese nombre, pues consiste en una destartalada casucha, con un par de antorchas que arden en las ramas superiores de un sicómoro cercano. No obstante, me complace poder ofrecérselo. Le ruego que se lo diga de mi parte.
El asombro de Elinor ante este encargo no habría sido mayor si el coronel le hubiera ofrecido su mano. Esa oportunidad, que hacía dos días ella había considerado imposible, permitiría a Edward contraer matrimonio, ¡y ella sería la persona encargada de facilitárselo! Su emoción era tan intensa que la señora Jennings la había atribuido a una causa muy distinta; pero al margen de los sentimientos menos puros, menos loables, que pudiera contener esa emoción, Elinor sintió una profunda admiración, que expresó abiertamente, por la bondad, y gratitud por la sincera amistad, que habían inducido al coronel Brandon a hacer ese ofrecimiento. Le dio las gracias de corazón, se refirió a los principios y carácter de Edward con el tono elogioso que Elinor sabía que el joven merecía, y prometió cumplir encantada ese encargo. Así pues, Elinor podía informar a Edward del asunto ese mismo día. Después de zanjar el tema, el coronel Brandon se puso a hablar sobre las ventajas que representaba para él tener un vecino tan respetable y agradable, comentando a continuación que lamentaba que la casa fuera tan pequeña y vulgar.
—No imagino que ello suponga ningún inconveniente —respondió Elinor—, pues estará en consonancia con el tamaño de la familia y los ingresos de Edward.
Al coronel le sorprendió que Elinor considerase el matrimonio del señor Ferrars una consecuencia lógica de la oferta, pues no suponía posible que el faro de Delaford pudiera procurar a nadie los ingresos suficientes para casarse, y menos a un hombre acostumbrado como Edward a un determinado tren de vida, y así lo dijo.
—Un sencillo faro junto a un lago sólo puede hacer que el señor Ferrars se sienta cómodo allí mientras siga soltero; no le permitirá casarse. Lamento decir que mi apoyo termina ahí; no puedo hacer más por él. No obstante, si debido a alguna circunstancia imprevista pudiera serle más útil, me tiene a su disposición. Lo que hago ahora es insignificante, puesto que no puede contribuir a que alcance el objetivo principal de su felicidad. El matrimonio del señor Ferrars está todavía muy lejano; en todo caso, me temo que de momento no podrá llevarse a cabo.
Ésa fue la frase que, al malinterpretarla, había ofendido lógicamente los delicados sentimientos de la señora Jennings.
Cuando todos abandonaron la habitación, los peces espada siguieron multiplicándose; ahora una docena, ora dos, otra tres docenas de bestias de ojillos feroces, algunos pequeños como gatos, otros grandes como caballos, seguían golpeando el cristal con sus puntiagudos picos. En toda la Cúpula ocurría lo mismo, y al anochecer se habían congregado mil pares de ojos de peces dorados y siniestros que relucían inquietantemente en la oscuridad al otro lado del caparazón protector de cristal de la Estación Submarina. Una legión de peces malévolos, que en su mayoría golpeaban el cristal, pero algunos simplemente observaban con mirada fría e inexpresiva desde el exterior.
—Bien, señorita Dashwood —dijo a la mañana siguiente la señora Jennings, sonriendo astutamente, durante el desayuno consistente en un molde gelatinizado de copos de avena y unos polvos con sabor a beicon—. No le preguntaré lo que el coronel le dijo; le doy mi palabra que traté de no oír su conversación. Pero los apéndices maxilares del coronel se agitaban nerviosamente bajo su nariz, y aunque su respiración gutural era más acusada que de costumbre, no pude por menos de oír lo suficiente para comprender el significado. Le aseguro que jamás me he sentido tan complacida, y le deseo de corazón toda la felicidad del mundo.
—Gracias, señora —respondió Elinor—. A mí también me complace mucho, y agradezco profundamente la bondad del coronel Brandon. No hay muchos hombres que habrían hecho lo que él ha hecho. ¡Pocas personas tienen un corazón tan compasivo como él! No me esperaba esa oportunidad.
—¡Oportunidad! —repitió la señora Jennings—. Cuando un hombre decide dar ese paso, busca la oportunidad donde sea. Bien, querida, le deseo una vez más toda la felicidad del mundo, y si alguna vez ha existido una pareja feliz, creo que pronto sabré dónde hallarla.
—Supongo que irá a Delaford —respondió Elinor con una leve sonrisa.
—¡Por supuesto, querida! En cuanto a que la casa no está en condiciones, no sé a qué se refiere al coronel, pues nunca he visto una mansión tan espléndida.
—Dijo que había que hacer algunas reparaciones.
—Bueno, ¿y quién tiene la culpa de eso? ¿Por qué no la repara? ¿Quién debe ocuparse de ello sino él?
Mientras Elinor trataba de descifrar el significado de los comentarios de la señora Jennings, fueron interrumpidas por un ruido estruendoso al tiempo que toda la vivienda acusaba un impacto brutal. La conversación cesó, y Marianne alzó la vista del teclado del pianoforte, sorprendida y sobresaltada.
De inmediato, volvieron la vista hacia el cristal y vieron un pez espada que se había desarrollado hasta adquirir unas proporciones descomunales. Tras observarlo durante unos instantes, comprendieron que no se trataba de un pez espada, sino de un narval, una ballena de unas tres mil quinientas libras, con unos ojillos que relucían en su gigantesca cabeza y un cuerno largo, retorcido y feroz en la frente; dicho de otro modo, una bestia marina que se parecía tanto a un pez espada como un león a un gato. Un reducido banco de peces espada giraba alrededor de la cola y el torso del narval, trazando pequeños y alegres círculos, como proclamándolo su paladín.
—¡Dios santo! —exclamó Elinor—. Han traído refuerzos.
El narval empezó a arremeter contra el cristal con la punta roma de su retorcido cuerno, una y otra vez, no con unos golpecitos persistentes como los peces espada, sino asestando un tremendo porrazo que reverberó en toda la habitación, seguido, tras una larga pausa, de otro porrazo.