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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (38 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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A los diecisiete años, Gurney no estaba seguro de saber de qué hablaba aquel hombre. Le sonaba profundo, pero su profundidad era sombría, y no podía ver nada en ella. Todavía no lo comprendía del todo a los cuarenta y siete, al menos no de la misma forma que entendía la función de los camiones.

Volvió a bajar a la cocina. Al entrar desde el pasillo oscuro, la estancia le pareció intensamente brillante. El sol, ahora bien por encima de los árboles en un cielo sin nubes, brillaba directamente a través de la puerta cristalera orientada al sureste. La nieve recién caída había transformado el pasto en un reflector deslumbrante, que arrojaba luz a rincones de la estancia rara vez iluminados.

—Tu café está listo —dijo Madeleine. Llevaba una bola de papel de periódico y un puñado de astillas para la estufa de leña. —La luz es tan mágica como la música.

Dave sonrió y asintió. En ocasiones envidiaba su capacidad para quedarse fascinada por la naturaleza. Se preguntó por qué una mujer tan entusiasta, tan fascinada por el mundo, una mujer tan en contacto con la gloria de las cosas se había casado con un detective tan poco espontáneo y tan cerebral. ¿Había imaginado que un día él dejaría de lado el gris capullo de su profesión? ¿Había contribuido él a esa fantasía imaginando un retiro bucólico donde él se convertiría en una persona diferente?

Pensó que eran una extraña pareja, aunque seguramente no más extraña que la que formaron sus padres. Su madre, con todas sus inclinaciones artísticas, todo su pequeño vuelo de fantasía y esculturas de papel maché, fantásticas acuarelas, papiroflexia se había casado con su padre, un hombre con una esencial falta de gracia sólo interrumpida por destellos de sarcasmo, un hombre cuya atención siempre estaba en otro lado, cuyas pasiones eran desconocidas, y cuya partida al trabajo por la mañana parecía complacerle más que su regreso a casa por la tarde. Un hombre que en su búsqueda de paz estaba siempre saliendo.

—¿A qué hora has de salir para tu reunión? —preguntó Madeleine, mostrando su precisa sensibilidad respecto a los pensamientos pasajeros de su marido.

44

Argumentos finales

Déjà vu.

 

El procedimiento de entrada era el mismo que la otra vez. La recepción del edificio irónicamente diseñada para repeler a los visitantes era tan antiséptica como un depósito de cadáveres, aunque menos pacífica. Había un nuevo guardia en la cabina de seguridad, pero la iluminación le daba la misma palidez de quimioterapia que al último. Y, una vez más, el investigador Blatt, con el cabello peinado con gomina, condujo a Gurney a la claustrofóbica sala de conferencias.

Blatt entró primero en la estancia, que a Gurney le pareció más descuidada que la vez anterior. En la moqueta desteñida, había manchas en las que no se había fijado antes. El reloj, colgado no muy recto y demasiado pequeño para la pared, marcaba las doce del mediodía. Como de costumbre, Gurney llegaba justo a tiempo: menos una virtud que una neurosis. Tanto llegar tarde como llegar temprano le hacían sentirse incómodo.

Blatt se sentó a la mesa. Wigg y Hardwick ya estaban allí, en las mismas sillas que en la primera reunión. Una mujer con expresión tensa estaba de pie junto a la cafetera del rincón, obviamente contrariada por el hecho de que a Gurney no lo acompañara la persona a la que ella estaba esperando. Se parecía tanto a Sigourney Weaver que Gurney se preguntó si estaba haciendo un esfuerzo consciente por cultivar el parecido.

Las tres sillas más cercanas al centro de la mesa ovalada estaban inclinadas hacia delante, como en la otra ocasión. Cuando Gurney se dirigió a por el café, Hardwick sonrió como un tiburón.

—Detective de primera clase Gurney, tengo una pregunta para usted.

—Hola, Jack.

—O mejor aún, tengo una respuesta para usted. Veamos si adivina de qué pregunta se trata. La respuesta es «un cura apartado del sacerdocio en Boston». Para ganar el gran premio lo único que ha de hacer es adivinar la pregunta.

En lugar de responder, Gurney cogió una taza, se fijó en que no estaba muy limpia, volvió a guardarla, probó otra, luego una tercera y, al final, volvió a la primera.

Sigourney estaba dando golpecitos con el pie y mirando su Rolex en una parodia de impaciencia.

—Hola —dijo Gurney, llenando con resignación la taza manchada con lo que esperaba que fuera café antisépticamente caliente—. Soy Dave Gurney.

—Yo soy la doctora Holdenfield —respondió la mujer, como si estuviera mostrando una escalera de color como respuesta a una pareja de doses—. ¿Sheridan está en camino?

Algo complejo en el tono de la mujer captó la atención de Gurney. Y el nombre de Holdenfield le sonaba.

—No lo sé. —Se preguntó qué clase de relación podría existir entre el fiscal del distrito y la doctora—. Si no le importa que se lo pregunte, ¿qué clase de doctora es?

—Psicóloga forense —dijo con aire ausente, sin mirarlo a él, sino al suelo.

—Como he dicho, detective —intervino Hardwick, en voz demasiado alta para el tamaño de la sala—, si la respuesta es un cura de Boston apartado del sacerdocio, ¿cuál es la pregunta?

Gurney cerró los ojos.

—Por el amor de Dios, Jack, ¿por qué no me lo dices?

Hardwick arrugó la cara en expresión de desagrado.

—Entonces tendría que explicarlo dos veces, para ti y para el comité ejecutivo. Señaló con la cabeza hacia las sillas inclinadas.

La doctora miró otra vez su reloj. La sargento Wigg observó lo que ocurría en la pantalla de su portátil como respuesta a las teclas que estaba pulsando. Blatt parecía aburrido. La puerta se abrió y entró Kline, con aspecto preocupado, seguido por Rodríguez, que llevaba una gruesa carpeta y tenía un semblante más malévolo que nunca. También vio a Stimmel, con aspecto de rana pesimista. Cuando se sentaron, Rodríguez arqueó las cejas en ademán de interrogación.

—Adelante —dijo Kline.

Rodríguez fijó su mirada en Gurney, con los labios apretados en una línea fina.

—Ha ocurrido un suceso trágico. Un agente de policía de Connecticut enviado a casa de Gregory Dermott, según se me ha informado debido a su insistencia, ha sido asesinado.

Todos los ojos en la sala, con diversos grados de curiosidad desagradable, se volvieron hacia Gurney.

—¿Cómo? —Formuló la pregunta con calma, sobreponiéndose a una punzada de ansiedad.

—Igual que su amigo. —Había algo agrio e insinuante en el tono de Rodríguez que Gurney decidió pasar por alto.

—Sheridan, ¿qué demonios está pasando aquí? —La doctora, que estaba de pie en un extremo de la mesa, sonó tan hostil como Sigourney en
Alien
, y Gurney decidió que tenía que hacerlo a propósito.

—¡Becca! Lo siento, no te había visto. Estamos muy atareados. Una complicación de último momento. Aparentemente otro asesinato. —Se volvió hacia Rodríguez—. Rod, ¿por qué no pones a todos al corriente de lo ocurrido con el policía de Connecticut? —Sacudió rápidamente la cabeza, como si tuviera agua en los oídos—. ¡Es el caso más enrevesado que he visto jamás!

—Cierto —coincidió Rodríguez, abriendo la carpeta—. A las 11.25 de esta mañana hemos recibido una llamada del teniente John Nardo, del Departamento de Policía de Wycherly, Connecticut, en relación con un homicidio en la propiedad de un tal Gregory Dermott, conocido por nosotros como el propietario del apartado postal en el caso Mark Mellery. A Dermott se le había brindado protección policial temporal ante la insistencia del investigador especial David Gurney. A las ocho de esta mañana…

Kline levantó la mano.

—Espera un segundo, Rod. Becca, ¿conoces a Dave?

—Sí.

La fría y cortante respuesta afirmativa parecía concebida para evitar cualquier presentación más extensa, pero Kline continuó de todos modos.

—Vosotros dos tendréis mucho de qué hablar: la psicóloga con el historial de perfiles más preciso, y el detective con más detenciones por homicidio de la historia del Departamento de Policía de Nueva York.

El elogio pareció dejar a todo el mundo incómodo, pero también hizo que Holdenfield mirara a Gurney con cierto interés por vez primera. Y aunque él no era un entusiasta de los
profilers
profesionales, supo por qué su nombre le era familiar.

Kline continuó, al parecer decidido a destacar a sus dos estrellas.

—Becca lee sus mentes, Gurney les da caza: Cannibal Claus, Jason Strunk, Peter Possum «Como se llame»…

La doctora se volvió hacia Gurney, abriendo un poco más los ojos.

—¿Piggert? ¿Fue su caso?

Gurney asintió.

—Una detención muy celebrada —dijo ella con un atisbo de admiración.

Gurney logró esbozar una sonrisita abstraída. Lo ocurrido en Wycherly y la pregunta respecto a que si el poema que había enviado por correo tenía alguna relación con la muerte del agente de policía lo estaba devorando.

—Continúa, Rod —dijo Kline de un modo abrupto, como si el capitán hubiera sido el causante de la interrupción.

—A las ocho de esta mañana, Gregory Dermott fue a la oficina postal de Wycherly acompañado por el agente Gary Sissek. Según Dermott, volvieron a las ocho y media. A esa hora preparó un poco de café y tostadas y revisó su correo, mientras el agente Sissek permanecía fuera para comprobar los perímetros de la propiedad y la seguridad externa de la casa. A las nueve, Dermott fue a buscar al agente Sissek y descubrió su cadáver en el porche de atrás. Llamó a Emergencias. Los primeros en responder protegieron la escena del crimen y encontraron una nota enganchada en la puerta de atrás, cerca del cadáver.

—¿Bala y múltiples heridas de corte como los demás? —preguntó Holdenfield.

—Heridas de corte evidentes, no se ha confirmado todavía lo de la bala.

—¿Y la nota?

Rodríguez leyó de un fax en su carpeta.

«¿De dónde he venido? / ¿Adónde he ido? / ¿Habrá aún más muertos / por desconocerlo?»

—El mismo rollo extraño —dijo Kline. —¿Qué opinas, Becca?

—El proceso podría estar acelerándose.

—¿El proceso?

—Hasta ahora todo había sido cuidadosamente planeado: la elección de las víctimas, la serie de notas, todo. Pero en esta ocasión es diferente, más reactivo que planificado.

Rodríguez se mostró escéptico.

—Es el mismo ritual de apuñalamiento, el mismo tipo de nota.

—Pero fue una víctima no planeada. Parece que el señor Dermott era el objetivo original, pero mataron a este policía por una cuestión de oportunidad.

—Sin embargo, la nota…

—La nota podría haber sido para colocarla en el cadáver de Dermott, si todo hubiera ido bien, o podría haberla compuesto sobre el terreno, dadas las circunstancias. Podría ser significativo que sólo tenga cuatro versos. ¿No tenían ocho las otras? —Miró a Gurney en busca de confirmación.

Éste asintió, todavía medio perdido en una especulación culpable. Se forzó a volver al presente.

—Estoy de acuerdo con la doctora Holdenfield. No había pensado en el posible significado de los cuatro versos frente a los ocho, pero tiene sentido. Una cosa que añadiría es que, aunque no pudiera planificarlo del mismo modo que los demás, el elemento de odio a la Policía que forma parte de la mentalidad del asesino integra este crimen en el patrón general, al menos parcialmente, y podría dar cuenta de los aspectos rituales a los que se refería el capitán.

—Becca ha dicho algo sobre el ritmo acelerado —dijo Kline—. Ya tenemos cuatro víctimas. ¿Eso significa que vendrán más?

—Cinco, de hecho.

Todas las miradas convergieron en Hardwick.

El capitán levantó el puño y extendió un dedo como enunciando cada nombre: Mellery. Schmitt. Kartch. El agente Sissek. Eso son cuatro.

—El reverendo Michael McGrath es el quinto —dijo Hardwick.

—¿Quién?

La pregunta salió al mismo tiempo de Kline (excitado), el capitán (vejado) y Blatt (consternado).

—Hace cinco años un párroco de la diócesis de Boston fue liberado de sus deberes pastorales debido a acusaciones relacionadas con abusos a varios monaguillos. Hizo algún pacto con el obispo, achacó al alcoholismo su conducta inapropiada, acudió a una larga terapia de rehabilitación, se perdió de vista, final de la historia.

—¿Qué demonios pasó con la diócesis de Boston? —se mofó Blatt—. Joder, estaba repleta de pedófilos.

Hardwick no le hizo caso.

—Final de la historia hasta hace un año, cuando McGrath fue hallado muerto en su apartamento. Múltiples cortes en la garganta. Una nota sobre el cadáver. Era un poema de ocho líneas en tinta roja.

El rostro de Rodríguez se estaba ruborizando.

—¿Desde cuándo sabes esto?

Hardwick miró su reloj.

—Desde hace media hora.

—¿Qué?

—Ayer el investigador especial Gurney hizo una petición regional a todos los departamentos de los estados del noreste para buscar
modus operandi
similares al del caso Mellery. Esta mañana hemos recibido un resultado: el difunto padre McGrath.

—¿Algún detenido o acusado por su asesinato? —preguntó Kline.

—No. El tipo de Homicidios de Boston con el que hablé… Tuve la impresión de que no le daban prioridad al caso.

—¿Qué se supone que significa eso? —El capitán sonó petulante.

Hardwick se encogió de hombros.

—Un antiguo pedófilo muere acuchillado, el asesino deja una nota que se refiere vagamente a pasados errores. Parece que alguien ha decidido saldar cuentas. Quizá los polis pensaron que tenían otros marrones, un montón más de criminales que detener con motivos menos nobles que haberse tomado la justicia por su mano. Así que tal vez no prestaron demasiada atención.

Rodríguez tenía aspecto de sufrir una indigestión.

—Pero no lo dijo realmente.

—Por supuesto que no lo dijo.

—Así pues —dijo Kline en su voz de recapitulación—, al margen de lo que la Policía de Boston hizo o dejó de hacer, el hecho es que el padre McGrath es el número cinco.

—Sí, el número cinco… —intervino Hardwick—, aunque, en realidad, es el número uno, pues le rebanaron el cuello un año antes que a los otros cuatro.

—Así pues, Mellery, que pensábamos que era el primero, era en realidad el segundo —concluyó Kline.

—Lo dudo mucho —dijo Holdenfield. Cuando tuvo la atención de todos, continuó: —No hay pruebas de que el cura fuera el primero (podría haber sido el décimo, por lo que sabemos), pero aunque fuera el primero, hay otro problema. Un asesinato hace un año, luego cuatro en menos de dos semanas: no es un patrón habitual. Esperaría otros en medio.

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