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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (37 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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La nieve no estaba ejerciendo su habitual efecto tranquilizador en él. Los sucesos del caso se estaban apilando con demasiada rapidez, y echar su propia carta poética al buzón de correos de Wycherly con la esperanza de contactar con el asesino empezaba a antojársele un error. Le habían concedido cierto grado de autonomía en la investigación, pero se podría haber excedido con tales intervenciones «creativas». Mientras se preparaba el café, imágenes de la escena del crimen de Sotherton, incluido el salmón que imaginaba con la misma claridad que si lo hubiera visto luchaban por hacerse un hueco en su mente con la nota en la ventana de Dermott. «Cae uno, caen todos. Ahora mueren todos los necios.»

Buscando una ruta de salida de su ciénaga emocional, se le ocurrió que podía reparar el rastrillo roto o volver a estudiar el asunto del diecinueve para ver si podía llevarle a algún sitio. Eligió lo último.

Suponiendo que el engaño hubiera funcionado tal y como él creía, ¿qué conclusiones podía sacar? ¿Que el asesino era listo, imaginativo, frío bajo presión, juguetonamente sádico? ¿Que era un fanático del control, obsesionado con lograr que sus víctimas se sintieran impotentes? Todo lo dicho, pero esas cualidades ya eran obvias. Lo que no era tan evidente era por qué había elegido esa forma en particular. Se le ocurrió que lo más destacado del truco del diecinueve era que se trataba, precisamente, de un truco. Y el efecto que buscaba era causar la impresión de que el asesino conocía a la víctima lo bastante bien para saber lo que estaba pensando, aunque no supiera nada de él.

¡Dios!

¿Cuál era la frase en el segundo poema enviado a Mellery?

Gurney casi salió corriendo desde la cocina al estudio, cogió la carpeta del caso y la hojeó. ¡Allí estaba! Por segunda vez ese día sintió la emoción de tocar una parte de la verdad.

Sé todo lo que piensas, sé cuándo parpadeas, sé dónde has estado, sé adónde irán tus pasos.

¿Qué era lo que Madeleine había dicho en la cama? ¿Había sido esa noche o la noche anterior? Algo respecto a que los mensajes eran peculiarmente inespecíficos, que no había hechos en ellos, ni nombres, ni lugares, nada real.

En su excitación, Gurney sentía que las piezas fundamentales del rompecabezas encajaban en su lugar. La pieza central era una que había tenido todo el tiempo boca abajo. El conocimiento íntimo del asesino respecto a sus víctimas era, por fin parecía claro, falso. Una vez más, Gurney revisó su carpeta de notas y llamadas telefónicas recibidas por Mellery y las otras víctimas, y no logró encontrar ni un esbozo de prueba de que el asesino tuviera cualquier conocimiento específico de ellos más allá de sus nombres y direcciones. Sí parecía conocer que en un momento dado todos ellos habían bebido demasiado, pero ni siquiera en eso había detalle: ni incidente, ni persona, ni lugar, ni tiempo. Todo encajaba con un asesino que trata de dar a sus víctimas la impresión de que las conocía íntimamente cuando de hecho no las conocía en absoluto.

Esto planteaba una nueva pregunta: ¿por qué matar a desconocidos? Si la respuesta era que sentía un odio patológico hacia cualquiera con un problema de alcohol, entonces (como Gurney le había dicho a Randy Clamm en el Bronx), ¿por qué no arrojar una bomba en la reunión de Alcohólicos Anónimos más cercana?

Una vez más sus ideas empezaron a dar vueltas en círculos, al tiempo que el cansancio invadía su cuerpo y su mente. Con el cansancio llegaban las dudas de sí mismo. La euforia de darse cuenta de cómo pudo hacerse el truco del número y qué significaba eso respecto a las relaciones entre el asesino y sus víctimas quedó sustituida por la autocrítica: podría haberse dado cuenta antes. Después sintió miedo de que incluso eso pudiera convertirse en otro callejón sin salida.

—¿Qué pasa ahora?

Madeleine estaba de pie en el umbral del estudio, sosteniendo una enorme bolsa de basura de plástico negro, despeinada tras llevar a cabo su misión de ordenar el armario.

—Nada.

Ella le dedicó una expresión de incredulidad y depositó la bolsa de basura en la puerta.

—Esto estaba en tu lado del armario.

Dave miró la bolsa.

Madeleine volvió a subir.

El viento produjo un suave silbido en la ventana, que necesitaba una nueva cinta aislante. Maldición. Había querido arreglar eso. Cada vez que el viento daba en la casa en ese ángulo…

Sonó el teléfono.

Era Gowacki, de Sotherton.

—Sí, de hecho, es un salmón —dijo sin molestarse en decir hola—. ¿Cómo coño lo sabía?

Aquella confirmación le sacó de una suerte de pozo en el que su mente, somnolienta, había caído. Le dio la suficiente energía para llamar al irritante Jack Hardwick para hablar de una cuestión que le había estado molestando desde el principio.

Era la primera línea del tercer poema, que sacó de su carpeta al tiempo que marcaba el número de Hardwick.

No hice lo que hice por gusto ni dinero,

si no por unas deudas pendientes de saldar.

Por sangre que es tan roja

como rosa pintada.

Para que todos sepan:

lo que siembran, cosechan.

Como de costumbre, tuvo que soportar un largo minuto de maltrato aleatorio antes de conseguir que el detective del DIC escuchara su preocupación y respondiera a ella. La respuesta era típica de Hardwick.

—¿Supones que el uso del pasado significa que el asesino ya había dejado atrás varias cabezas cortadas cuando se cargó a tu colega?

—Ése sería el significado obvio —dijo Gurney—, porque las tres víctimas que conocemos estaban vivas cuando escribió esto.

—Así pues, ¿qué quieres que haga?

—Podría ser buena idea enviar una petición de
modus operandi
similares.

—¿Cómo de detallado quieres el
modus operandi
? —La entonación de Hardwick hizo que el término latino sonara a chiste. Su tendencia chovinista a sentir los idiomas extranjeros risibles siempre ponía de los nervios a Gurney.

—Depende de ti. En mi opinión, las heridas en la garganta son el elemento clave.

—Hum. ¿Te parece que esta petición vaya a Pensilvania, Nueva York, Connecticut, Rhode Island, Massachusetts, quizá a Nueva Hampshire y Vermont?

—No lo sé, Jack. Tú decides.

—¿Marco temporal?

—¿Últimos cinco años? Lo que te parezca.

—Últimos cinco años está tan bien como cualquier otro. —Hizo que sonara tan mal como cualquier otro—. ¿Estás listo para la reunión del capitán R? ¿Mañana?

—Claro, allí estaré.

Hubo una pausa.

—Así pues, ¿piensas que este zumbado lleva tiempo por ahí?

—Parece una posibilidad.

Otra pausa.

—¿Estás consiguiendo algo en tu lado?

Gurney dio a Hardwick un resumen de los hechos y su nueva interpretación de ellos, y terminó con una sugerencia.

—Sé que Mellery estuvo en rehabilitación hace quince años. Podría ser interesante comprobar cualquier registro criminal o público sobre él, cualquier cosa relacionada con el alcohol. Lo mismo en el caso de Albert Schmitt y Richard Kartch. Los tipos de Homicidios de los casos Schmitt y Kartch están trabajando en las biografías de las víctimas. Puede que hayan sacado algo relevante. Ya que estás en ello, no vendría mal hurgar un poco más en el historial de Gregory Dermott. Está liado en esto de algún modo. El asesino eligió esa oficina postal de Wycherly por alguna razón, y ahora está amenazando a Dermott.

—¿Qué?

Gurney le contó a Hardwick lo de la nota «Cae uno, caen todos, ahora mueren todos los necios», pegada a la ventana de Dermott y lo de su conversación con el teniente Nardo.

—¿Qué crees que encontraremos en los historiales?

—Algo que dé sentido a los tres hechos. Primero, el asesino se centra en víctimas con un pasado alcohólico. Segundo, no hay pruebas de que las conociera personalmente. Tercero, eligió a víctimas que vivían separadas geográficamente, lo cual sugiere algún factor en la selección distinto del consumo excesivo de alcohol: un elemento que los relacione entre sí, con el asesino, y probablemente con Dermott. No tengo ni idea de lo que es, pero lo sabré cuando lo vea.

—¿Es un hecho?

—Hasta mañana, Jack.

43

Madeleine

Esa «mañana» llegó con peculiar inmediatez. Después de su conversación con Hardwick, Gurney se había quitado los zapatos y se había arrellanado en el sofá del estudio. Durmió profundamente, durante el resto de la tarde y toda la noche. Cuando abrió los ojos era por la mañana.

Se levantó, se desperezó, miró por la ventana. El sol estaba subiendo sobre el risco marrón del lado este del valle, por lo que supuso que serían las siete de la mañana. No tenía que salir para su reunión hasta las 10.30. El cielo era perfectamente azul, y la nieve brillaba como si se hubiera mezclado con cristal astillado. La belleza y la paz de la escena se combinaron con el aroma de café recién hecho para lograr que por un momento la vida pareciera simple y fundamentalmente buena. Su largo descanso había sido muy reparador. Se sentía preparado para hacer las llamadas telefónicas que había estado posponiendo a Sonya y a Kyle, y sólo se detuvo al darse cuenta de que probablemente ambos estarían durmiendo. Se entretuvo unos segundos en la imagen de Sonya, luego fue a la cocina y decidió llamar justo después de las nueve.

La casa parecía vacía, como cuando Madeleine estaba fuera. Encontró una nota en la encimera: «Amanece. El sol a punto de salir. Increíblemente hermoso. En raquetas a Carlson Ledge. Café preparado. M.». Gurney fue al cuarto de baño, se lavó, se cepilló los dientes. Cuando se estaba peinando, se le ocurrió que podía ir tras ella. Su referencia a la inminente salida del sol significaba que había salido hacía unos diez minutos. Si usaba sus esquís nórdicos y seguía las huellas de sus raquetas, probablemente podría alcanzarla al cabo de veinte minutos.

Se puso pantalones de esquí y botas encima de los tejanos, se enfundó un grueso jersey de lana, se colocó los esquís y salió por la puerta de atrás a la nieve en polvo. La cresta, que ofrecía una amplia vista del valle norte y las filas de colinas de detrás, estaba a un kilómetro y medio de distancia y se accedía por un viejo camino de troncos que ascendía en una suave pendiente que se iniciaba en la parte de atrás de su propiedad. Era intransitable en verano, con sus marañas de matas de frambuesa, pero a final de otoño y en invierno las matas espinosas retrocedían.

Una familia de cornejas cautas, cuyos duros gritos eran el único sonido en el aire frío, emprendieron el vuelo desde las copas de árboles sin hojas, a unos cien metros delante de él, y enseguida desaparecieron al otro lado de la cumbre, y dejaron atrás un silencio aún más profundo.

Cuando Gurney emergió del bosque al promontorio que había encima de la granja de Carlson, vio a Madeleine. Estaba sentada muy quieta en una piedra, quizás a quince metros de él, mirando al paisaje que se desplegaba hacia el horizonte; sólo dos silos lejanos y una carretera serpenteante sugerían cualquier presencia humana. David se detuvo, traspuesto por la calma de su pose. Parecía tan…, tan absolutamente solitaria… y, sin embargo, tan intensamente conectada con su mundo. Era una especie de faro que lo atraía a un lugar justo más allá de su alcance.

Sin avisar, sin palabras que contuvieran el sentimiento, la visión le desgarró el corazón.

Dios bendito, ¿había sufrido un colapso? Por tercera vez en una semana, sus ojos se llenaron de lágrimas. Las sorbió y se limpió la cara. Sintiéndose mareado, separó los esquís para equilibrarse.

Quizá fue ese movimiento en la periferia de su campo de visión, o el sonido de los esquís en la nieve seca, lo que causó que ella se volviera. Observó mientras él se acercaba. Sonrió un poco, pero no dijo nada. El tuvo la peculiar sensación de que Madeleine podía leer su alma con la misma claridad que su cuerpo; aunque «alma» no era un concepto al que él le hubiera encontrado nunca el significado, no era un término que usara. Se sentó junto a ella en la roca plana y miró, sin verlo, el panorama de las colinas y los valles. Ella le enlazó el brazo y lo apretó hacia sí.

David le estudió la cara. No encontró palabras para describir lo que veía. Era como si todo el resplandor del paisaje cubierto de nieve se reflejara en su expresión, y como si ésta se reflejara en el paisaje.

Al cabo de un rato, no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado, se encaminaron de regreso a casa dando un rodeo.

A medio camino, le preguntó.

—¿En qué estás pensando?

—No estaba pensando en nada. Se entromete.

—¿En qué?

—En el cielo azul, la nieve blanca.

David no volvió a hablar hasta que estuvieron otra vez en la cocina.

—No me tomé el café que me preparaste.

—Prepararé más.

Madeleine cogió una bolsa de café en grano de la nevera y puso cierta cantidad en el molinillo eléctrico.

—¿Sí? —Ella lo miró con curiosidad, con el dedo en el botón.

—Nada —dijo. Sólo miraba.

Madeleine apretó el botón. El pequeño aparato eléctrico provocó un gran estruendo, que se fue suavizando a medida que los granos se fueron pulverizando. Ella volvió a mirarlo.

—Miraré el armario —dijo él, que sintió la necesidad de hacer algo.

Empezó a subir por la escalera, pero antes de que llegara al armario se detuvo en el rellano de la ventana que daba al campo de atrás, al bosque y a la senda que llevaba hasta la cornisa de Carlson. La imaginó sentada en la roca en su paz solitaria. Un sentimiento doloroso e intenso se apoderó de él. Pugnó por identificar el dolor.

Pérdida. Separación. Aislamiento.

Todo sonaba cierto, facetas distintas de la misma sensación.

El terapeuta al que había acudido en los últimos años de su adolescencia tras sufrir un ataque de pánico, y que le había dicho que el pánico surgía de una profunda hostilidad que albergaba hacia su padre y que su completa falta de cualquier emoción consciente por su progenitor era prueba de la fuerza y negatividad ocultas de la emoción; ese mismo terapeuta le había confiado un día cuál creía que era el propósito de la vida: «El propósito de una vida es acercarnos lo más que podamos a otras personas». Lo había dicho de un modo sorprendentemente directo, como si estuviera señalando, sin más, que los camiones eran un vehículo de transporte.

En otra ocasión le reveló del mismo modo impasible el corolario: «Una vida aislada es una vida malgastada».

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