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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (34 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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—Enviaron un tercer cheque al mismo apartado postal. Estamos intentando ponernos en contacto con el remitente. Por eso llamaba, para que sepa que estamos siguiendo un patrón. Si las piezas se sostienen, la bala que está buscando en el búngalo de Schmitt es una treinta y ocho especial.

—¿Quién es el tercer tipo?

—Richard Kartch, Sotherton, Massachusetts. Al parecer, una personalidad difícil.

—¿Massachusetts? Caray, nuestro hombre está en todas partes. ¿Este tercer tipo sigue vivo?

—Lo sabremos dentro de unos minutos. El departamento de policía local ha mandado un coche a su casa.

—Vale. Agradecería que me informara de lo que tenga en cuanto pueda. Insistiré para que manden otra vez a nuestro equipo de pruebas a casa de los Schmitt. Le mantendré informado. Gracias por la llamada, señor.

—Buena suerte. Volveremos a hablar pronto.

El respeto de Gurney por el joven detective iba en aumento. Cuanto más le oía, más le gustaba lo que percibía: energía, inteligencia, dedicación. Y algo más. Algo honrado y sin estropear. Algo que le emocionaba.

Negó con la cabeza como un perro que se sacude el agua y respiró varias veces. Pensó que no se había dado cuenta de lo agotador que había sido el día desde el punto de vista emocional. O quizás algún residuo del sueño sobre su padre todavía le acompañaba. Se recostó en su silla y cerró los ojos.

* * *

Le despertó el teléfono, que al principio confundió con el despertador. Se descubrió todavía en la silla del estudio, con dolor de cuello. Según su reloj, había dormido casi dos horas. Levantó el teléfono y se aclaró la garganta.

—Gurney.

La voz del fiscal irrumpió como un caballo en el cajón de salida.

—Dave, acabo de recibir la noticia. Dios, esto es cada vez más grande. ¿Una tercera víctima potencial en Massachusetts? Esto podría ser el caso de homicidio más grande desde el Hijo de Sam, por no mencionar a nuestro Jason Strunk. ¡Es increíble! Sólo quiero oírlo de sus propios labios antes de hablar con los medios. Tenemos pruebas claras de que el mismo tipo mató a las dos primeras víctimas, ¿no?

—Los indicios lo sugieren con fuerza, señor.

—¿Sugieren?

—Lo sugieren con fuerza.

—¿Podrían ser más definitivas?

—No tenemos huellas. No tenemos ADN. Diría que es definitivo que los casos están relacionados, pero no podemos probar que fue el mismo individuo el que cortó las dos gargantas.

—¿La probabilidad es alta?

—Muy alta.

—Su juicio en esto es lo bastante bueno para mí.

Gurney sonrió ante esta transparente simulación de confianza. Sabía mejor que bien que Sheridan Kline era la clase de hombre que valoraba su propio juicio muy por encima del de cualquier otra persona, pero siempre dejaba una puerta abierta para cargarle la culpa a otro en caso de que la situación se torciera.

—Diría que es hora de hablar con nuestros amigos de Fox News, lo que significa que he de contactar con el DIC esta noche y organizar una declaración. Manténgame informado, Dave, sobre todo de cualquier suceso en Massachusetts. Quiero saberlo todo. —Kline colgó sin molestarse en decir adiós.

De modo que, aparentemente, Kline estaba planeando salir a la luz pública a lo grande, acelerar un circo mediático con él como maestro de ceremonias antes de que se le ocurriera al fiscal del Bronx, o al fiscal de cualquier otra jurisdicción donde la cadena de crímenes pudiera extenderse. Para él era una buena oportunidad de hacerse publicidad. Gurney esbozó una mueca de desagrado al imaginar las conferencias de prensa por venir.

—¿Estás bien?

Sorprendido por la voz tan cerca de él, levantó la cabeza y vio a Madeleine en la puerta del estudio.

—Joder, ¿cómo demonios…?

—Estabas tan enfrascado en tu conversación que no me has oído entrar.

—Aparentemente no. —Parpadeó y miró el reloj—. Bueno, ¿adónde has ido?

—¿Recuerdas lo que te he dicho cuando me iba?

—Has dicho que no ibas a decirme adonde ibas.

—He dicho que ya te lo había dicho dos veces.

—Pues muy bien. Bueno, tengo trabajo.

Como si fuera su aliado, sonó el teléfono.

La llamada era de Sotherton, pero no era de Richard Kartch, sino de un detective llamado Gowacki.

—Tenemos problemas —dijo—. ¿Cuánto tiempo cree que puede tardar en llegar?

39

Vamos a vernos solos, señor 658

Cuando Gurney le colgó el teléfono a Mike Gowacki, el de voz monocorde, eran las nueve y cuarto. Encontró a Madeleine ya en la cama, recostada contra los almohadones, con un libro en las manos.
Guerra y paz
. Llevaba tres años leyéndolo, cambiando intermitentemente entre ése y, de un modo incongruente, el
Walden
, de Thoreau.

—He de ir a la escena de un crimen.

Ella levantó la mirada del libro: con curiosidad, preocupada, solitaria.

Él sólo podía responder a la curiosidad.

—Otra víctima. Acuchillado en la garganta, pisadas en la nieve.

—¿Muy lejos?

—¿Qué?

—¿Has de ir muy lejos?

—A Sotherton, Massachusetts. Tres, cuatro horas, quizá.

—Así que no volverás hasta mañana.

—A desayunar, espero.

Madeleine sonrió con su sonrisa de «¿a quién crees que estás engañando?».

David empezó a irse, luego se detuvo y se sentó al borde de la cama.

—Es un caso extraño dijo, dejando que su inseguridad se filtrara. Cada día más extraño.

Madeleine asintió, aplacada en cierto modo.

—¿No crees que es el asesino en serie habitual?

—No la versión estándar, no.

—¿Demasiada comunicación con las víctimas?

—Sí. Y demasiada diversidad entre las víctimas, tanto desde el punto de vista personal como desde el geográfico. El típico asesino en serie no se desplaza de los Catskills al East Bronx o al centro de Massachusetts persiguiendo autores famosos, vigilantes nocturnos jubilados y solitarios desagradables.

—Han de tener algo en común.

—Todos fueron bebedores, y las pruebas indican que el asesino está centrado en esta cuestión. Pero han de tener algo más en común, de lo contrario, ¿por qué tomarse las molestias de elegir víctimas separadas trescientos kilómetros una de otra?

Se quedaron en silencio. Gurney, con aire ausente, suavizó las arrugas de la colcha en el espacio que los separaba. Madeleine lo observó un rato, con las manos descansando en su libro.

—Será mejor que me vaya —dijo él.

—Ten cuidado.

—Sí. —Se levantó despacio, casi artríticamente—. Te veré por la mañana.

Madeleine lo miró con una expresión que él nunca podía traducir en palabras, ni siquiera sabía si era buena o mala, pero que conocía bien. Sintió su impacto, casi físico, en el centro del pecho.

* * *

Era bien pasada la medianoche cuando salió de la autopista de peaje de Massachusetts, y la una y media cuando conducía por la calle principal desierta de Sotherton. Diez minutos después, en una calle llena de surcos, Quarry Road, llegó hasta una reunión desordenada de vehículos de policía, uno de los cuales tenía los faros encendidos. Aparcó a su lado. Cuando bajó del coche, un policía uniformado de aspecto irritado salió del vehículo iluminado.

—Quieto. ¿Adónde cree que va? —No sólo parecía enfadado, sino también exhausto.

—Me llamo Gurney, he venido a ver al detective Gowacki.

—¿Para qué?

—Me está esperando.

—¿De qué se trata?

Gurney se preguntó si los nervios del tipo venían de un día largo o de una actitud pésima por naturaleza. No soportaba muy bien ese tipo de actitudes.

—Se trata de que me ha pedido que venga. ¿Quiere una identificación?

El policía encendió su linterna y la enfocó a la cara de Gurney.

—¿Quién ha dicho que era?

—Gurney, de la oficina del fiscal, investigador especial.

—¿Por qué coño no lo ha dicho?

Gurney sonrió sin ninguna emoción que semejara simpatía.

—¿Va a decirle a Gowacki que estoy aquí?

Después de una pausa final de hostilidad, el hombre se volvió y se encaminó por el borde externo de un largo camino. Éste ascendía hacia una casa que parecía bajo la luz de generador que iluminaba el terreno para los técnicos de la escena del crimen a medio terminar. Sin que lo invitaran, Gurney lo siguió.

El sendero giraba a la izquierda al acercarse a la casa y llegaba a la abertura de un garaje en el sótano para dos vehículos, que en ese momento alojaba un coche. Al principio, Gurney pensó que las puertas del garaje estaban abiertas, hasta que se dio cuenta de que no había puertas. La capa de un dedo de nieve que cubría el sendero continuaba dentro. El policía se detuvo en la abertura, bloqueada por la cinta de la escena del crimen, y gritó:

—¡Mike!

No hubo respuesta. El agente se encogió de hombros, como si hubiera hecho un esfuerzo honesto, hubiera fracasado y eso fuera el final de la cuestión. Entonces se oyó una voz cansada procedente del patio que había detrás de la casa.

—Aquí.

Sin esperar, Gurney se dirigió en esa dirección rodeando el perímetro de la cinta.

—Tenga cuidado de no pasar la cinta.

La advertencia del policía le sonó como el último ladrido de un perro testarudo.

Rodeando la esquina trasera de la casa, vio que la zona, brillante como el día bajo los focos, no era exactamente el «patio» que había esperado. Igual que la casa, combinaba de manera extraña lo inacabado con lo decrépito. Un hombre de constitución pesada y con problemas de alopecia estaba de pie en un tramo de improvisados escalones en la puerta de atrás. Los ojos del hombre examinaron los dos mil metros cuadrados de espacio abierto que separaban la casa del matorral de zumaque.

El terreno estaba lleno de baches, como si no lo hubieran nivelado desde que rellenaron los cimientos. Trozos de madera de encofrado apilados aquí y allá habían adquirido un tono gris por estar a la intemperie. La casa estaba revocada sólo en parte y el aislante plástico antihumedad sobre la cubierta de contrachapado estaba descolorido por el sol. La impresión no era la de una obra en progreso, sino la de una construcción abandonada.

Cuando la mirada del hombre corpulento se posó en Gurney, examinó a éste unos segundos antes de preguntar:

—¿Usted es el hombre de los Catskills?

—Exacto.

—Camine otros tres metros por la cinta, luego pase por debajo y venga aquí, a la puerta de atrás. Tenga cuidado de no acercarse a esa fila de pisadas que van de la casa al sendero.

Presumiblemente era Gowacki, pero Gurney tenía aversión a adivinar, así que formuló la pregunta y obtuvo un gruñido de confirmación.

Al acercarse por el yermo que debería haber sido el patio trasero, se acercó lo bastante a las pisadas para observar que se parecían a las que habían hallado en el instituto.

—¿Le resultan familiares? —preguntó Gowacki, que miró a Gurney con curiosidad.

No había nada grueso en la percepción del detective grueso, pensó Gurney. Asintió. Era su turno de ser perspicaz.

—¿Esas pisadas le inquietan?

—Un poco —dijo Gowacki—. No las pisadas exactamente. Más bien la localización del cadáver en relación con las pisadas. Sabe algo, ¿no?

—¿La localización del cadáver tendría más sentido si la dirección de las pisadas fuera la contraria?

—Si la dirección fuera… Espere un momento… Sí, joder, ¡todo el sentido! —Miró a Gurney—. ¿Con qué coño estamos tratando aquí?

—Para empezar estamos tratando con alguien que ha matado a tres personas (tres que sepamos) en la última semana. Es un planificador y un perfeccionista. Deja muchos indicios, pero sólo los que quiere que veamos. Es extremadamente inteligente, probablemente bien educado, y quizá detesta a la Policía más de lo que odia a las víctimas. Por cierto, ¿el cuerpo sigue aquí?

Gowacki parecía estar asimilando la respuesta de Gurney.

—Sí, el cadáver está aquí dijo por fin. Quiero que lo vea. Pensaba que podría reparar en algo, a partir de lo que conoce de los otros dos casos. ¿Preparado para echar un vistazo?

La puerta de atrás de la casa llevaba a una zona pequeña sin terminar que probablemente pretendía ser un lavadero, dada la posición de las cañerías instaladas, pero no había lavadora ni secadora. Ni siquiera había un muro de mampostería sobre el aislamiento. La única iluminación la proporcionaba una bombilla desnuda en un portalámparas blanco clavado en una viga expuesta del techo.

El cadáver yacía boca arriba bajo esa luz dura y hostil; la mitad del cuerpo en el supuesto lavadero y la otra mitad en la cocina que se hallaba detrás del umbral sin pulir que los separaba.

—¿Puedo verlo más de cerca? —preguntó Gurney, haciendo una mueca.

—Para eso ha venido.

El examen más atento reveló un charco de sangre coagulada que, desde las múltiples heridas en la garganta, se había extendido por el suelo de la cocina y bajo una mesa de desayuno de bazar benéfico. La cara de la víctima estaba cargada de rabia, pero las líneas más amargas marcadas en aquel rostro duro y grande eran el producto de toda una vida y no revelaban nada sobre la agresión final.

—Tiene pinta de infeliz —dijo Gurney.

—Un miserable hijo de puta es lo que era.

—Colijo que han tenido problemas en el pasado con el señor Kartch.

—Sólo problemas. Todos ellos innecesarios.

Gowacki miró al cadáver como si su violento y sangriento final no hubiera sido suficiente castigo.

Todas las ciudades tienen gente que causa problemas: borrachos cabreados, cerdos que convierten sus casas en pocilgas para joder a los vecinos, asquerosos cuyas mujeres han de pedir órdenes de alejamiento, capullos que dejan que sus perros ladren toda la noche, tipos raros cuyas madres no quieren a sus hijos a menos de un kilómetro. Aquí en Sotherton todos esos capullos se resumían en un tipo: Richie Kartch.

—Parece que era un gran hombre.

—Por curiosidad, ¿las otras dos víctimas eran algo parecido?

—La primera era lo opuesto de ésta. De la segunda todavía no tengo los detalles personales, pero dudo que se pareciera a este tipo. —Gurney volvió a fijarse en el rostro que lo miraba desde el suelo, tan airado en la muerte como aparentemente lo había estado durante la vida.

—Sólo pensaba que igual teníamos un asesino en serie que quería limpiar el mundo de capullos. Bueno, volviendo a sus comentarios sobre las pisadas en la nieve, ¿cómo sabe que tienen más sentido al revés?

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