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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (40 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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Rodríguez negó con la cabeza.

—¿Nos está diciendo que un padre loco, violento y alcohólico es nuestro asesino?

—Oh, no, no. No el padre, sino el hijo.

—¿El hijo? —La expresión de Rodríguez se había retorcido en nuevos extremos de incredulidad.

Mientras continuaba, Holdenfield deslizó su tono a algo cercano a la voz del señor Rogers.

—Creo que el asesino nos está diciendo que tuvo un padre como el padre de
El resplandor
. Creo que podría estar explicándose.

—¿Explicándose? —La voz de Rodríguez estaba próxima a un petardeo.

—Todo el mundo quiere presentarse según sus propios términos, capitán. Estoy seguro de que se encuentra con eso a todas horas en su trabajo. A mí, sin duda, me pasa. Todos tenemos una justificación de nuestra propia conducta, por extraña que pueda ser. Todo el mundo quiere que se reconozca su justificación, incluso los mentalmente trastornados, quizá sobre todo los mentalmente trastornados.

En la sala se impuso un silencio general, que al final rompió Blatt.

—Tengo una pregunta. Usted es psiquiatra, ¿no?

—Consultora en psicología forense. —El señor Rogers se metamorfoseó en Sigourney Weaver.

—Exacto, lo que sea. Sabe cómo funciona la mente. Así que ésta es la pregunta: este tipo sabía en qué número pensaría alguien antes de que lo pensara, ¿cómo lo hizo?

—No lo hizo.

—Y tanto que lo hizo.

—Aparentemente lo hizo. Supongo que se está refiriendo a los incidentes que leí en el archivo del caso en relación con los números 658 y 19. Pero no hizo realmente lo que está diciendo. Es simplemente imposible saber de antemano qué número se le ocurrirá a otra persona en circunstancias no controladas. Por consiguiente, no lo hizo.

—Pero sí lo hizo —insistió Blatt.

—Hay al menos una explicación —dijo Gurney.

Procedió a describir el escenario que se le había ocurrido cuando Madeleine lo estaba llamando al móvil desde su buzón, a saber, cómo el asesino podría haber usado una impresora portátil para imprimir la carta con el número diecinueve en su coche después de que Mark Mellery lo hubiera dicho por teléfono.

Holdenfield parecía impresionada. Blatt se mostró decepcionado, una clara señal, pensó Gurney, de que acechando en algún lugar de ese cerebro crudo y cuerpo sobre ejercitado había un romántico enamorado de lo raro y lo imposible. Pero la decepción fue sólo momentánea.

—¿Qué ocurre con el 658? —preguntó Blatt, con su mirada combativa danzando entre Gurney y Holdenfield—. No hubo ninguna llamada telefónica entonces, sólo una carta. ¿Cómo podía saber que Mellery iba a pensar en ese número?

—No dispongo de una respuesta para eso —dijo Gurney—, pero tengo una pequeña anécdota que podría ayudar a alguien a encontrar una respuesta.

Rodríguez mostró cierta impaciencia, pero Kline se inclinó hacia delante, interesado, lo que pareció contener al capitán.

—El otro día tuve un sueño sobre mi padre —empezó Gurney.

Vaciló involuntariamente. Su propia voz le sonaba diferente. Oyó en ella un eco de la profunda tristeza que el sueño le había generado. Holdenfield lo miró con curiosidad, pero no de manera desagradable. Se obligó a continuar.

—Después de despertarme, me descubrí pensando en un truco de cartas que mi padre solía hacer cuando venía gente a casa por Año Nuevo y se había tomado unas copas, lo que siempre le daba energías. Abría un mazo e iba por la sala pidiendo a tres o cuatro personas que eligieran una carta. Luego se concentraba en una de esas personas y le decía que mirara bien la carta que había elegido y que volviera a dejarla en el mazo. Entonces le daba el mazo a esa persona y le pedía que barajara. Después empezaba con toda su charla de que leía la mente, que podía durar otros diez minutos, y al final terminaba revelando teatralmente cuál era la carta, lo cual, por supuesto, ya sabía desde el momento en que la elegían.

—¿Cómo? —preguntó Blatt, desconcertado.

—Cuando estaba preparando la baraja al principio, justo antes de abrir las cartas en abanico, lograba identificar al menos una carta y luego controlar su posición en el abanico.

—¿Supongamos que no la elegía nadie? —preguntó Holdenfield, intrigada.

Si nadie la elegía, encontraba una razón para interrumpir el truco al crear alguna clase de distracción (recordando de repente que tenía que poner la tetera o algo así), de manera que nadie podía darse cuenta de que había un problema en el truco en sí. Pero casi nunca tenía que hacerlo. Por la forma en que presentaba el abanico, la primera o la segunda o la tercera persona a la que se lo ofrecía casi siempre elegía la carta que él quería. Y si no, sólo tenía que hacer su pequeña rutina en la cocina. Después volvía y empezaba con el truco otra vez. Y por supuesto siempre tenía una forma perfectamente plausible de eliminar a la gente que elegía las cartas equivocadas, de manera que nadie podía darse cuenta de lo que estaba pasando en realidad.

Rodríguez bostezó.

—¿Esto está relacionado de algún modo con el asunto del 658?

—No estoy seguro —dijo Gurney—, pero la idea de alguien pensando que está eligiendo una carta al azar, cuando en realidad ese azar está controlado…

La sargento Wigg, que había estado escuchando con creciente interés, intervino.

—Su truco de cartas me recuerda esa estafa de detective privado de finales de los noventa.

Ya se debiera a su voz inusual, situada en un registro en el que lo masculino y lo femenino se solapaban, o al hecho poco frecuente de que estuviera hablando, la cuestión es que captó la atención instantánea de todos.

—El destinatario recibe una carta de una supuesta empresa de detectives privados en la que ésta se disculpa por una invasión de intimidad. La compañía «confiesa» que en el curso de una vigilancia habían seguido por error a este individuo durante varias semanas y lo habían fotografiado en diversas situaciones. Aseguran que la legislación les exige devolver todas las copias existentes de estas fotos. Entonces llega la pregunta trampa: como algunas de las fotos parecen ser de naturaleza comprometedora, ¿el individuo querría que le enviaran las fotos a un apartado postal en lugar de a su casa? En ese caso, tendrá que enviarles cincuenta dólares para cubrir los gastos adicionales.

—Alguien lo bastante estúpido para caer en eso se merece perder los cincuenta dólares —se burló Rodríguez.

—Oh, alguna gente perdió mucho más que eso —dijo Wigg plácidamente—. No se trataba de cobrar los cincuenta dólares. Era sólo una prueba. El que hizo la trampa envió más de un millón de esas cartas, y el único propósito de la petición de cincuenta dólares era crear una lista refinada de personas que se sintieran lo bastante culpables sobre su conducta para no querer que cayeran fotos de sus actividades en manos de sus esposas. A esos individuos se los sometía entonces a una serie de peticiones económicas mucho más exorbitantes relacionadas con la devolución de las fotografías comprometedoras. Algunos terminaron pagando hasta quince mil dólares.

—¡Por fotos que nunca existieron! —exclamó Kline con una amalgama de indignación y admiración por el ingenio de la estafa.

—La estupidez de la gente nunca deja de asom… —empezó Rodríguez, pero Gurney lo interrumpió.

—¡Cielo santo! ¡Eso es! Eso era la petición de 289 dólares. Es lo mismo. ¡Es un test!

Rodríguez parecía desconcertado.

—¿Un test de qué?

Gurney cerró los ojos para visualizar mejor la carta que Mellery había recibido.

Torciendo el gesto, Kline se volvió hacia Wigg.

—Ese timador, ¿has dicho que envió un millón de cartas?

—Esa es la cifra que recuerdo de los informes de prensa.

—Entonces, obviamente, es una situación muy diferente. Aquello era básicamente una campaña de
marketing
directo fraudulento, una gran red arrojada para pillar a unos pocos peces culpables. No es de eso de lo que estamos hablando. Estamos hablando de notas manuscritas escritas a un puñado de personas, personas para las que el número seiscientos cincuenta y ocho tenía algún significado personal.

Gurney abrió lentamente los ojos y miró a Kline.

—Pero no lo tenía. Al principio yo lo supuse, porque ¿de qué otra manera se le pudo ocurrir? Así que no dejé de plantearle a Mark Mellery esa pregunta, ¿qué significaba el número para él? ¿A qué le recordaba? ¿Lo había visto escrito alguna vez? ¿Era el precio de algo, una dirección, la combinación de una caja fuerte? Pero no dejaba de insistir en que el número no significaba nada para él, que simplemente se le había ocurrido de manera aleatoria. Y creo que estaba diciendo la verdad. Así que tiene que haber otra explicación.

—Eso significa que vuelve al punto de partida —dijo Rodríguez, poniendo los ojos en blanco con exagerado cansancio.

—Quizá no. Tal vez la estafa que nos ha contado la sargento Wigg está más cerca de la verdad de lo que pensamos.

—¿Está tratando de decirme que nuestro asesino mandó un millón de cartas? ¿Un millón de cartas manuscritas? Eso es ridículo, por no decir imposible.

—Estoy de acuerdo en que un millón de cartas sería imposible, a menos que contara con mucha ayuda, lo cual parece poco probable. Pero ¿qué número sería posible?

—¿Qué quiere decir?

—Supongamos que nuestro asesino tenía un plan que requería enviar cartas a un montón de personas, cartas manuscritas, para que cada destinatario tuviera la impresión de que su carta era una comunicación personal única. ¿Cuántas cartas cree que podría haber escrito en, digamos, un año?

El capitán levantó las manos, dando a entender que la pregunta no era sólo imposible de responder, sino también frívola. Kline y Hardwick parecían más serios, como si estuvieran realizando alguna clase de cálculo. Stimmel, como siempre, proyectaba una inescrutabilidad anfibia. Rebecca Holdenfield estaba observando a Gurney con creciente fascinación. Blatt tenía aspecto de que estaba tratando de determinar la fuente de un mal olor.

Wigg fue la única que habló.

—Cinco mil —dijo—. Diez mil, si estuviera muy motivado. Hasta quince mil, pero eso sería difícil.

Kline la observó con los ojos entrecerrados, con expresión de abogado escéptico.

—Sargento, ¿en qué se basan exactamente esos números?

—Para empezar, un par de suposiciones razonables.

Rodríguez negó con la cabeza, dando a entender que nada en este mundo era más falible que las suposiciones razonables de otras personas. Si Wigg se fijó, no le importó lo suficiente para dejar que la distrajeran.

—Primero está la suposición de que el modelo de la estafa del detective privado es aplicable. Si lo es, se deduce que la primera comunicación, la que pedía el dinero, sería enviada al máximo número de personas, y las comunicaciones posteriores sólo a las personas que respondieron. En nuestro caso, sabemos que la primera comunicación consistía en dos notas de ocho líneas, un total de dieciséis líneas cortas, más una dirección de tres líneas en el sobre exterior. Salvo por las direcciones, las cartas serían todas iguales, lo que haría que la escritura fuera repetitiva y rápida. Calculo que cada una tardaría en completarse unos cuatro minutos. Eso serían quince por hora. Si dedicaba sólo una hora al día, habría redactado más de cinco mil en un año. Dos horas: casi once mil. En teoría, podría hacer muchas más, pero existen límites incluso para la persona más obsesiva.

—De hecho —dijo Gurney al darse cuenta del nerviosismo de un científico que finalmente ve un patrón en un mar de datos—, once mil serían más que suficientes.

—¿Suficientes para qué? —preguntó Kline.

—Suficientes para hacer el truco del seiscientos cincuenta y ocho, para empezar —dijo Gurney—. Y ese pequeño truco, si lo hizo como estoy pensando que lo hizo, también explicaría la petición de 289,87 dólares en la primera carta a cada una de las víctimas.

—Guau —dijo Kline, levantando la mano—. Frene. Está yendo demasiado deprisa.

45

Para descansar en paz, actúa ahora

Gurney se lo pensó todo una vez más. Era demasiado simple, y quería estar seguro de que no pasaba por alto ningún problema obvio que agujereara su elegante hipótesis. Se fijó en una variedad de expresiones faciales en torno a la mesa mezclas de excitación, impaciencia y curiosidad mientras todos esperaban a que él hablara. Respiró hondo antes de hablar.

—No puedo decir a ciencia cierta que fue así exactamente como se hizo. No obstante, es el único escenario creíble que se me ha ocurrido en todo el tiempo que he estado devanándome los sesos con esos números, y eso se remonta al día en que Mark Mellery vino a mi casa y me mostró la primera carta. Mellery estaba desconcertado y aterrado por la idea de que el autor de la carta lo conocía tan bien que era capaz de predecir en qué número pensaría al pedirle que pensara en cualquier número entre uno y mil. Noté el pánico en él, la sensación de fatalidad. Sin duda lo mismo tuvo que ocurrirles a las otras víctimas. Ese pánico era el objetivo del juego. ¿Cómo podía saber en qué número pensaría? ¿Cómo podía saber algo tan íntimo, tan personal, tan privado como un pensamiento? ¿Qué más sabía? Imagino que estas preguntas lo torturaron, que, literalmente, le volvían loco.

—Francamente, Dave —dijo Kline con mal disimulada agitación—, me están volviendo loco también a mí, y cuanto antes puedas responder, mejor.

—Condenadamente cierto —coincidió Rodríguez—. Vamos al grano.

—Si puedo expresar una opinión ligeramente contraria —dijo Holdenfield con preocupación—, me gustaría que el detective nos diera su explicación como crea conveniente, a su ritmo.

—Es embarazosamente simple —dijo Gurney—. Embarazoso para mí porque cuanto más pensaba en el problema, más impenetrable me parecía. Y averiguar cómo pudo hacer este truco con el número diecinueve no proyectó ninguna luz sobre cómo podía funcionar el asunto del seiscientos cincuenta y ocho. La solución obvia nunca se me ocurrió, hasta que la sargento Wigg contó su historia.

No estaba claro si la mueca en el rostro de Blatt era resultado de un esfuerzo por detectar el elemento clave de todo aquello, o si se debía a que tenía gases en el estómago.

Gurney hizo un gesto de agradecimiento a Wigg antes de continuar.

—Supongamos, como la sargento ha sugerido, que nuestro obsesionado asesino dedicó dos horas al día a escribir cartas y que al final de un año había completado once mil, y que entonces las envió a una lista de once mil personas.

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