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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (2 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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Frente a la casa ya se había congregado un grupo de ciudadanos que acudían a manifestar sus buenos deseos.

«Ojalá llueva», pensó H. Stuart Knight, jefe del Servicio Secreto. Ese era uno de los días más importantes de su vida. «Sé que la mayoría de estas personas son inofensivas, pero estos trances me ponen nervioso».

El grupo estaba compuesto por unas ciento cincuenta personas, cincuenta de las cuales trabajaban para el señor Knight. El mayordomo ayudó al presidente a ponerse su chaqué, y Florence Evans, la criada, ayudó a Joan a colocarse el sombrero en un ángulo elegante.

El mayordomo abrió la puerta de entrada, le entregó a Kennedy su sombrero de copa forrado en seda y el público empezó a aclamarlo. H. Stuart Knight se puso ligeramente tenso. Sólo deseaba que él y Kennedy pudieran terminar en paz sus carreras.

El 22 de noviembre de 1963 aún era un oficial novato, pero los acontecimientos de aquel día seguían vividamente estampados en su memoria.

El presidente electo y su esposa saludaron en dirección a los ojos sonrientes y notaron vagamente que cincuenta personas no les miraban a ellos. El coche avanzado que siempre se adelanta cinco minutos al presidente ya estaba patrullando concienzudamente el trayecto hacia la Casa Blanca. Los agentes del Servicio Secreto vigilaban a los pequeños corrillos congregados a lo largo del camino, algunos de cuyos integrantes agitaban banderas. Habían ido a presenciar la ceremonia de transmisión de poderes, y les contarían a sus nietos que habían visto a Edward Kennedy el día en que se había convertido en presidente de los Estados Unidos.

A las 10.59, la limusina negra se detuvo silenciosamente en la entrada norte de la Casa Blanca. La guardia de honor de la Infantería de Marina se cuadró y saludó al presidente Carter, de 56 años, quien recibió a Kennedy en el pórtico. Este era un privilegio que sólo se concedía normalmente, a los jefes de Estado de otras naciones. El presidente guió a su sucesor hasta la biblioteca, donde tomarían café con Rosalynn Carter, el vicepresidente Móndale y la esposa de éste, Joan. El presidente Carter lucía un traje oscuro. Sus hombros esbeltos y su tez morena determinaban que pareciera muy bien conservado para su edad, mucho mejor conservado que el presidente electo. Joan Kennedy conversó con Rosalynn Carter. Había pasado todo el lunes anterior recorriendo la Casa Blanca con la Primera dama, como podría haberlo hecho con cualquier futuro inquilino, y las dos mujeres habían terminado por sentir un auténtico afecto recíproco a pesar de la batalla por la candidatura en la que habían participado seis meses atrás.

El presidente mascullaba que a partir de ese momento tendría que depender de las artes culinarias de Rosalynn.

—Hace siglos que no ensucia una sartén, pero antes era una buena cocinera. Para mayor seguridad, le he regalado un ejemplar del
The New York Times Cook Book
, una de las pocas cosas publicadas por ellos en donde no me critican.

Kennedy estaba nervioso. Quería completar los trámites, pero sabía que ésos eran los últimos momentos que Jimmy Carter pasaba en su cargo, y simuló escucharlo atentamente, con una máscara que se había convertido en su segunda personalidad al cabo de actuar casi veinte años en la vida política.

El presidente y su sucesor dedicaron una hora a repasar problemas que ya habían discutido a menudo durante los dos meses anteriores, y que concernían a responsabilidades que el segundo debería abordar inmediatamente, apenas hubiera concluido la ceremonia.

—Señor presidente. —Kennedy tuvo que reaccionar rápidamente para evitar que alguien pudiera notar la reacción instintiva que habían despertado en él esas dos palabras—. Son las doce y un minuto.

El presidente Carter miró a su secretario de prensa, abandonó su silla y condujo al presidente electo y a su esposa hasta la escalinata de la Casa Blanca. La banda de Infantería de Marina tocó por última vez los acordes del
Hail to the Chief
. A la una volvería a tocarlos por primera vez.

Carter y Kennedy fueron escoltados hasta el primer coche de la caravana, una limusina negra, con techo semiesférico, a prueba de balas. El presidente de la Cámara de Representantes, Tip O'Neil, y el jefe de la mayoría del Senado, Robert Byrd, ya estaban sentados en el coche presidencial, como representación del Congreso. Directamente detrás de la limusina aguardaban dos coches cargados con agentes del Servicio Secreto. La señora Carter y la señora Kennedy ocuparon el cuarto coche de la comitiva. El vicepresidente que terminaba su mandato, y el que lo empezaba, Móndale y Bumpers, viajaban en el coche siguiente, y sus esposas en la limusina que marcharía detrás de ellos. H. Stuart Knight practicaba otra verificación de rutina. Ahora sus cincuenta hombres se habían convertido en cien. A mediodía, incluyendo la policía local y el contingente del FBI, habría quinientos. Sin incluir a los agentes de la CIA, pensó Knight, consternado. Ciertamente no le habían informado si estarían allí o no, y ni siquiera él podría distinguirlos siempre en medio de la multitud. Oyó cómo los vítores de los espectadores alcanzaban su apogeo cuando la limusina presidencial arrancó rumbo al Capitolio.

Los cuatro ocupantes del primer coche conversaban cordialmente. Los pensamientos de Kennedy estaban en otra parte. Saludaba mecánicamente a las multitudes que flanqueaban Pennsylvania Avenue, pero pensaba en otro cortejo anterior. Quedaron atrás el hotel «Williard», renovado; siete edificios de oficinas en construcción; las unidades de vivienda escalonadas que parecían casas indias excavadas en la montaña; las nuevas tiendas y restaurantes y las anchas aceras decoradas con plantas. El edificio J. Edgar Hoover, sede del FBI, todavía bautizado así en homenaje a su primer director, no obstante los esfuerzos de algunos senadores que habían querido cambiarle el nombre. Cómo se había transformado esa calle en veinte años. Un ciclo de veinte años, caviló. Una procesión de enero por Washington, una caravana de coches en Dallas, un cortejo fúnebre, otra procesión de enero por Washington…

Se aproximaban al Capitolio y el presidente Carter interrumpió las divagaciones del presidente electo.

—Que Dios te ayude, Ted. Recuerda que si alguna vez necesitas ayuda, o simplemente quieres conversar, me encontrarás en Georgia. No es necesario que te diga que el que vas a ocupar es un puesto muy solitario. Sabré comprender por qué trance estás pasando, de modo que recurre a mí. Cuando quieras.

Ted asintió y sonrió de manera muy afectuosa. Dadas las circunstancias, ése era un gesto cristiano. Los seis coches se detuvieron.

Kennedy entró en el Capitolio por la planta baja. Jimmy Carter esperó un momento para darle las gracias al chófer por última vez. Las esposas, que estaban rodeadas por agentes del Servicio Secreto y saludaban a la multitud se encaminaron por separado hacia sus asientos situados en la plataforma.

—Llegará un día —le susurró Rosalynn Carter a Joan Kennedy—, uno de estos años, en que un hombre hará lo que hacemos nosotras. Mirará cómo presta juramento su esposa.

Mientras tanto, el ujier mayor conducía silenciosamente a Kennedy por el túnel que desembocaba en el área de recepción. Los infantes de marina saludaban cada diez pasos. Al final del recorrido le saludó el vicepresidente electo, Dale Bumpers, de Arkansas, y entablaron una conversación insustancial. Ninguno de los dos escuchaba las respuestas del otro.

El presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, salió del túnel sonriendo, y su sonrisa era la de un hombre que está a punto de verse aligerado de todas sus cargas. Nuevamente, él y Kennedy cumplieron la formalidad de estrecharse la mano, formalidad que habrían de repetir aún siete veces en el curso de la jornada. El ujier mayor guió a los dos hombres hasta la plataforma, pasando por una pequeña sala de recepción. Para esta transmisión de poderes como para todas las otras, se había erigido una plataforma circunstancial sobre la escalinata este del Capitolio. Las multitudes se pusieron en pie y vitorearon durante varios segundos mientras el presidente y su sucesor en el cargo saludaban agitando la mano. Finalmente, se sentaron y aguardaron el cambio de Gobierno.

—Conciudadanos, asumo la presidencia en circunstancias en que los Estados Unidos afrontan grandes y amenazadores problemas en todo el mundo. En Sudáfrica, negros y blancos se baten en una despiadada guerra civil; en el Oriente Medio están reparándose los estragos de la guerra del año pasado, pero ambos bandos se dedican a reconstruir sus arsenales y no sus escuelas y granjas. Sobre las fronteras que separan a China de la India, y a China de Rusia, subsiste una latente amenaza de guerra entre tres de las naciones más populosas y poderosas del mundo. América del Sur oscila entre la extrema derecha y la extrema izquierda, pero ninguno de los extremos parece estar en condiciones de mejorar el nivel de vida de sus pueblos. Dos de los miembros fundadores de la OTAN, Francia e Italia, están a punto de entregarse al comunismo.

»En 1949, el presidente Harry S. Truman anunció que los Estados Unidos estaban dispuestos a defender con todo su poderío y sus recursos a las fuerzas de la libertad, en cualquier lugar donde se vieran amenazadas. Hoy, aproximadamente treinta y dos años más tarde, algunos dirían que este acto de generosidad ha culminado en el fracaso, que los Estados Unidos eran, y son, demasiado débiles para asumir todo el peso que entraña el liderazgo mundial. Frente a las reiteradas crisis internacionales, cualquier ciudadano norteamericano tiene derecho a preguntarse por qué habríamos de interesarnos por lo que sucede tan lejos de los Estados Unidos, y por qué habríamos de sentirnos responsables por la defensa de la libertad fuera de nuestro país.

»No necesito contestar estos interrogantes con mis propias palabras. «Nadie es una isla —escribió Donne hace dos siglos y medio—. Todo hombre forma parte de un continente. " Los Estados Unidos se extienden desde el Atlántico hasta el Pacífico y desde el Ártico hasta el Ecuador. "Estoy comprometido con la Humanidad, y en consecuencia nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti».

A Joan le gustaba esa parte del discurso. Expresaba sus propios sentimientos. Se había preguntado, empero, si la audiencia reaccionaría con el mismo entusiasmo con que había acogido los arranques de retórica de Kennedy en los años sesenta. La ovación atronadora que llegó hasta sus oídos en oleadas sucesivas la tranquilizó. El hechizo seguía surtiendo efecto.

—En nuestro país, crearemos un servicio médico que despertará la envidia de todo el mundo. Todos los ciudadanos se beneficiarán de idénticas oportunidades para disfrutar del mejor asesoramiento y la mejor asistencia en el campo de la medicina. No debemos permitir que ningún norteamericano muera porque no puede pagarse el lujo de vivir.

Muchos demócratas habían votado contra Ted Kennedy en razón de su actitud respecto de la asistencia médica gratuita. Un venerable médico le había dicho: «Los norteamericanos deben sostenerse sobre sus propios pies». «¿Cómo es posible eso, si ya están postrados sobre sus espaldas?», replicó Kennedy. «Dios nos libre de los hombres que han nacido ricos», exclamó el médico, y votó por los republicanos.

—Y por eso les digo, conciudadanos, que en la década de 1980 los Estados Unidos deben marchar a la vanguardia del mundo no sólo por su poder sino también por su espíritu de justicia. En esta era, los Estados Unidos declaran la guerra… la guerra a la enfermedad, la guerra a la discriminación, la guerra a la pobreza.

El presidente se sentó y todos los presentes se pusieron en pie al unísono.

El discurso de dieciséis minutos de duración y de 1410 palabras había sido interrumpido por los aplausos en diez oportunidades. Pero cuando el nuevo presidente se apartó del micrófono, ya convencido de que contaba con el apoyo de la multitud, sus ojos no miraron al público entusiasta. Recorrieron a los dignatarios congregados sobre la plataforma, buscando a la única persona que deseaba ver. Con ayuda ajena, esta persona había conseguido levantarse. Rose Kennedy, a los noventa años, tenía casi la mitad de la edad de los Estados Unidos. Toda la ceremonia habría tenido mucha menos trascendencia para él si su madre no hubiera estado presente. Pero allí estaba… encorvada, frágil y triunfante. Se acercó a ella y la besó con ternura.

Luego cogió el brazo de la Primera dama. Los acompañó un ujier ágil y eficiente, pero Kennedy le alejó con un ademán afable. La escena había cambiado, porque ahora EMK era presidente, y no quería partir en seguida. Primeramente, estrechó la mano del expresidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, ciudadano común, y después a quienes le rodeaban y le habían ayudado a ganar la elección.

A H. Stuart Knight le enfurecía que no se respetaran los horarios, y ese día nada se hacía puntualmente. Todos llegarían por lo menos con treinta minutos de retraso al banquete.

El senador Roben Byrd, jefe de la mayoría senatorial, había acudido a saludar al flamante presidente. Su delgada figura y sus cuidados modales sin pretensiones parecían contradecir la gran autoridad que ejercía dentro de la estructura del Partido Demócrata. Era el hombre que movía toda la maquinaria dentro del Partido. Aunque él nunca llegaría a ser presidente, podía regocijarse pensando que realizó una tarea a la perfección al fraguar los pactos que estaban llevando a un nuevo Kennedy al poder.

—Su último cometido no oficial hasta dentro de cuatro años, señor presidente —dijo al saludar a Kennedy—. En lo sucesivo cada minuto de su vida tendrá que entregarla a su cargo.

Setenta y seis invitados se pusieron en pie cuando el presidente entró en el salón. Eran los hombres y las mujeres que ahora controlaban el Partido Demócrata. La Cofradía del Norte había decidido que no aceptarían ningún otro mandato del hombre de Plains, Georgia, que parecía tener más querellas con su propio partido que las que había tenido el presidente Ford.

La ruptura final se produjo cuando Carter comunicó a los parlamentarios demócratas que pasaría sobre sus cabezas y apelaría directamente al pueblo. Más explícitamente les dijo a los jefes de la mayoría, en el mejor estilo georgiano, que cooperaran o formaran rancho aparte. Formaron rancho aparte y se cobijaron bajo el ala de Edward Kennedy.

Ahora todos ellos estaban presentes, con las escasas excepciones de quienes se habían opuesto vehementemente a que EMK fuera el candidato demócrata. En verdad, estos últimos habían sido muy pocos, porque Carter no había influido virtualmente sobre la composición del Congreso: sólo cuatro legisladores electos en ambas cámaras habían obtenido menos votos que Carter en las elecciones de 1976. Los demócratas veteranos sabían lo que eso significaba para un político que aspiraba a la reelección. Carter lo ignoraba. EMK no había querido competir con Carter, pero ante la considerable presión de las bases del partido, aceptó a regañadientes que su nombre figurara en las primarias de New Hampshire. Ni Kennedy ni Carter realizaron campaña en ese estado, y el primero quedó auténticamente perplejo cuando consiguió el 57 por ciento de los votos emitidos. Aun entonces pareció renuente a perseverar, pero a medida que se celebraban las primarias y aumentaba el número de sus delegados, resultó inevitable que se produjera una contienda en el recinto de la Convención Nacional Demócrata, así como había sido inevitable el enfrentamiento Ford-Reagan en 1976. Con una diferencia: el desafiante ganó en la quinta votación, cuando la delegación de Texas le dio su apoyo. La muralla de Atlanta se desmoronó y Carter no pudo detener la avalancha. Los texanos nunca habían perdonado a Carter que calificara al presidente Johnson de «un embustero y un embaucador» en la ya histórica entrevista de
Playboy
. Habían resistido cuatro votaciones pero no cinco. Así fue como Kennedy se convirtió en candidato.

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