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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (10 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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Un sedán «Ford» azul. Llegó a sus oídos, a pesar de que no se hallaba realmente concentrado… ¿Un sedán «Ford» azul? Oh, Dios, por favor, no. Viró a la derecha para pasar de Ninth Street a Maine Avenue, esquivando por poco a una boca de riego, y se disparó hacia el Memorial Bridge, donde había estado dos horas antes. La Policía metropolitana continuaba apiñada en la escena del accidente, y un carril de la autopista estaba clausurado con vallas. A Marc lo detuvieron en la valla cuando se adelantaba a la carrera. Mostró las credenciales del FBI y encontró al oficial a cargo del salvamento. Le explicó que temía que uno de los coches accidentados fuera tripulado por un agente del FBI. ¿Tenían ya alguna información?

—Aún no los hemos sacado —respondió el inspector—. Sólo tenemos dos testigos del accidente, si fue un accidente. Parece que hicieron unas extrañas maniobras. Terminaremos de izarlos dentro de treinta minutos. Si puedo prestarle alguna colaboración, dígamelo.

Marc se apostó a un costado de la carretera para observar cómo las grandes grúas y los diminutos hombres ranas tanteaban bajo el agua a la luz de los focos. Los treinta minutos se alargaron bastante. Marc temblaba de frío, esperando y mirando. Habían transcurrido cuarenta, cincuenta, sesenta minutos, cuando apareció el «Lincoln» negro. Dentro del coche había un cuerpo. Un hombre precavido, con cinturón de seguridad. La policía se adelantó inmediatamente. Marc volvió a reunirse con el oficial que dirigía la operación y le preguntó cuánto tardarían en izar el segundo coche.

—No mucho. ¿De modo que el «Lincoln» no era el de ustedes?

—No —respondió Marc.

Transcurrieron otros diez, veinte minutos, y apareció el techo del segundo coche, un vehículo azul oscuro. Vio la parte lateral del coche, con una de las ventanillas parcialmente abierta. Vio el coche íntegro. En su interior había dos hombres. Vio la matrícula, corrió hacia el oficial y le dio los nombres de los dos ocupantes del vehículo, y después corrió hacia una cabina telefónica que se levantaba a un costado de la carretera. El trayecto le resultó largo. Marcó el número, y al mismo tiempo consultó su reloj: era casi la una. Después de un timbrazo, oyó que una voz cansada farfullaba:

—Sí.

—Julius —dijo Marc.

—¿Cuál es su número? —preguntó la voz.

Se lo dio. Treinta segundos después llamó el teléfono.

—Bien, Andrews. Es la una de la mañana.

—Lo sé, señor. Se trata de Stames y Colvert. Han muerto.

Hubo una breve vacilación. Ahora la voz sonó despejada.

—¿Está seguro?

—Sí, señor.

Marc dio los detalles del accidente, procurando disimular su agotamiento y su emoción.

—Telefonee inmediatamente a su oficina, Andrews —ordenó Tyson—, omitiendo todos los detalles que me dio a mí esta noche. Limítese a transmitir la información del accidente. Por la mañana, llame a la policía y averigüe todo lo que pueda. Venga a mi despacho a las siete y media, y no a las ocho y media. Entre por el portal ancho que hay al final del edificio. Allí lo estará esperando un hombre. El lo conocerá: no se retrase. Ahora vaya a su casa, trate de dormir un poco y aíslese hasta mañana por la mañana. No se preocupe, Andrews. Somos dos los que lo sabemos, y una legión de agentes se ocuparán de las verificaciones de rutina que le encargué antes.

Se cortó la comunicación. Marc llamó a Aspirina —¡qué noche para tenerlo a él de guardia!— y le informó de lo que les había sucedido a Stames y Colvert. Luego colgó bruscamente el auricular antes de que Aspirina pudiera formular preguntas. Volvió a su coche y condujo lentamente hacia su casa, en medio de la noche. Escaseaban los vehículos en las calles y la bruma de la madrugada le daba a todo un aspecto fantasmagórico.

En la entrada del garaje de su bloque de apartamentos vio a Simón, el joven encargado negro, que estimaba a Marc y estimaba más aún su «Mercedes». Marc había invertido en el coche la pequeña herencia de su tía, después de graduarse en la Universidad, pero nunca se había arrepentido de ese despilfarro. Simón sabía que Marc no tenía ninguna plaza reservada en el garaje y siempre se ofrecía para aparcarle el coche… Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa a cambio de una oportunidad para conducir el magnífico «Mercedes». SLC 580, de color plateado. Generalmente, Marc intercambiaba algunas bromas con Simón, pero esa noche le entregó las llaves sin ni siquiera mirarlo.

—Lo necesitaré a las siete de la mañana —dijo, mientras se alejaba—. Dios, qué falta me hace un descanso.

Marc oyó que Simón volvía a poner el coche en marcha con un suave ronroneo antes de que las puertas del ascensor se cerraran detrás de él. Llegó a su apartamento: tres habitaciones, todas vacías. Echó la llave a la puerta y después corrió el cerrojo, cosa que nunca había hecho antes. Caminó lentamente alrededor de la habitación, se desvistió, y arrojó al cesto de la ropa sucia su camisa impregnada de olor ácido. Se lavó por tercera vez en la noche y después se metió en la cama, para quedarse mirando al techo. Intentó encontrar alguna explicación a los acontecimientos de la noche y procuró dormir. Pasaron seis horas, sin que fuera consciente de que habían pasado.

3

7.00 horas

Finalmente, Marc no pudo seguir aguantando y a las siete se levantó, se duchó y se puso una camisa y un traje limpios. Desde la ventana de su apartamento contempló el East Potomac Park, situado más allá del Washington Park. Dentro de pocas semanas florecerían los cerezos. Dentro de pocas semanas…

Cerró la puerta del apartamento a sus espaldas, satisfecho aunque sólo fuera de estar nuevamente en movimiento. Simón le entregó las llaves del coche. Había encontrado un espacio para el «Mercedes» en una de las plazas privadas.

Marc condujo lentamente por Sixth Street, dobló a la izquierda por G y a la derecha por Seventh. A esa hora de la mañana sólo circulaban camiones. Pasó delante del Hishhorn Museum, conocido en la ciudad como la rosquilla de hormigón, y delante del National Air and Space Museum, al entrar en Independence Avenue. En la intersección de Seventh y Pennsylvania, junto a los National Archives, Marc se detuvo frente a un semáforo rojo. Experimentó la enigmática sensación de que todo estaba en orden, como si el día anterior hubiera sido una pesadilla. Llegaría a la oficina y Nick Stames y Barry Colvert estarían allí, como de costumbre. La visión se evaporó cuando miró hacia la izquierda. En un extremo de la avenida desierta vio los jardines de la Casa Blanca y vislumbró el edificio blanco entre los árboles. A su derecha, en el otro extremo de la avenida, se levantaba el Capitolio, brillante bajo el temprano sol matinal. Y entre los dos, entre César y Cassio, pensó Marc, se alzaba el edificio del FBI. El director y él, solos en el medio, caviló, jugando con el destino.

Marc condujo el coche por la rampa descendente de la parte posterior del Cuartel general del FBI y aparcó. Un joven vestido con una americana deportiva azul oscura, pantalones de franela gris, zapatos oscuros y una elegante corbata azul, o sea el uniforme oficial del FBI, le aguardaba. Un hombre anónimo, pensó Marc, que parecía excesivamente atildado para haberse levantado poco antes. Marc Andrews le mostró sus credenciales. El joven le condujo hasta el ascensor sin pronunciar una palabra. Subieron al séptimo piso, donde Marc fue silenciosamente escoltado hasta una antesala. Su acompañante le pidió que aguardara.

Se sentó en la antesala vecina al despacho del director, con los inevitables ejemplares viejos de
Time
y
Newsweek
, y pensó que era como si estuviese en el consultorio de su dentista. En verdad, por primera vez habría preferido estar en el consultorio del dentista. Analizó los acontecimientos de las últimas catorce horas. Había pasado de ser un hombre sin responsabilidades, que disfrutaba del segundo de cinco ajetreados años en el FBI, a ser alguien que se veía ante las fauces de un tigre. Su única visita anterior al FBI había sido para la entrevista inicial, y no le habían dicho que eso podría suceder. Habían hablado de sueldos, de bonificaciones, de vacaciones, de un trabajo digno y grato, y no de inmigrantes griegos y carteros negros con las gargantas seccionadas, ni de amigos que se recogían ahogados del Potomac. Se levantó y se paseó por la habitación tratando de poner sus pensamientos en orden. El día anterior había sido su día libre, pero él había resuelto que no estaría de más la paga extraordinaria. Quizás otro agente habría llegado antes al hospital y habría evitado el doble asesinato. Quizá si él hubiera conducido el «Ford» la noche anterior, habría sido él, y no Stames y Colvert, quien habría caído al Potomac. Quizá… Marc cerró los ojos y sintió que un escalofrío involuntario le corría por la columna vertebral. Hizo un esfuerzo para alejar la idea aterradora de que tal vez él sería el próximo.

Sus ojos se detuvieron sobre una placa adosada a la pared, donde se leía que en casi sesenta años de historia del FBI, sólo treinta y cuatro agentes habían sido asesinados mientras desempeñaban sus funciones. Sólo una vez dos agentes habían muerto en la misma jornada. Después de lo que había sucedido el día anterior, esa leyenda ya no respondía a la verdad, pensó Marc amargamente. Sus ojos siguieron recorriendo la pared y se posaron sobre una gran foto del Capitolio que colgaba junto a otra, también de gran tamaño, del Tribunal Supremo. El gobierno y la justicia cogidos de la mano. A su izquierda colgaban los retratos de los cinco directores: Hoover, Gray, Ruckelhaus, Kelley, y ahora el formidable H. A. L. Tyson, a quien en el FBI todos conocían por el acróstico Halt. Aparentemente nadie, excepto su secretaria, la señora McGregor, conocía su nombre de pila. Esa era una vieja gracia del FBI. Cuando uno ingresaba, pagaba un dólar e iba a ver a la señora McGregor, que había trabajado para él durante veintisiete años, y le decía cuál era, a su juicio, el nombre de pila del director. Si acertaba, ganaba la apuesta. En ese momento, el capital acumulado ascendía a 3516 dólares. Marc había dicho Héctor. La señora McGregor se había reído y la apuesta se había enriquecido en un dólar. Si alguien quería una segunda alternativa, tenía que pagar otro dólar, pero si se equivocaba, pagaba una multa de diez dólares. Bastantes agentes habían intentado una segunda oportunidad, y la apuesta se engrosaba a medida que caían nuevas víctimas. A Marc se le había ocurrido una idea que consideró brillante: consultar el Archivo Criminal de Dactiloscopia. Los archivos de impresiones digitales que compagina el FBI entran en tres categorías: militares, civiles y criminales, y las huellas dactilares de todos los agentes del FBI figuran en la sección criminal. Esto permite seguir el rastro de cualquier agente que se coloca al margen de la ley, y eliminar las huellas que los agentes dejan en la escena del crimen durante el ejercicio de sus funciones. Dichos archivos se utilizan muy esporádicamente. Marc se creyó muy listo cuando solicitó la ficha de Tyson. Un ayudante del departamento de Dactiloscopia se la entregó. Decía: «Estatura: 1, 82 metros. Peso: 90 kilos. Cabello: castaño. Ocupación: Director del FBI. Nombre: Tyson, H. A. L». No figuraba el nombre de pila. El ayudante, otro hombre anónimo de americana azul, le sonrió mordazmente a Marc y dijo, en voz suficientemente alta como para que Marc lo oyera, mientras volvía a insertar la ficha en su lugar: «Otro incauto que pensó que iba a ganar fácilmente tres mil dólares».

Tyson había sido un candidato apoyado por Kennedy, y aunque el FBI había asumido mayores connotaciones políticas bajo los dos últimos presidentes de los Estados Unidos, al Congreso le resultó muy fácil avalar a Halt. Llevaba en la sangre la vocación policial. Su bisabuelo había sido agente de Wells Fargo, y había viajado con su escopeta en la diligencia que unía San Francisco y Seattle en el otro Washington. Su abuelo —extraña combinación— había sido alcalde y jefe de policía de Boston, y antes de retirarse su padre había sido un destacado procurador de Massachusetts. A nadie sorprendió que el bisnieto hubiera seguido la tradición familiar hasta alcanzar el cénit de su carrera como director del Departamento Federal de Investigaciones. Se contaba una multitud de anécdotas sobre su persona, y Marc se preguntaba cuántas de ellas eran apócrifas.

No existían dudas de que Tyson había marcado el tanto de la victoria en el partido final entre Harvard y Yale, porque así estaba documentado, lo mismo que el hecho de que había sido el único boxeador blanco del equipo estadounidense en las Olimpiadas de Londres, en 1948. Sólo Richard Nixon podía saber con certeza si Tyson le había dicho realmente, mientras aquél era presidente, que preferiría servir al diablo antes que dirigir el FBI bajo su mandato, pero ésa era una anécdota que el bando de Kennedy no se había esforzado por silenciar.

Su esposa había fallecido cinco años atrás, de esclerosis múltiple, y él la había atendido durante veinte años con obstinada lealtad.

No le temía a nadie, y su reputación de hombre honrado y probo le había situado por encima de la mayoría de los funcionarios del gobierno, ante los ojos de la nación. Después de un período de malestar, que había seguido a la muerte de Hoover, Kelley y Halt Tyson habían devuelto al FBI el prestigio del que había disfrutado en los años treinta y cuarenta. Tyson era una de las razones por las cuales Marc había consagrado con gusto cinco años de su vida al Departamento Federal de Investigación.

Marc empezó a juguetear con el botón del medio de su americana, como acostumbran a hacerlo todos los agentes del FBI. En el curso de quince semanas de Quantico le habían inculcado que los botones de la americana deben estar siempre desabrochados, para permitir fácil acceso al arma insertada en una funda de cadera, y jamás de sobaco. A Marc le fastidiaba que los seriales de televisión sobre el FBI siempre equivocaran ese detalle. Cuando un hombre del FBI intuía el peligro, jugueteaba con ese botón del medio para asegurarse de que la prenda estaba abierta. Marc intuía el miedo, el miedo a lo desconocido, el miedo a H.A.L. Tyson, un miedo que un «Smith and Wesson» al alcance de un rápido movimiento no podía curar.

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