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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (35 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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—Pediré que nos traigan café —anunció Roth.

—Bienvenido el cambio —murmuró Marc.

—¿Cómo dice? —preguntó Roth.

—No, nada.

El director y Marc se instalaron en unas cómodas sillas desde donde podían ver una gran pantalla monitora de cristal montada en una de las paredes, que ya había cobrado vida con las idas y venidas de la Oficina Oval.

Estaban empolvando la nariz del presidente, preparándolo para su discurso, y los operadores de televisión desplazaban sus artefactos alrededor de él. Roth cogió el teléfono.

—CBS y NBC pueden rodar, Hadley, pero ABC todavía está montando su unidad de sonido —dijo una agitada voz femenina.

Roth se comunicó con el productor de ABC por otra línea.

—Dése prisa, Harry. El presidente no dispone de todo el día.

—Hadley.

El presidente estaba en el centro de la pantalla.

Roth levantó la vista.

—¿Sí, señor presidente?

—¿Dónde está ABC?

—Los estoy persiguiendo, señor presidente.

—¿Persiguiendo? Les avisamos con cuatro horas dé anticipación. No serían capaces de llegar a tiempo para el Segundo Advenimiento.

—No, señor. Ya van hacia allí.

Harry Nathan, productor de ABC, apareció en la pantalla.

—Ya está todo listo, señor. Podremos empezar a filmar dentro de cinco minutos.

—Excelente —asintió Kennedy y miró su reloj. Eran las 10.11. Los dígitos desaparecieron y fueron reemplazados por su ritmo cardíaco: 72. Normal, pensó. Se borraron nuevamente para ser sustituidos por la presión sanguínea: 14/9. Un poco alta, la haría controlar por el médico ese fin de semana. Los dígitos dejaron paso al índice Dow-Jones, que mostró una temprana caída de 1,5 a 1,209. A continuación el reloj marcó las 10.12. El presidente ensayó por última vez la introducción de su discurso. Esa mañana había completado el último borrador en la cama, y estaba satisfecho.

—Marc.

—¿Señor?

—Quiero que esta tarde vuelva a presentarse ante Grant Nanna, en la Agencia local de Washington.

—Sí, señor.

—Quiero que después se tome unas vacaciones. Entiéndame bien, unas auténticas vacaciones, más o menos en mayo. El señor Elliott me dejará a fines de mayo para asumir las funciones de agente especial a cargo de la Agencia local de Columbus. Voy a ofrecerle su puesto, y ampliaré sus atribuciones para convertirle en mi ayudante personal.

Marc estaba perplejo.

—Muchas gracias, señor. —Adiós al plan de cinco años.

  • ¿Dijo algo, Marc?
  • No, señor.

—En privado, Marc, debe dejar de llamarme «señor», puesto que trabajaremos juntos. Eso ya no lo soporto. Puede llamarme Halt u Horatio, como prefiera.

Marc no pudo dejar de reír.

—¿Mi nombre le parece divertido, Marc?

—No, señor. Pero acabo de ganar 3516 dólares.

—Probando: uno, dos, tres. Potente y claro. ¿Puede dejarnos oír una muestra de su voz, señor presidente? —preguntó la directora de escena, ahora menos agitada.

—Arrorró mi niño —dijo el presidente, con tono resonante.

—Gracias, señor. Está bien. Adelante.

Todas las cámaras enfocaron al presidente, que estaba sentado detrás de su escritorio, lúgubre y adusto.

—Cuando usted quiera, señor presidente.

El presidente miró la lente de la cámara Uno.

—Compatriotas, les hablo esta noche desde la Oficina Oval tras el cruento asesinato del senador Duncan en la escalinata del Capitolio. Robert Everard Duncan era mi amigo y colega, y sé que su desaparición nos afligirá a todos. Le expresamos nuestras más sentidas condolencias a su familia en el amargo trance. Este acto infame refuerza mi decisión de promover, a comienzos del próximo período de sesiones, la aprobación de una ley encaminada a limitar severamente la venta y la tenencia ilícita de armas de fuego. Procederé así en memoria del senador Robert Duncan, para que podamos estar seguros de que no murió en vano.

El director miró a Marc, pero ninguno de los dos dijo nada. El presidente continuó su discurso, describiendo la importancia del control de las armas de fuego y las razones por las cuales el pueblo estadounidense debía apoyar esa medida.

—Y ahora les dejo, conciudadanos, agradeciendo a Dios que los Estados Unidos todavía puedan engendrar hombres dispuestos a arriesgar su vida en beneficio de la comunidad. Gracias y buenas noches.

La cámara enfocó un primer plano del Escudo Presidencial. Luego las unidades de exteriores mostraron una imagen de la Casa Blanca con la bandera a media asta.

—Ha salido impecable, Harry —dijo la directora de escena.

—Volvamos a proyectarlo y veamos qué tal está.

El presidente en la Oficina Oval, y el director y Marc en el despacho de Hadley Roth, presenciaron la proyección. Era muy buena. Si reeligen a Kennedy la Ley de control de armas pasará la prueba, pensó Marc.

El ujier mayor apareció en la puerta del despacho. Le habló al director.

—El presidente pregunta si usted y el señor Andrews tienen la gentileza de reunirse con él en la Oficina Oval.

Se levantaron y marcharon en silencio por el largo corredor de mármol del ala este, pasando delante de los retratos de los anteriores presidentes, intercalados con imágenes de sus esposas y con cuadros que conmemoraban episodios sobresalientes de la historia norteamericana. Dejaron atrás el busto de bronce de Lincoln. Cuando llegaron al ala oeste, se detuvieron delante de las enormes puertas blancas y semicirculares de la Oficina Oval, dominadas por el gran Escudo Presidencial. Un agente del Servicio Secreto estaba sentado detrás de un escritorio, en la antesala. Miró al ujier mayor y ninguno de los dos pronunció una palabra. Marc vio cómo la mano del agente del Servicio Secreto se deslizaba debajo del escritorio, y oyó un chasquido metálico. El Escudo Presidencial se partió en dos cuando las hojas de la puerta se abrieron. El ujier se quedó en la entrada.

Alguien estaba desprendiendo un pequeño micrófono de debajo de la corbata del presidente, y una joven se afanaba quitándole del rostro los últimos vestigios de polvo. Las cámaras de televisión ya habían desaparecido.

—El director del Departamento Federal de Investigaciones, señor H. A. L. Tyson, y el agente especial Marc Andrews, señor presidente —anunció el ujier.

El presidente se levantó del asiento que ocupaba en el otro extremo de la habitación y los esperó para darles la bienvenida. Avanzaron lentamente hacia él.

—Marc —murmuró el director con voz queda.

—¿Sí, señor?

—¿Se lo decimos al presidente?

FIN

Notas

[1]
1. Versión de Luis Astrana Marín,
Obras completas
de William Shakespeare, Aguilar, Madrid, 1961.
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