–Es una pena que tus otros dos sobrinos no hayan podido estar aquí esta noche.
–Sí. Pero los tres tendrán oportunidad de cubrirse de gloria en la campaña contra Partia. Quinto ya ha superado la prueba de la batalla. En cuanto a Cayo… -Los ojos de César se iluminaron; estaba muy orgulloso de Cayo Octavio-. Solamente tiene dieciocho años, pero está lleno de energía; me recuerda a mí cuando tenía esa edad. Pese a sus contratiempos durante el último año, varias enfermedades y un naufragio, consiguió tomar parte en el esfuerzo final contra los últimos pompeyanos que quedaban en Hispania, y salió airoso de ello. Perdió a su padre con sólo cuatro años. También yo perdí a mi padre siendo un niño, por lo que he hecho todo lo posible por atenderlo. Además, no es mal orador.
–Tuvo el mejor maestro posible -dijo Antonio.
César negó con la cabeza.
–Ése no soy yo. Es un don natural en él. Recuerdo aún la elegía que recitó en el funeral de su abuela, cuando tenía doce años de edad. – ¿Y qué hay de este chico? – dijo Antonio, sonriéndole a Lucio. Por un momento, Lucio temió que Antonio alargara el brazo para alborotarle el pelo, como si aún fuera un niño. Escuchando a César elogiar a su primo Cayo, Lucio se sentía tremendamente consciente de su falta de logros.
–Lucio justo acaba de empezar su carrera -dijo César-. Pero le tengo echado el ojo. Partia le dará la oportunidad de demostrar al mundo de qué madera está hecho. – ¡Por la campaña de Partia, entonces! – dijo Lucio impulsivamente, cogiendo su copa y levantándola. – ¡Por la campaña de Partia! – dijo Antonio. Todos se sumaron al brindis. César movió afirmativamente la cabeza en un gesto de aprobación.
Hubo más comida y más vino. Cambió el tema de conversación. Lépido comentó el hecho de que César hubiera encontrado adecuado restaurar las estatuas de Sila y de Pompeyo, que habían sido derribadas y destrozadas por la chusma poco después de su victoria. ¿Por qué había devuelto César a los pedestales a sus dos enemigos?
–Lépido, sabes que la política de César siempre ha sido mostrar clemencia; el rencor no aporta nada a la larga. Tanto Sila, pese a sus crímenes, como Pompeyo, pese a sus errores fatales, fueron grandes romanos. Merecen ser recordados. Y así, por orden de César, la estatua dorada ecuestre de Sila volverá muy pronto a su pedestal cerca de los Rostra. La efigie de Pompeyo ha regresado ya a su lugar de honor, en el salón de actos del teatro que hizo construir en el Campo de Marte. Allí es donde se reunirá mañana el Senado. La estatua de Pompeyo será testigo de mi solicitud para iniciar la campaña contra Partia.
Comió un poco de revuelto y sonrió.
–Una de las cosas buenas que hizo Pompeyo fue proporcionar a Roma su primer teatro permanente. Lo recordaremos por eso, y no por otra cosa. En cuanto a Sila, fue un zopenco político por abandonar su dictadura. Pero de no haberlo hecho, ¿dónde estaría hoy César? – ¿Dónde estaríamos todos nosotros? – preguntó Antonio, que vio en ello la ocasión para otro brindis.
Lucio se sentía por fin lo bastante envalentonado por el vino y por la camaradería de los demás presentes para unirse a la conversación.
–Tío -dijo-, ¿sería muy atrevido preguntarte por tus intenciones respecto a Roma? – ¿A qué te refieres, joven?
–Me refiero a las intenciones que tienes para la ciudad. Corre el rumor de que podrías trasladar la capital al antiguo sitio de Troya, o incluso a Alejandría.
César lo miró con picardía. – ¿Cómo han empezado esos rumores? ¿Por qué Troya, me pregunto?
Lucio se encogió de hombros.
–Mis tutores afirman que existe un antiguo vínculo entre Troya y Roma. Hace mucho tiempo, antes incluso de la época de Rómulo y Remo, el guerrero troyano Eneas sobrevivió a la caída de su ciudad, huyó por mar y se estableció cerca del Tíber. Su sangre fluye por la sangre de los romanos. – ¿Y por ese motivo debería yo abandonar mi ciudad natal y convertir Troya en mi capital? – preguntó César-. Lo que es evidente es que su localización en la costa de Asia la convierte en un punto central entre Oriente y Occidente, sobre todo si nuestras posesiones se expanden hacia Partía y más allá. Pero no, no construiré una nueva capital en Troya. ¿Y por qué motivo debería trasladar la capital a Alejandría? La razón del rumor es evidente, me imagino. Entre Roma y Egipto existe, diríamos, una relación especial.
–Has hecho colocar una estatua de la reina Cleopatra en tu nuevo templo de Venus, justo al lado de la diosa -apuntó Antonio.
–Así es. Me pareció un gesto apropiado para conmemorar su visita de Estado. En cuanto a Alejandría, es una ciudad muy antigua, muy sofisticada…
–Una ciudad fundada por un conquistador, y acostumbrada a ser gobernada por reyes -dijo Antonio.
–Pero, de todos modos, no tengo intención de convertirla en la capital del mundo.
–Pero tienes que comprender, tío -dijo Lucio-, por qué la gente anda tan preocupada con esos rumores. Temen que si te llevas a otro lugar el tesoro y la burocracia del Estado, Roma quede reducida a un lugar apartado y provinciano, y el Senado se quede en poco más que el consejo de una ciudad.
César rió.
–Por graciosa que pueda resultar la idea, no tengo ninguna intención de trasladar la capital.
Supongo que debería dejarlo claro en mi discurso de mañana ante el Senado, para apaciguar la preocupación. Los dioses dictaminaron que Roma sería el centro del mundo; y siempre lo será.
Lejos de abandonar la ciudad, tengo planes para ampliarla y enriquecerla. Mis ingenieros están trabajando en un proyecto que desviará el curso del Tíber y se construirán rompeolas a lo largo de la costa con el fin de que Ostia se convierta en un puerto tan grande como en su día lo fue Cartago. ¡Pensad en lo ventajoso que será eso para el comercio de Roma!
–Y, hablando de Cartago… -dijo Antonio.
César asintió.
–Sí, ya he empezado a construir nuevas colonias en Cartago y Corinto, las dos grandes ciudades que nuestros antepasados destruyeron en un solo año. Los griegos elogiarán el renacimiento de Corinto, y la colonia de Cartago satisface el viejo sueño frustrado de Cayo Graco. Sí, tenemos grandes planes en marcha. Grandes planes…
La conversación se tomó más distendida a medida que fue corriendo el vino. Lucio se dio cuenta de que César bebía mucho menos que los demás, y Antonio mucho más.
Fue Lépido quien sacó a relucir el tema de la muerte.
–Todos sabemos cómo murió Sila, en su cama y como resultado de una horrible enfermedad; pero se comportó como un tirano cruel hasta el final, ordenando la muerte de otro hombre más.
También Craso sufrió un final lamentable. Después de Farsalia, Pompeyo se embarcó rumbo a Egipto esperando infligirle una derrota final, pero los acólitos del rey Ptolomeo lo apuñalaron hasta darle muerte antes de que pudiera poner pie en tierra y luego entregaron su cabeza a César a modo de trofeo. Después de la batalla de Tapso, Catón se dejó caer sobre su espada, pero sus leales sirvientes lo encontraron y le suturaron la herida; tuvo que esperar a que todos durmieran para arrancarse los puntos con las manos y acabar con su vida destripándose. – ¿Y a dónde quieres llegar repasando este horripilante listado, Lépido? – preguntó Antonio.
–La muerte puede llegar de muchas maneras. De poder elegir, ¿cuál sería la mejor muerte?
César respondió enseguida.
–La muerte repentina e inesperada, aun siendo sangrienta y dolorosa. Mucho más preferible que una agonía prolongada. De todos los episodios que has mencionado, Lépido, creo que la muerte de Pompeyo fue la mejor. Todos los demás vieron la sombra de la muerte mucho antes de que les llegara la hora, y debieron contemplarla con horror, pero Pompeyo conservó la esperanza, por frágil que fuese, hasta el final, y su muerte, aun siendo estremecedora, fue una sorpresa para él. No cabe duda de que su cuerpo fue profanado, pero cuando me entregaron sus restos, comprobé que estaban purificados y que habían sido sometidos a los rituales pertinentes. Su fantasma descansa en paz.
La cena llegó a su fin. Los invitados se fueron. César anunció su intención de acompañar a solas a Lucio hasta casa de sus padres.
–Hay un asunto privado que me gustaría discutir con mi sobrino -dijo, mirando a Lucio y apartando la vista de inmediato. – -¿Sólo con él? ¿Sólo los dos? – dijo Antonio. – ¿Por qué no?
–Alguno de nosotros debería acompañaros, como mínimo -dijo Antonio-. Por cuestiones de protección. Si necesitas intimidad, podemos mantenernos un poco rezagados.
César negó con la cabeza. – ¿Con qué finalidad ha hecho César tantas cosas para satisfacer al pueblo de Roma, ha celebrado grandes banquetes públicos y festejos, si no es para poder pasear tranquilamente por la ciudad sin un guardaespaldas?
–La teoría está muy bien -dijo Antonio-, pero la práctica…
–No, Antonio. No pienso caminar por las calles de mi ciudad temiendo por mi vida. Un hombre sólo muere una vez. El temor a la muerte causa mucha más desdicha que el acto en sí, y no pienso someterme a ella. La distancia desde aquí hasta la vivienda de Lucio es un paseo corto, y más corto aún desde allí hasta mi casa. Estaré perfectamente seguro.
Antonio iba a protestar, pero César lo silenció con una mirada.
La pareja atravesó la colina del Palatino bajo la luz de la luna, Lucio, como siempre, sintiéndose algo incómodo en presencia de su tío abuelo e intuyendo que también él se sentía así. César inició varias veces la conversación para quedarse enseguida en silencio. El general más grande del mundo y el segundo orador más importante porque incluso César cedía el primer puesto al elocuente Cicerón parecía incapaz de expresarse. – ¡Al Hades con esto! – murmuró finalmente-. Lo diré de la forma más sencilla posible.
Lucio, tu abuelo… -¿Aquél al que llamaban Infeliz?
–Sí. En una ocasión me hizo un gran favor. Me salvó la vida. – ¿Y cómo fue eso, tío?
–Me resulta muy difícil hablar de ese asunto. De hecho, es una historia que jamás he compartido con nadie. Pero mereces conocer la verdad sobre tus abuelos, Lucio, y el sacrificio que hicieron por mí. Fue durante la dictadura de Sila, en el momento más álgido de las proscripciones.
Yo era muy joven, sólo un año más que tú ahora. Corría un gran peligro. Además, estaba muy enfermo, pues había contraído la malaria. – Levantó la vista para contemplar la luna. Bajo su suave luz, Lucio pudo imaginarse al joven que en su día había sido César-. A lo mejor es el motivo de que ahora me niegue a temer a la muerte. Iba escondiéndome de casa en casa, ocultándome de los esbirros de Sila, y mientras estaba escondido en casa de tus abuelos, un tipo llamado Fagites descubrió mi paradero…
Le explicó a Lucio el soborno que había tenido que pagar su abuelo para salvarle la vida y cómo luego, en presencia de Sila, había aceptado el extraordinario sacrificio al que tuvieron que someterse Julia y Lucio el Infeliz: la disolución de su matrimonio después de que César se negara a divorciarse de su esposa para acatar los caprichos de Sila.
–Tu abuela quedó destrozada, pero se adaptó rápidamente a la situación; era así por naturaleza.
Pero tu abuelo nunca volvió a ser el mismo. Era un hombre roto. Había actuado con honor, pero se sentía deshonrado. De haber seguido con vida, habría acabado encontrando la manera de recompensarlo, algún modo de ayudarle a recuperar su autoestima. Pero murió siendo yo aún joven, antes de que empezara a dejar mi huella en este mundo.
Estaban paseando lentamente. César se paró entonces en seco. – ¿Sabes cómo murió?
–Resbaló sobre una placa de hielo.
–Sí. ¿Sabes dónde?
Lucio se encogió de hombros.
–Creo que en alguna calle de por aquí, en el Palatino.
–Fue exactamente aquí, donde estamos ahora.
Bajo el resplandor plateado de la luz de la luna, no costaba imaginarse el pavimento helado y brillante. Lucio se estremeció.
–Por lo que cuentas, tío, la suya fue una buena muerte… rápida y sin previo aviso. A lo mejor los dioses le proporcionaron una muerte temprana porque se apiadaron de él.
–A lo mejor. Pero la deuda que tenía con tu abuelo ha pesado sobre mis hombros desde entonces. Ni siquiera los dioses pueden cambiar el pasado, y los muertos quedan lejos de nuestro alcance. Pero puedo asegurarte que tú, Lucio, dispondrás de todas las oportunidades necesarias para que te ganes un puesto de honor. Lo habría hecho de todos modos, pues eres pariente mío; pero quería que conocieses el sacrificio de tu abuelo para que entre nosotros dos quede claro lo que sucedió en su día. Me sentiría satisfecho viéndote alcanzar la dignidad que tu abuelo creyó haber perdido.
Lucio reflexionó.
–Gracias por contármelo, tío. No sé muy bien qué decir. – En silencio, se preguntó sobre las palabras que con tanta seriedad había pronunciado César. ¿Qué significaban en aquellos momentos la «dignidad» y el «honor»? En un mundo gobernado por un rey, la antigua carrera política, en la que los hombres competían entre sí como iguales para convertirse en líderes del Estado, había perdido todo su sentido.
Fue como si César le leyera el pensamiento.
–En el futuro, la carrera política no tendrá el mismo significado que tenía para nuestros antepasados. Pero en el campo de batalla, los hombres ambiciosos seguirán pudiéndose ganar la gratitud de Roma, junto con la riqueza personal y la gloria. ¿Puedo confiarte un secreto, Lucio? ¿Algo que no he compartido ni siquiera con Antonio?
Reinició la marcha en dirección a casa de Lucio.
–Mis ambiciones militares, las ambiciones de Roma, son mayores aún de lo que suponen Antonio y los demás. La idea de conquistar Partia les excita, ya lo has visto, pero su imaginación sólo llega hasta ahí. Los planes de César se extienden más allá de la conquista de Partia. Mi sueño es conquistar Partia, sí… y después atravesar el extremo más alejado del mar Euxino, rodearlo y regresar, conquistar Escitia y Germania y todos los territorios que las rodean, atravesar el canal y llegar a Britania, y luego regresar a Italia pasando por la Galia y acabar por donde empecé. Cuando César haya terminado su periplo, el dominio de Roma abarcará un auténtico imperio mundial, limitado a ambos lados por el océano.