Roma (69 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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XI
EL HEREDERO DE CÉSAR
441 a.C. Eran los idus de februarius. Desde tiempos del rey Rómulo, era el día reservado para el ritual conocido como las Lupercalia. El origen de las Lupercalia, el escandaloso suceso en que los jóvenes Rómulo y Remo y su amigo Poticio corrieron desnudos por las colinas de Roma y con sus rostros ocultos con pieles de lobo, había caído en el olvido mucho tiempo atrás, igual que sucedía con los orígenes de muchas festividades romanas. Pero los romanos, por encima de todo, honraban las tradiciones legadas por sus antepasados. Prestando escrupulosa atención a los mínimos detalles, y mucho después de que los orígenes de los ritos se hubieran perdido, continuaban practicando muchos rituales arcanos, sacrificios, banquetes, fiestas y penitencias ante los dioses.

El calendario romano estaba repleto de rituales y festividades religiosas enigmáticas y se habían establecido numerosos sacerdocios para mantenerlas en vigor. Debido al hecho de que la religión determinaba, o como mínimo justificaba, las actuaciones del Estado, eran comités senatoriales los encargados de estudiar las listas de precedentes para determinar los días en que ciertos procesos legislativos podían llevarse a cabo o no. ¿Por qué se adherían tan fielmente los romanos a las tradiciones? Su acusada devoción estaba respaldada por un razonamiento lógico. Los antepasados habían llevado a cabo determinados rituales y los dioses, a cambio, los habían favorecido a ellos por encima de otros pueblos. Tenía todo el sentido del mundo que los romanos actuales, los herederos de la grandeza de sus predecesores, continuaran llevando a cabo aquellos rituales exactamente tal y como les habían sido transmitidos, sin tener en cuenta si los comprendían o no. Hacer lo contrario sería tentar a las Parcas. Esta lógica era la base del conservadurismo romano.

Y de este modo, tal y como sus antepasados habían hecho durante cientos de años, el día de las Lupercalia los magistrados de la ciudad, junto con los jóvenes de las familias nobles, corrían desnudos por las calles de la ciudad. Portaban correas hechas con pellejos de cabra y las blandían en el aire como si fuesen látigos. Las jóvenes embarazadas y las que querían quedarse embarazadas, corrían hacia ellos y ofrecían las manos para recibir en ellas los golpes de las correas, creyendo que con ello su fertilidad quedaría mágicamente garantizada y el parto vendría sin complicaciones.

Nadie sabía de dónde venía esta tradición, pero formaba parte del gran compendio de creencias que había llegado hasta ellos y que, por lo tanto, merecía la pena observar.

Presidiendo los festejos, sentado en un trono dorado en los Rostra, vestido con suntuosos ropajes de color púrpura y atendido por un consagrado séquito integrado por escribas, guardaespaldas, oficiales militares y sicofantes diversos, se encontraba Cayo Julio César.

Con cincuenta y seis años de edad, César era un hombre atractivo. Mantenía una figura delgada pero, irónicamente dado su cognomen, había perdido casi todo el pelo, sobre todo en la zona de la coronilla y las sienes; el que le quedaba lo peinaba en dirección a la frente en un vano intento de ocultar su calvicie. Los hombres que lo rodeaban escuchaban atentamente todas y cada una de sus palabras. Los ciudadanos congregados para asistir a las Lupercalia lo miraban con miedo, sobrecogimiento, respeto, odio e, incluso, amor, pero nunca con indiferencia. Por las apariencias, César podría muy bien ser un rey presidiendo a sus súbditos, exceptuando el detalle de que no llevaba corona.

César había llegado donde estaba después de toda una vida de maniobras políticas y conquistas militares. Al principio de su carrera, había demostrado ser un maestro en los procesos políticos; nadie era capaz de manipular las enrevesadas reglas del Senado tan hábilmente como César, y en muchas ocasiones había frustrado a sus rivales invocando algún que otro oscuro procedimiento.

Había demostrado asimismo ser un genio militar; había conquistado toda la Galia en menos de diez años, esclavizado a millones de personas y acumulado una enorme fortuna personal. Cuando susenvidiosos y terribles enemigos en el Senado intentaron privarle de sus legiones y su poder, César marchó sobre Roma. Se había iniciado entonces una segunda guerra civil, el gran temor de todos los romanos desde los tiempos de Sila.

Pompeyo Magno, que había sido a veces aliado de César, lideró la coalición contra él. Las fuerzas de Pompeyo fueron destruidas en la batalla de Farsalia, en Grecia. Pompeyo huyó a Egipto, donde los acólitos del rey Ptolomeo XIII acabaron con él. Presentaron su cabeza a César a modo de regalo.

César había dado la vuelta completa al Mediterráneo destruyendo cualquier vestigio de oposición. Había puesto en su debido lugar a los estados sometidos a Roma, confirmando la lealtad de sus gobernantes y obligándolos a rendirle cuentas sólo a él. Egipto, el mayor productor de grano del mundo, seguía siendo independiente, pero César se había deshecho del rey Ptolomeo para sentar en el trono a Cleopatra, la hermana mayor del joven. La relación de César con la joven reina era tanto política como personal; se decía que Cleopatra le había dado un hijo. En aquel momento, ella y el niño residían en las afueras de Roma, en la otra orilla del Tíber, en una grandiosa mansión adecuada para un cabeza de Estado en visita.

La autoridad de César era absoluta. Igual que había hecho Sila antes que él, había asumido con orgullo el título de dictador. Pero a diferencia de Sila, no había mostrado indicios de querer abandonar el poder. Todo lo contrario, había anunciado públicamente su intención de reinar de por vida como dictador. «Rey» era una palabra prohibida en Roma, pero César era un rey en todo, excepto en el nombre. Había acabado con las elecciones y había nombrado magistrados para varios años; su mano derecha, Marco Antonio, actuaba como cónsul. Las filas del Senado, debilitadas por la guerra civil, estaban llenas de nuevos senadores elegidos personalmente por César. Entre los nuevos senadores había, para afrenta de muchos, algunos galos cuya lealtad era más hacia César que hacia Roma. No estaba muy claro cuál sería la función del Senado en un futuro, excepto la de aprobar las decisiones de César. Había asignado el control de la fábrica de moneda y del tesoro público a sus propios esclavos y libertos. Toda la legislación y toda la moneda quedaban bajo su control. Su fortuna personal, adquirida a lo largo de muchos años de conquistas, era inimaginable.

A su lado, los hombres más ricos de Roma eran pordioseros.

Fuera cual fuese su título, lo que todo el mundo tenía claro era que el triunfo de César marcó la muerte de la República. Roma no sería nunca más gobernada por un Senado de iguales que debaten acuerdos, sino por un solo hombre con poder absoluto sobre todos los demás, incluyendo el poder para decretar la vida y la muerte.

La larga guerra civil había interrumpido muchas tradiciones. Con todo el poder vinculado de por vida al dictador, de él dependía supervisar el retorno a la normalidad. Y fue así como, en los idus de februarius, César se sentó en el trono de los Rostra y presidió las Lupercalia.

Entre los corredores congregados en el Foro, estirando las piernas y preparándose, se encontraba Lucio Pinario. Su abuela era la fallecida Julia, una de las hermanas de Julio. Su abuelo era Lucio Pinario Infélix, «el desafortunado», llamado así, según le habían contado a Lucio, debido a su prematura muerte como consecuencia de una caída en una calle helada. Lucio tenía diecisiete años y ya había corrido las Lupercalia, pero aquel día estaba especialmente motivado para hacerlo, pues su tío abuelo Cayo presidía el acto.

Un hombre corpulento, de amplio torso velludo y potentes extremidades, se acercó a él, pavoneándose. Hay hombres que, a los treinta y seis años de edad, empiezan a ablandarse y a engordar, pero no era el caso de Marco Antonio. Se movía con una confianza extrema, parecía sentirse completamente a sus anchas, satisfecho incluso, paseándose desnudo en público. Lucio tenía aún el cuerpo de un niño, delgado y terso, y sentía envidia ante el físico atlético de Antonio, lo consideraba un gran personaje. Lucio se sentía también fascinado por la reputación que rodeaba al cónsul: nadie superaba a Antonio ni en el juego, ni en la bebida, ni en las peleas, ni en las prostitutas. Pero Antonio era un personaje tan simpático que Lucio jamás se sentía cohibido o tímido a su lado, al contrario de lo que solía sucederle con su tío. – ¿Qué es eso? – Antonio señaló el colgante que llevaba Lucio colgado al cuello con una cadena.

–Un amuleto de buena suerte, cónsul -dijo Lucio. Antonio resopló.

–Llámame Marco, por favor. Si algún día estoy tan inflado como para que mis amigos tengan que dirigirse a mí por mi título, clávame una aguja para que me desinfle.

Lucio sonrió.

–Muy bien, Marco. – ¿De dónde lo has sacado? – dijo Antonio, refiriéndose al colgante-. ¿Es un regalo de César?

–Oh, no, es una herencia de mi familia por parte de padre. Me lo entregó el año pasado con motivo de mi día de la toga.

Antonio examinó con detalle el amuleto. Tenía los ojos algo irritados como consecuencia de la juerga de la noche anterior.

–No consigo descifrar su forma.

–Nadie lo consigue. Ni siquiera estamos seguros de lo que era. Dice mi padre que el tiempo ha ido desgastándolo. Dice también que es muy, pero que muy antiguo, quizá de la época de los reyes, o incluso anterior.

Antonio movió afirmativamente la cabeza.

–«De la época de los reyes»… eso es lo que dice la gente cuando se refiere a algo que es tan antiguo que ni siquiera cabe en la imaginación. Como si nunca pudiéramos volver a tener reyes. – Levantó la vista en dirección a los Rostra e hizo un ademán a César con la cabeza. César le respondió del mismo modo y a continuación se puso en pie para dirigirse a la multitud. – ¡Ciudadanos! – gritó César. Aquella simple exclamación sirvió para silenciar al gentío y captar la atención de todos los presentes. Entre sus muchos logros, César destacaba por ser uno de los mejores oradores de Roma, capaz de proyectar su voz a gran distancia y de hablar de manera improvisada y con gran elocuencia sobre cualquier tema. En esta ocasión, su discurso fue breve y directo. »Ciudadanos, nos hemos reunido aquí para cumplir con uno de nuestros rituales más antiguos y más reverenciados, la carrera de las Lupercalia. Tomarán parte en ella los más elevados servidores del Estado y los jóvenes de nuestras más antiguas familias. Las Lupercalia nos devuelven a los días pastoriles de nuestros antepasados, cuando los romanos vivían cerca de la tierra, cerca de sus rebaños y cerca de los dioses, que obsequiaron a Roma con los dones de la fertilidad y de la abundancia. »Ciudadanos, en estos últimos años, y debido a las interrupciones sufridas como consecuencia de las guerras, hemos desatendido muchos rituales o los hemos llevado a cabo con negligencia. Las Lupercalia se han corrido con un contingente muy escaso de jóvenes y con poca alegría. Pero desatender nuestras obligaciones religiosas es desatender a nuestros antepasados. Llevar a cabo nuestros rituales vitales de forma poco adecuada es venerar a los dioses de forma simplemente inadecuada. Hoy, me siento satisfecho de poder decir que tenemos un grupo muy nutrido y muy fuerte dispuesto a correr las Lupercalia. Nuestra querida ciudad se ha visto despoblada por las desgracias de la guerra y hemos perdido a muchos hombres excelentes. ¡Dejemos que blandiendo sus cueros sagrados estos corredores pongan en marcha la repoblación de Roma! ¡Que haya regocijo y abundancia! »Ciudadanos, los augures han observado los auspicios para el día de hoy. Los auspicios son buenos. Por lo tanto, ¡levantando mi mano, yo, Cayo Julio César, vuestro dictador, declaro el inicio de las Lupercalia!

Los corredores salieron corriendo entre la explosión de aplausos de la multitud. La carrera los llevaría por diversos puntos de la ciudad y recorrerían el circuito un total de tres veces.

Lucio se mantuvo cerca de Antonio. Le gustaba la familiaridad con que lo trataba, como si fuesen antiguos compañeros de borrachera o de guerra, inclinándose para acercarse a él y bromear sobre el trasero caído de uno de los magistrados participantes o hacer un comentario lascivo sobre las mujeres congregadas a lo largo del circuito. Al ver a Antonio, las mujeres murmuraban y reían nerviosas, bromeando entre ellas para dar un paso al frente y dejarse azotar por él las muñecas. ¡Qué sencillo le resultaba a Antonio flirtear con ellas!

Cuando Antonio vio que Lucio vacilaba, le animó a intentarlo. – ¡Grúñeles, les encanta! Da vueltas a su alrededor. No tengas miedo de mirarlas a los ojos y de arriba abajo. Imagínate que eres un lobo eligiendo la oveja más rolliza.

–Pero Marco, no estoy muy seguro de tener… -¡Tonterías! Ya has oído a tu tío, jovencito. ¡Se trata de tu deber religioso! Tú sígueme y haz lo mismo que yo. ¡Pídele a ese amuleto que llevas que te dé coraje!

Lucio respiró hondo e hizo lo que Antonio le decía. Con Antonio como ejemplo todo era muy fácil. Notaba la fuerza de sus piernas guiándole y la respiración agitada en sus pulmones. Vio las caras sonrientes de las chicas congregadas para seguir la carrera y les devolvió la sonrisa. Blandió en el aire la tira de cuero, echó la cabeza hacia atrás y aulló.

Se sintió invadido por una sensación de euforia y la naturaleza sagrada del ritual se hizo manifiesta en él. Cuando en otras ocasiones había corrido las Lupercalia, había llevado a cabo su deber por pura rutina, sin abandonarse al espíritu de la ocasión. ¿Qué sucedía aquel día que todo era distinto? De entrada, ya era un hombre y, además, Antonio corría a su lado y su tío abuelo Cayo era el soberano indiscutible de Roma y presidía el renacimiento del mundo. Brotaba en Lucio el gran manantial de la fecundidad de la tierra, que encontraba su expresión en las Lupercalia. Cuando azotó con sus tiras de cuero las muñecas de una risueña joven, sintió una conexión con algo divino que nunca antes había experimentado. La sensación se manifestó físicamente también. De vez en cuando, sentía una agitación placentera y una pesadez entre las piernas. Miró de reojo el sexo de Antonio y vio que su amigo estaba también un poco excitado.

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