Roma (78 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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*Así en el original. Será batanero [Nota del escaneador].

El esclavo entregó a su amo una baratija brillante colgada de una cadena de oro. Lucio se pasó el colgante por la cabeza y lo escondió debajo de la toga. – ¿Qué es eso, abuelo? ¿Algún tipo de amuleto?

–No es sólo un amuleto, pequeño. Es muy antiguo, y muy importante, y hoy es el último día que lo llevaré. Pero ya hablaremos más tarde del asunto. Lo que quiero ahora es enseñarte un poco la ciudad. Hay lugares que me gustaría que vieras a través de mis ojos. – ¿Pido la litera? – preguntó el esclavo.

–De hecho, me parece que no. El baño caliente me ha aligerado tanto las rodillas que creo que estaré en forma para caminar un poco. Pero debes tener paciencia, joven Lucio, y no correr por delante de mí.

–Me quedaré a tu lado, abuelo.

Lucio movió afirmativamente la cabeza. Qué educado era aquel niño, siempre respetuoso y haciendo gala de buenos modales. Era, además, estudioso, y muy limpio y aseado. El niño era un producto de su época. El mundo era un lugar mucho más ordenado, pacífico y tranquilo que en los viejos tiempos de las guerras civiles. Sus antepasados se sentirían orgullosos del joven Lucio. Se sentirían orgullosos del mundo armonioso que sus descendientes, aunque a costa de muchoderramamiento de sangre y muchas dificultades, habían conseguido por fin.

Cuando salieron de las termas, un destello de excitación iluminó la cara del joven Lucio, que se mordió el labio, nervioso. – ¿Qué sucede, pequeño?

–Estaba pensando, abuelo, que ya que vamos a dar un paseo, y ya que estamos tan cerca… pero mi padre dice que es algo de lo que no te gusta hablar. Pero dice que tú estabas allí, cuando pasó…

–Ah, sí. Me parece que ya sé lo que intentas decirme. Sí, será nuestra primera parada. Pero tengo que avisarte de que no hay nada que ver. – ¿Nada?

–Como bien verás.

Pasearon en dirección al teatro de Pompeyo. Lucio subió lentamente la escalinata, pero no por culpa de sus rodillas. Cuando llegaron arriba, sentía el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Se le puso la piel de gallina y notó que le faltaba el aire. Aun después de tantos años, la sensación de terror se apoderó de él cuando llegaron al lugar.

Llegaron a una pared de ladrillo.

–Fue aquí -dijo-. Aquí es donde el Divino Julio, tu tío bisabuelo, conoció el fin de su vida mortal.

El niño frunció el entrecejo.

–Creía que había sucedido en una especie de salón de actos, a los pies de la estatua de Pompeyo.

–Sí. La entrada a la sala estaba aquí, y el lugar donde cayó César se encontraba a unos cincuenta pasos de este sitio. Pero la sala está cerrada. Hace unos años, el emperador decretó o, mejor dicho, el Senado votó a requerimiento del emperador, que este lugar debía ser declarado maldito y que jamás volvería a ser visto o pisado. La estatua de Pompeyo fue retirada y colocada en otro punto del complejo del teatro. La entrada al salón fue tapiada, como una tumba. Los idus de martius fueron declarados un día de oprobio y se prohibieron las reuniones del Senado en esa fecha.

Como te había dicho, no hay nada que ver.

–Pero ¿es verdad, abuelo, que tú estabas allí? ¿Que viste cómo sucedía?

–Sí. Fui testigo del ataque de los asesinos. Vi a César caer. Oí las últimas palabras que dirigió al ruin de Bruto. Antonio también estaba aquí, aunque llegó después que yo. Lo entretuvieron a propósito en el exterior, en parte para impedir que protegiera a César, pero también, creo, porque no querían matarlo. Los asesinos poseían cierto sentido del honor. Creían de verdad que lo que estaban haciendo era para el bien de Roma.

–Pero ¿cómo es posible? Eran asesinos sedientos de sangre.

–Sí, también eran eso.

El chico puso mala cara.

–Y Antonio, creía que era…

–Pero no hablemos más del tema -dijo Lucio-. Hay muchas más cosas que quiero enseñarte.

Caminaron hacia la zona más antigua de la ciudad. En él Foro Boario, Lucio le mostró al chico el Ara Máxima y le informó del papel que en su día desempeñaron los Pinario en la conservación del culto a Hércules. La familia había abandonado esa función mucho tiempo atrás, pero aquello marcaba la primera aparición de los Pinario en la historia, por lo que nunca debía caer en el olvido.

Habían compartido sus deberes con otra familia, pero los Poticio se habían extinguido hacía mucho tiempo, igual que numerosas familias patricias, cuyos nombres existían actualmente sólo en los anales y las inscripciones.

Subieron al Palatino, ascendiendo poco a poco la antigua Escalera de Caco, por lo que tuvieron que pasar por delante de un recoveco en la roca que se decía había sido la cueva donde en su día había vivido el monstruo. Hicieron una pausa bajo la sombra de una higuera que decían era vástago de la legendaria Ruminalis, debajo de la cual Acca Laurentia había amamantado a los pequeños Rómulo y Remo. Cuando visitaron la cabaña de Rómulo, incluso el niño se dio cuenta de que era demasiado nueva para ser aquélla donde realmente había vivido el fundador; aquel monumento cívico había sido reconstruido muchas veces a lo largo de los siglos.

Bajaron hacia el Foro, que en los últimos años se había poblado aún más de monumentos y templos.

–Antiguamente, todo esto era un lago, o al menos es lo que dicen -señaló Lucio-. Resulta difícil de creer, ¿verdad? Los primeros templos eran de madera.

–Pues todo lo que veo está construido en mármol -dijo el niño. Lucio asintió.

–Tal como dice la orgullosa proclama del emperador: «Encontré Roma hecha una ciudad de ladrillos, pero la dejaré convertida en una ciudad de mármol». Durante su reinado se han restaurado, renovado e incluso construido de nuevo desde sus mismos cimientos muchísimos edificios. Se ha quitado el polvo a los santuarios originales, se ha sacado el brillo a las viejas glorias; todo es más grande y más bonito que antes. El emperador nos ha dado paz y prosperidad. El emperador ha convertido Roma en la ciudad más resplandeciente que haya existido nunca, el centro indiscutible del mundo.

Llegaron a una estatua del emperador, una de las muchas que había en la ciudad. En esta ocasión estaba representado como un joven guerrero, atractivo, viril y armado para la batalla. La inscripción hacía referencia a su gran victoria en Filipos, en Macedonia, cuando sólo tenía veintidós años de edad: «Envié al exilio a los asesinos de mi padre, y cuando entraron en guerra con la República, los derroté en la batalla». Lucio tenía la sensación de que la escultura adulaba en exceso a su primo.

Octavio nunca había sido tan atractivo, y tampoco había sido nunca tan musculoso y ancho de hombros.

El chico contempló la estatua con una mirada menos crítica.

–Mi padre me ha explicado que también tú estuviste en Filipos, abuelo, cuando sometieron a juicio a los asesinos Bruto y Casio. Dice que luchaste al lado del emperador.

Lucio levantó una ceja.

–No exactamente. – Octavio, por lo que recordaba, había pasado la mayor parte de la batalla enfermo en su lecho, excepto el tiempo que pasó escondido en unas marismas después de que Bruto invadiera su campamento-. Yo no derramé ni una gota de sangre en Filipos. Era el responsable de las líneas de suministro de las legiones lideradas por Marco Antonio. – ¿Antonio? – El niño hizo una mueca-. Pero si él era el enemigo del emperador, ¿no? ¡Se convirtió en el esclavo voluntario de la prostituta egipcia!

Lucio se estremeció.

–Eso fue más tarde, mucho más tarde. En Filipos, Octavio y Antonio… -¿Octavio?

–He hablado incorrectamente. Octavio era el nombre de pila del emperador. Más tarde, naturalmente, fue adoptado por el Divino Julio y a partir de entonces recibió el nombre de César.

Posteriormente, adoptó el majestuoso título de Augusto, por eso lo llamamos César Augusto. Pero ya estoy divagando. Como iba diciendo, en Filipos, el emperador y Marco Antonio eran aliados.

Lucharon juntos para vengar al Divino Julio. Casio y Bruto fueron derrotados, y se suicidaron. Pero Filipos no fue más que el principio. La conspiración contra César estuvo integrada por unos sesenta senadores; en cuestión de pocos años, habían muerto todos y cada uno de ellos. Algunos perecieron en naufragios, otros en la batalla; algunos se quitaron la vida, utilizando la misma arma con la que habían apuñalado a César. Murieron incluso algunos que no habían conspirado contra César, como Cicerón; se convirtió en enemigo de Antonio, y perdió la cabeza y las manos por ello. – ¿Las manos?

–Cicerón hizo malvados discursos contra Antonio, de modo que cuando Antonio ordenó su muerte, mandó que las manos de Cicerón fueran cortadas junto con su cabeza, por haber escrito palabras tan ofensivas. Nadie puede negar que Antonio tenía un carácter vengativo. – ¿Fue ése el motivo de que el emperador matara a Antonio, por haber asesinado a Cicerón?

–No. – Lucio suspiró. La verdad era muy complicada, sobre todo cuando grandes partes de ella no podían pronunciarse en voz alta-. Los dos siguieron siendo amigos durante varios años, o más bien dicho, aliados. Después Antonio decidió unir su suerte a la de Cleopatra y hubo quienes pensaron que Antonio y Cleopatra gobernarían Egipto y Oriente, y el emperador gobernaría Roma y Occidente. Pero, tal y como nos cuentan los filósofos, igual que el cielo es sólo uno y está bajo el gobierno de Júpiter, también la tierra debe permanecer naturalmente unida bajo un único emperador. Los sueños de Antonio se fueron al traste. – ¿Por culpa de la prostituta egipcia?

Lucio volvió a poner mala cara.

–Ven conmigo, jovencito. Hay algo más que quiero que veas.

Se dirigieron al Foro Juliano. César lo había dejado inacabado, y fue el emperador quien completó las galerías que albergaban tribunales y despachos. Dominando el espacio de la plaza abierta se erguía la majestuosa estatua de César montado en un corcel. Se notaba que el Divino Julio se sentía como en casa vestido con su armadura, nada que ver con su sucesor, pensó Lucio.

La plaza estaba abarrotada de gente yendo de un lado a otro, hablando y cargando con documentos. Bajo el gobierno del emperador, el código legal se había tornado más complicado que nunca y los abogados estaban aún más ocupados que en tiempos de la República dirimiendo disputas privadas, arbitrando quiebras y negociando contratos.

Lucio y el niño pasaron junto a una fuente con surtidor y entraron en el tempo de Venus. Lucio seguía considerando su interior como el más bello de toda Roma, no superado siquiera por los proyectos más grandiosos del emperador. Allí estaban las famosas pinturas de Áyax y Medea realizadas por Timómaco, así como las vitrinas que contenían las fabulosas joyas y piedras preciosas que César había ido reuniendo a lo largo de sus viajes.

Sin soltar la mano del niño, Lucio se situó delante de las dos estatuas del fondo del santuario. La Venus de Arcesilao seguía siendo incomparable. Y junto a la Venus, pese a las desgracias que le habían acontecido al original de carne y hueso, se erguía la estatua dorada de la reina Cleopatra, la última de la larga dinastía de los Ptolomeos que había gobernado Egipto desde los tiempos de Alejandro Magno. Hubo quienes pensaron que el emperador ordenaría retirar la estatua, pero allí seguía, donde Julio César en persona la había hecho instalar.

–Pese a lo que puedas haber oído, no fue una prostituta -dijo Lucio en voz baja-. Por lo que yo sé, en toda su vida se acostó únicamente con dos hombres: el Divino Julio y Marco Antonio. Dio hijos a ambos. El emperador, con toda su sabiduría, consideró oportuno ejecutar a Cesarión, pero perdonó la vida a los hijos que tuvo con Antonio.

–Pero todo el mundo dice que…

–Lo que todo el mundo diga no tiene por qué ser siempre la verdad. Al emperador le interesó llamarla prostituta y seductora, pero Cleopatra fue mucho más que eso. Ella se consideraba una diosa. Para bien o para mal, se comportaba como tal.

El chico se puso serio.

–Y cuando engatusó a Antonio para que se fuese con ella, ¿te pusiste del lado del emperador para luchar contra ellos?

–No. Al principio no. En los inicios de la guerra entre ellos, luché con Antonio. – ¿Con Antonio? ¿Con Cleopatra? ¿Contra el emperador?

–El niño no podía creérselo.

–Antonio era mi amigo. Fue mi protector cuando yo era muy joven, durante los peligrosos días que se sucedieron después del asesinato de César. Siempre había sido fiel a César; y yo me sentí obligado a serle fiel a él. De modo que en Filipos serví bajo su mando, y después permanecí a su servicio, incluso cuando estalló una nueva guerra civil y el emperador lo declaró enemigo de Roma.

Antonio me destacó a la ciudad de Cirene, para controlar su flanco occidental. ¿Sabes dónde está Cirene?

El niño hizo una mueca.

–La verdad es que no.

–Está en la costa del Líbano, al oeste de Alejandría, que era la capital de Cleopatra. Si ella y Antonio hubieran vencido, pequeño, Alejandría, y no Roma, se habría convertido en la capital del mundo. Roma habría quedado reducida a poco más que un lugar apartado y provinciano. – ¡Imposible!

–Sí, tienes razón. En una ocasión escuché al Divino Julio en persona declarar que los dioses habían elegido Roma para gobernar el mundo. ¿Cómo podría olvidarlo? Pero en aquellos tiempos apasionantes, cuando yo era joven y Antonio y Cleopatra estaban en lo más alto, todo parecía posible. ¡Todo! – Suspiró-. En cualquier caso, allí estaba yo, en Cirene. Tenía que ser el perro guardián de Antonio y vigilar que sus enemigos no intentaran navegar hacia Egipto partiendo desde la costa libia. Mientras tanto, mientras vigilaba y esperaba e instruía a mis soldados, hice acuñar monedas para que Antonio pagara sus deudas. ¡La guerra es cara! Eso me recuerda que tengo un denario de plata para ti, una de las monedas que acuñé para Antonio. – Lucio buscó en el interior de su toga-. Son muy escasos hoy en día. Muchas de estas monedas acabaron siendo fundidas de nuevo con la imagen del emperador.

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