Los hombres lobo de la Nación Garou se enfrentan a una de sus mayores amenazas cuando una perversa bestia del Wyrm se alza en Europa. En la Novela de tribu: Roehuesos, la joven Carlita se une a su nueva manada para enfrentarse al corrupto espíritu del Río Tisza, en Bosnia, siguiendo las confusas profecías y miedos que la arrastran hacia su muerte.
Bill Bridges y Justin Achilli
Roehuesos
Novelas de tribu
ePUB v1.0
Ukyo06.04.12
Título: Novela de Tribu: Roehuesos
Autor/es: Bill Bridges y Justin Achilli
Traducción: Marta García Martínez
Edición: 1ª ed.
Fecha Edición: 2002
La Factoría de Ideas
Szeged, Hungría, a orillas del río Tisza
.
Las puertas del JATE Klub se abrieron derramando por la calle música palpitante y fogonazos de luces, junto con dos personas que salieron a trompicones al aire fresco de la noche. La chica se echó a reír y sacudió la cabeza con fuerza lanzándole a su compañero el sudor que se había ganado en la pista de baile. Riéndose también, el hombre hizo lo que pudo para defenderse con las manos del diluvio mientras intentaba no tirar la cerveza.
—¡Ah! —gritó ella en inglés—. ¡Qué calor hace ahí dentro!
—Dilo, pero no me duches con él —dijo el hombre con un acento inconfundiblemente británico.
Ella frunció el ceño sonriendo todavía.
—Ya, como si no estuvieras tú también todo sudado.
—Vale, tiempo muerto. Vámonos lejos de todo este ruido.
—El río está por ahí. Quiero verlo de noche. —Le cogió de la mano y tiró de él por la Toldy utca hacia la Somogyi utca en busca de las orillas del río Tisza.
Mientras caminaban lo miró, lo veía mejor a la luz de las farolas que con las luces cambiantes del club. Medía 1'86 aproximadamente, moreno y barba de no haberse afeitado en un día o dos.
—Bueno, ¿y qué trae a un súbdito de su Graciosa Majestad por Szeged?
—Qué gracioso, te iba a hacer la misma pregunta, excepto que yo hubiera dicho “
¿y qué trae a una tía buena americana como tú por la frontera sur de Hungría?
”.
Ella se echó a reír.
—Estoy recorriendo los clubes europeos, en busca de la próxima zona cero.
—¿Qué? ¿Por fiestas salvajes? ¿No las hacen ahora en Ibiza o Goa?
—Bueno, sí, pero las cosas cambian. Nunca se sabe dónde va a aparecer la próxima zona caliente. Creo que Szeged es el sitio ideal, ahí tienes una universidad llena de chavales, es una ciudad ecléctica no lejos de Budapest; así que, sí, ¿por qué no aquí? Y si no es aquí siempre hay algún otro sitio al que ir. Pero no has contestado a mi pregunta y yo pregunté primero.
—Pero qué falta de educación por mi parte. Estoy con Amnistía Internacional, soy periodista. Vine por Budapest, pero voy de camino a Serbia. Tengo una pista sobre una fosa común que aún no han descubierto, hacerlo podría llevar al tribunal de La Haya a emitir más órdenes de procesamiento.
La chica se calló, el periodista intentó mirarla a los ojos pero la joven estaba contemplando el río ahora que se aproximaban a la orilla. Era hermosa, con aquella barbilla delgada y los ojos tan grandes; el pelo negro le acariciaba el rostro mecido por la brisa del río.
—Vaya, ya la he armado —dijo el hombre—. Acabo de fastidiar la noche.
—No, no importa —dijo la chica mirándolo de nuevo y sonriendo más por él que por sentirse feliz de verdad—. No es culpa tuya. Es solo que… buf, soy una egoísta. Aquí estás tú, haciendo algo bueno por el mundo, y aquí estoy yo, de juerga en juerga a costa de las tarjetas de crédito de mis padres.
—Oye, tampoco es eso. El mundo puede que tenga problemas, problemas graves, pero todos tenemos que seguir viviendo, ¿no? Fui a ese club por eso, no pienso pasarme media vida contemplando la miseria del mundo. Tenemos que celebrar la vida, no llorarla.
Ella sonrió otra vez, esta vez con más sentimiento.
—Sí, supongo que tienes razón. No debería sentirme culpable. Quizá me haga voluntaria de la Cruz Roja o algo así.
—Ahí tienes. Pero ya has hecho tu contribución.
—¿Cómo?
—Iluminando mi mundo con esa sonrisa.
La sonrisa de la joven se ensanchó sin reserva alguna, se inclinó hacia él al tiempo que él se inclinaba hacia ella.
Los dos se sobresaltaron ante el sonido cercano de una tos seguido de un horrible canturreo en húngaro. Había un hombre sentado en el suelo, apoyado en un edificio con vistas al río con una botella de vodka o ginebra en la mano. Tenía una enorme barba negra que le llegaba a la cintura, al igual que la melena salvaje que le recorría la espalda. Llevaba una trinchera marrón manchada con años de comida y bebida derramada que no parecía haber pasado muchas veces por la lavandería, si es que sabía de semejante lugar. No pareció notar la presencia de la pareja pero siguió recitando aquel extraño verso.
El hombre sabía el húngaro suficiente para reconocer las palabras: “…con un corazón puro, quemaré y saquearé y si tengo que hacerlo, incluso dispararé”. Las reconoció, eran obra de Attila Jószef, el dolorido poeta que daba nombre a la cercana universidad. Un poeta que se había tirado delante de un tren para evitar el dolor de vivir.
Se encogió de hombros y se volvió hacia la chica, que sonrió y le cogió por los hombros; obviamente le daba igual el público que pudieran tener. Se inclinó y le rozó los labios con los suyos.
Entonces la chica gritó, y agarrándose el pelo se quitó aquella cosa crujiente que le había aterrizado encima y la tiró. La cosa chirrió y graznó: era un enorme murciélago negro. Mientras volaba en círculos alrededor de la muchacha, la cola, más larga de lo normal, golpeaba el aire con el chasquido de un látigo.
El hombre lo contemplaba asombrado mientras la chica seguía gritando. En vez de irse volando como cualquier murciélago normal después de semejante jaleo, el animal giró en el aire y se lanzó en picado contra él. Intentó saltar para apartarse, pero la cola larga y negra del animal se disparó por el aire y lo agarró, inmovilizándole los brazos a los lados con una fuerza sobrenatural.
El murciélago aterrizó en su hombro y lanzó un graznido. No se parecía en nada a los murciélagos que había visto antes. En lugar de un torso peludo tenía una mandíbula abierta con unos colmillos enormes. Se le clavaban en el hombro dos garras, dándole a aquella cosa un sitio donde agarrarse mientras empezaba a roerle la oreja.
Gritó para que le ayudaran, pero la chica lo miraba asombrada y asustada, incapaz de moverse, paralizada por el terror. El hombre luchó para quitárselo de encima, pero la cola del bicho no le dejaba levantar las manos; corrió, pero el murciélago seguía clavándole en el hombro las garras que empezaban a hacerle sangrar.
Las mandíbulas del animal le desgarraban dolorosamente la oreja cuando sintió una repentina falta de peso, una cierta incapacidad de pensar con claridad, como si estuviera flotando y no corriendo por la calle. Detuvo aquella carrera loca y se quedó mirando con apatía el río mientras la cosa le masticaba el lóbulo de la oreja, fascinándolo con aquel gorgoteo hipnótico. Le parecía sentir que el bicho tiraba de algo, algo como un gusano escurridizo, un trocito de ectoplasma resbaladizo y serpenteante que se tragó hambriento de un bocado.
El murciélago lanzó un chirrido de victoria y se elevó con la cola dando latigazos detrás de él después de soltar al hombre. Luego voló sobre el río y desapareció de su vista.
El hombre cayó al suelo agarrándose la oreja; no había sangre ni le dolía, sólo sentía un vacío, una sensación de un enorme espacio que se le acababa de abrir en el cráneo.
La caída del hombre sacó a la chica del susto; corrió hacia él y se agachó para abrazarlo.
—¡Oh, Dios mío, estás bien!
Él se estremeció y la miró como si no la conociera.
—Está bien —dijo ella—. Se ha ido. Fuera lo que fuera, se ha ido.
El hombre frunció el ceño, no estaba seguro de qué estaba hablando.
—¿Dónde estoy?
—¿Qué? Estás aquí, en Szeged.
—¡Szeged! ¿Hungría? ¡No puede ser! ¡Tengo que entregar un trabajo en Londres! ¿Qué coño estoy haciendo aquí?
Se levantó tambaleándose un poco antes de recuperar el equilibrio.
—Oh, Dios, tienes amnesia o algo así. Te ibas a Serbia, a descubrir una fosa común.
La miró receloso.
—¿Ah, sí? ¿Y quién coño eres tú? ¡No tengo tiempo para eso! ¡Tengo que irme a casa! —Empezó a caminar con rapidez de vuelta al centro de la ciudad, pero luego se paró y miró a su alrededor—. ¿Adónde voy? ¿Dónde está el aeropuerto?
La chica sollozó y empezó a llorar pero le siguió.
—¡Estás herido! Tenemos que llevarte a un hospital…
Él giró por la calle por la que había bajado y ella lo siguió intentado acariciarlo, pero él la apartaba.
Mientras la pareja desaparecía detrás de la esquina, el canturreante borracho se levantó, ahora por completo sobrio, aunque bastante conmocionado. Miró hacia el río y las aletas de la nariz se le abrieron como si quisiera capturar su aroma. Emitió un profundo gruñido animal desde lo más hondo de la garganta y se alejó con cautela de la orilla del río, vigilándolo continuamente como si fuera a saltarle encima si le volvía la espalda. Cuando alcanzó la calle a la que había ido la pareja, su cuerpo se derritió y se transformó en el de un lobo.
Giró y trotó por la calle alejándose del río en dirección al Barrio Judío.
El río siguió corriendo sin ningún signo externo de turbulencias o problemas excepto por un pez muerto que flotaba en la superficie y que desapareció rápidamente corriente abajo.
Los viajes en avión, decidió Carlita, estaban inmensamente sobre-valorados. Si se exceptúa el hecho de que el avión no apesta a orina era exactamente como viajar en un autobús urbano. No, retira eso, era peor que el autobús porque al menos en el autobús podías moverte. Pero aquí iba a estar siete horas (vuelo de Iberia 6250 a Madrid) metida en un cilindro de lata, atada al asiento, te van a dar una cantidad minúscula de comida acartonada y vas a estar sometida al peor tipo de sadismo que Hollywood pueda ofrecer, protagonizado probablemente por Mel Gibson.
«
Podría ser peor
—pensó Carlita—.
Podrías ser Ojo de Tormenta
». Le echó un vistazo furtivo a su compañera Philodox sabiendo que si la pillaban mirando a la Garra Roja seguramente lo interpretarían como una burla. Era obvio que Ojo de Tormenta estaba incómoda, era su segundo vuelo y todo ese galimatías homínido que lo acompañaba no le estaba sentando muy bien a “Miss Sterling”, que era el nombre que ponía en el pasaporte de Ojo de Tormenta. Carlita desvió la mirada justo a tiempo y se permitió una sonrisa de suficiencia al recordar todas aquellas historias que había oído sobre lobos y coyotes que se mordían las patas para escapar de las trampas. «
Muerde todo lo que quieras
, chica
[1]
,
pero aquí eso no te va a ayudar
».
John Hijo del Viento del Norte la miró desde el otro lado del pasillo levantando la ceja con intención.
—¿Pensando en algo, Hijo del Aire Caliente? —contestó Carlita adelantándose a John.
—Bueno, sí —respondió John sin prestar atención a su pulla—. Quiero saber por qué paramos en España antes de dirigirnos a Serbia. ¿No sería más fácil ir directamente allí?