Al quinto antro pensé que me iba a dar un ataque de desesperación. Teóricamente, un «peinado de bares» hubiera podido ser algo atractivo, un compendio entre sociología y baño neocultural. Pero las teorías pivotan sobre lo cualitativo y olvidan por completo la reiteración. Estaba harta de ver muros despintados, barras gélidas, de las preguntas siempre parecidas del subinspector. Estaba hasta las narices de música estridente y de cerveza. Era casi la una de la madrugada y había empezado a preguntarme si todo aquel tiempo contaría como horas extraordinarias o si se pagaría como jornada normal, aunque lo más probable fuera que no se pagara de ningún modo, considerándose un gaje inherente a la profesión. No podía permitirme la confianza de pedirle ese dato a mi compañero, no estaba para tales bollos nuestro horno interpersonal. Así que seguimos trasegando cerveza entre jóvenes de distintas tribus urbanas que habían perdido por completo la memoria ante nuestras preguntas.
—¿Cree que así vamos a alguna parte, Garzón? —dije por fin.
Me miró como si aquello le pareciera una cuestión innecesaria de explicar. Se armó de paciencia, suspiró.
—Verá, cuando se trata de violaciones el contacto con la gente no tiende a dar buenos resultados. Nadie suele saber nada. Además, todos consideran el tema grave y se paralizan de miedo, no divagan, no dan indicios que no tengan muy bien comprobados. Es lógico por otra parte que no tengan datos, son cosas que suceden muy privadamente. En casos de robos o contrabando es otro cantar, entonces la solución de los confidentes funciona bien. De cualquier modo esto es algo que obligatoriamente tenemos que hacer, hay que ir descartando posibilidades.
Lo observé curiosamente, bastante anonadada por su sabiduría.
—¿Ha tratado alguna vez con confidentes? —pregunté.
—Es mi especialidad, les inspiro confianza. Sigo haciéndolo en estos momentos con el tema del alijo de tabaco.
—¡Ah, sí!, ¿Cómo lo lleva?
—Voy tirando.
Me dolían los pies. Tres horas desperdiciadas en la obligatoria tarea del descarte. Tres horas pateando bares de juventud que, en cierto modo, ya no representaban una novedad para mí. Era un paño que conocía, no en balde mi flamante segundo ex esposo era dueño de un local ecologista, pacifista, anarcoide, donde junto al combinado alcohólico tradicional, servían bolas de gluten de trigo para picar. Yo lo compré para él y constituyó la solución de su vida. Pepe había acabado los estudios de Sociología, pero, lógicamente, jamás se le ocurrió siquiera intentar buscar un empleo en ese campo. Lo conocí en el atestado bar de los juzgados, donde trabajaba de camarero. Nos caímos bien, pensé que sería un antídoto ideal contra la seriedad de mi vida anterior. Tiempo después, cuando decidimos casarnos, le propuse emplear una parte del dinero generado por la venta de mi piso común con Hugo para poner el bar que tanto anhelaba. Se asoció con un magrebí amigo suyo llamado Hamed, y montaron el Efemérides, un lugar en el que imperaban su filosofía y su manera de hacer. Se sintió feliz, allí podía convivir con gente de su misma edad y cuerda: neonaturalistas enemigos de la Ciencia, objetores de conciencia, partidarios de los partidos verdes, estoicos modernizados, antinucleares y aficionados a las más increíbles actividades. Una cofradía un tanto astrosa pero de firme fraternidad. No habíamos probado esa noche con aquel tipo de tribu, aunque era bastante impensable que del Efemérides hubiera salido algún amigo de las chicas violadas. Del Efemérides y de cualquier otro sitio de los que llevábamos visitados, porque en realidad aquellas chicas no tenían pinta de haberse acercado nunca a ninguna tendencia urbana, eran demasiado anodinas, grises, como arrastradas por el torrente de la ciudad, sin ninguna plataforma a la que asirse.
Habíamos terminado. En la lista de Garzón ya no quedaban más nombres. Me encontraba tan deprimida, helada y exhausta que le pedí al subinspector que entráramos en un último bar, esta vez sin intereses policiales, sólo para tomar una copa corta y fuerte que matara el efecto efervescente de tanta cerveza.
—Mañana hay que madrugar —argumentó.
—De acuerdo, si usted no quiere venir, iré yo sola.
Entré en un alicaído bar musical, uno de esos tristes espacios concebidos para que la gente madura y solitaria pueda ligar sin compromiso posterior. Había mujeres entradas en carnes y años, llamativas y acicaladas, y cincuentones semicalvos con trajes de alpaca y grueso Rolex de imitación.
—Un coñac —pedí.
De reojo vi que Garzón me había seguido. Se acodó en la barra junto a mí y pidió lo mismo que yo. No nos dirigimos la palabra. No había gran cosa que comentar. En la música de ambiente sonaba uno de esos boleros cocidos y pastosos. «
Dime por qué nos separamos. Dime por qué el tiempo jugó con nuestro amor
.» Un tipo pulcramente repugnante jugueteaba con el camafeo prendido del cuello carnoso de una mujer. Lo levantaba en el aire, lo dejaba caer después sobre sus ostentosas pechugas veladas sólo por una fina blusa de seda artificial. Miré a Garzón, que se encontraba ensimismado en su propio ser, bebiendo a sorbitos cortos la desdicha que le rezumaba por los ojos, vidriosos y sin luz. Deduje que el bolero estaba removiéndole el solaje interior.
—Buena música, ¿verdad? —dijo para disimular su súbita sorpresa al ver que lo observaba.
Chisté. Volvió su cara completamente en mi dirección, asombrado una vez más por mi estupidez.
—Los boleros siempre cuentan la auténtica realidad del amor. Si usted se fija en la letra verá que todo está ahí.
Ahora la asombrada era yo. No juzgué correcto decirle que me parecía una música grotesca y ramplona.
—No lo había pensado.
—Pues piénselo.
«
Nadie sabrá jamás cómo te he amado, nadie sabrá jamás hasta dónde ha llegado mi pasión
.»
—Yo solía bailarlos con mi mujer. En celebraciones y fiestas familiares, ya sabe.
Sus ojos se pusieron aún más opacos.
—¿Quería usted mucho a su mujer?
Pegó un trago muy largo y se animó de pronto:
—Usted se ha formado un concepto equivocado de mí, inspectora.
La cosa tomaba derroteros imprevistos. Protesté sólo para darle una adecuada entrada coloquial.
—No, si yo...
—Sí, sé muy bien lo que digo, una imagen falsa, eso es lo que usted tiene de mí. Me ha tomado por un machista sin sentimientos, por un hombre de poca sensibilidad, y le aseguro que no es nada de eso. Yo a la mujer la tengo considerada en lo más alto, literalmente la subo a un pedestal. Creo que es un ser maravilloso, lleno de espiritualidad, bello y perfecto como una flor.
La capacidad de comparación del subinspector era claramente limitada, la señal del violador era como una flor, la mujer era como una flor... Me sonrió, creo que por primera vez. Cualquiera se atrevía a decirle entonces que, en el fondo, las flores no son más que material fungible, que de los pedestales puede caerse uno con facilidad y que los espíritus se caracterizan por ser etéreos y, por lo tanto, ni cuentan ni ocupan lugar.
—Pero si yo le entiendo, Garzón, aunque debe usted darse cuenta de que todas esas virtudes femeninas a la hora del trabajo entorpecen más que otra cosa, traban nuestras relaciones. A mí lo que me gustaría es que me considerara usted como un compañero.
Garzón apuró su copa, sorbió un poco el aire a modo de moquillo y sentenció:
—Para mí una mujer siempre es una mujer. ¿Manda usted algo más?
—Sí, que me lleve a casa, por favor.
Mientras cruzábamos el bar hacia la salida una de aquellas flores ajadas, espíritu andrajoso sobre pedestal tambaleante, prorrumpió en un estallido de risa coqueta e histeriforme dirigido hacia su peripuesto galán. Me estremecí. Hicimos el trayecto callados. Había sido un intento de acercamiento infructuoso, sellado por aquel «
¿manda usted algo más?
» que acababa con cualquier posibilidad de acuerdo pacífico. Con toda seguridad el subinspector, amarrado al duro banco del volante, estaba a estas alturas dándose a todos los demonios por haber consentido que aquel bolerazo arrabalero hubiera disparado su emotividad innecesariamente.
—Quiero que mañana empiece a hacer averiguaciones sobre las familias de las chicas.
—¿Las familias? —preguntó extrañado.
—Recuerde que pueden existir primos, tíos, hombres cercanos que hubieran podido obsesionarse con ellas.
—¿Y cómo explicar entonces la marca? Las chicas no tenían nada que ver entre sí, no hay familia en común.
—Es igual, una cosa pudo llevar a otra por caminos desconocidos para nosotros. En cualquier caso, estamos tan faltos de pistas que necesitamos cualquier hilo del que tirar.
—A la orden, inspectora, así lo haré.
Oí el coche a mi espalda, alejándose en el frío de la noche. Bajo mi puerta alguien había deslizado un sobre. Intrigada, lo abrí, quizás era un indicio sobre el caso, la confesión de un testigo que no quería ser reconocido. Pero no, la intriga desapareció al ver una foto de
Milena
desperezándose en el sofá. Había una nota de Pepe: «
He pensado que te gustaría conservar un recuerdo de la pobre gata. Volveré por si quieres más copias. Hasta pronto
».
Aquello era el colmo, Pepe sabía que nunca había podido soportar a aquel animal perezoso y zalamero. Era una excusa tan peregrina para presentarse en mi casa que hubiera debido hacerme sonreír. Contactos con los ex esposos, curiosa historia. El matrimonio era una sustancia grasienta de la que siempre quedaban residuos en la piel, por mucho que la frotaras con jabón. Ya había conjeturado sobre los motivos que llevaban a Hugo a reaparecer, los de Pepe eran mucho más inmediatos, en realidad, desde nuestro divorcio nunca había dejado de regresar. Rompí la foto de la maldita gata difunta. Luego me arrepentí, por el gesto gratuito de mal humor. Me encontraba previamente cabreada por haber tenido que aguantar los deleznables tópicos de mi compañero de trabajo, por el frío que había pasado, por los bares horribles, los pedestales, los espíritus puros y la flor, sobre todo por la flor. Es fácil ser ecuánime y ponderado cuando la inteligencia y la comodidad te rodean, en eso justamente consisten las mieles de la civilidad.
Al cabo de pocos días hubo una tercera violación con idéntica marca en el brazo y el asunto pasó a ser pasto de toda la prensa nacional. Comenzó el chaparrón. Los periodistas querían conocer detalles, y los tuvieron: la víctima tenía dieciocho años, estudiaba un nocturno de confección y diseño, vivía en el barrio de Gracia y tampoco había podido ver la cara del violador. Sin embargo, la talla, la complexión, el método y sobre todo la odiosa marca en el brazo parecían indicar que se trataba del mismo hombre joven, provisto de un arma extraña que dibujaba aquel círculo de alfilerazos profundos en la piel. Tales datos, vertidos en la totalidad de secciones de sucesos, constituían la información oficial. Pero, como siempre en estos casos y sin que nadie supiera el sistema, pronto se presentó la filtración. Un titular casi atinaba: «
La investigación de estas violaciones en serie está a cargo de dos inspectores que curiosamente no pertenecen al grupo de homicidios sino al de documentación
». «
No parece darse progreso alguno en las pesquisas. En medios policiales existe una desorientación total
», decía otro en tono apenas velado de reproche. La veda estaba abierta.
Esta vez había sido difícil sacar cosas en claro hablando con la chica: estaba muy afectada, al cuidado de psicólogos que la habían sedado hasta dejarla KO. Además nos las veíamos con una familia de tipo pasional. El padre, un obrero metalúrgico, perdía los estribos cada dos por tres, juraba vengarse, renegaba de la justicia, de la policía, de cualquier institución que tuviera la más mínima responsabilidad a su cargo. La madre lloraba todo el tiempo y también le administraron sedantes. Al parecer, la chica había opuesto resistencia, con lo cual, no sólo obtuvo la marca en el brazo sino que recibió un puñetazo en la nariz. El violador, como de costumbre, casi no había dicho una sola palabra, limitándose a actuar, con mucha cautela, amparado en la oscuridad y la soledad de la calle.
Cuando el comisario me llamó no tuve inconveniente en recurrir al maquillaje de la situación.
—Ahora ya tenemos muchos datos —le solté—. Debe ser un individuo con trastornos de personalidad. Ya sabe, resentido con las mujeres y todo eso. Prefiere chicas con aspecto claramente desvalido, delgadas, bajitas, frágiles. No es un tipo que actúe movido por el arrebato de la pasión. Es frío y muy cuidadoso. Escoge a las chicas, las sigue unos días hasta conseguir un horario de sus movimientos y, con toda prudencia, decide el momento ideal. Es astuto, no habla, se cubre siempre la cara, cambia de barrio. Siente orgullo al cometer sus fechorías, de no ser así no llevaría a cabo el macabro rito de marcar la flor. Algo debe haber desencadenado en él la fiebre del delito, o quizá tras una carga paulatina ha llegado a una explosión, por eso las violaciones se producen tan seguidas. No se trata, sin embargo, de un individuo especialmente cruel o morboso. No hay otros abusos ni violencia, tampoco parece que goce demasiado en el momento de la violación, acaba sin eyacular, las marca y se va.
El comisario me miró con cierta sorpresa cuando acabé la exposición. La verdad es que yo me sentía sorprendida a mi vez por toda la serie de deducciones que había podido hilvanar. Daba la impresión de que habíamos avanzado en las investigaciones, pero en realidad no era así. Nos encontrábamos en el punto de inicio, despistados, irresolutos, sin saber por dónde tirar. Todos los pasos que habíamos dado desembocaban en un camino de frustración y no teníamos ideas nuevas sobre las que seguir. Garzón seguía peinando bares como un experimentado
coiffeur
y yo, dado que el caso se había convertido en un delito seriado, empecé a entrevistarme con los psicólogos de la policía para intentar determinar un retrato robot. Pero lo cierto es que la psicología no deja de parecer una ciencia mezcla de intuición y fantasía, es decir, lo menos cercano a una ciencia. Cada vez que hablaba con el joven equipo a quienes había expuesto el tema, cada vez que comenzaban una frase con aquel sempiterno: «
...puede ser que...
», sufría una punzada de desánimo. Lo que seguía después era tan obvio que parecía sacado de un manual: «
Complejos infantiles, madres dominadoras, edipos no resueltos, probable impotencia intermitente, imposibilidad de establecer relaciones afectivas normales...
».