Ritos de muerte (3 page)

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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

BOOK: Ritos de muerte
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—¡Vaya, parece que no le he caído bien!— le dije a mi compañero.

—Bueno, una violación es algo bastante grave y se trata de su hija, ¿comprende usted?

—¿Cree que mi actuación ha sido demasiado dura?

Fue como si un nido de avispas se hubiera precipitado sobre él azuzándolo a dar la réplica prevista.

—¿Si yo creo...? ¡Líbreme Dios de opinar!, quien manda, manda y en paz.

¡Vaya, tenía que ser!, probablemente el subinspector Garzón se sentía vejado por estar bajo órdenes femeninas. Hugo, mi primer marido, un hombre de inteligencia escéptica, siempre decía: «
Espera lo esperable, lo más tópico, lo más vulgar, eso es lo que va a suceder, lo que sea habitual, lo que sea sólito: el inglés estirado y el francés llevando la baguette debajo del brazo, ése es el guión de la realidad
». Y parecía exacto.

—¿Tomamos ya la cerveza? —preguntó Garzón.

Era palmario que, aunque no le apeteciera, pensaba seguir al pie de la letra las indicaciones del comisario. Cruzamos la calle y fuimos al bar La jarra de oro, auténtica sucursal de la comisaría que no cerraba nunca antes de las tres.

—¿Cerveza usted también?

—Sí —murmuré—. ¿Por dónde vamos a empezar?

—Mañana peinaré todo el barrio. Voy a ver a los chorizos más notables, a los que estén en libertad provisional, a los que tienen antecedentes sexuales. Por la tarde nos reunimos y le digo si hay algún sospechoso.

—En ese barrio de la Trinitat está el centro de detención de menores.

—También habrá que ir.

La dueña del bar lavaba vasos canturreando. Se le escapaban algunas mechas del moño medio deshecho. Tenía ojeras y un aspecto cansado. Pensé que, a la mañana siguiente, se levantaría temprano para volver a empezar y me pregunté de dónde sacaría los heroicos ánimos. No se me ocurría ninguna conversación, pero estábamos allí para entablar conocimiento. Por fin solté lo más estúpido.

—¿Qué tal le va por Barcelona?

—Bien —contestó. Pareció que la incursión en la cordialidad iba a acabar ahí, pero tras una pausa añadió:

—Lástima que tanta gente hable catalán.

—¿No entiende usted nada?

—No.

—Quizá debería hacer algún cursillo.

—A mi edad ya no estoy para aprendizajes. Es una edad mala y buena al mismo tiempo, en la que te das cuenta de que sabes muy pocas cosas, y también de que no te apetece nada aprender nuevas.

Quizá después de todo mi nuevo compañero no era tan convencional. Quizá tenía un
faible
por la filosofía.

—Todas las edades son malas —aventuré incidiendo en lo existencial.

—¿Ha visto a ese empresario italiano que fabrica coches? —dijo de pronto.

—¿Agnelli?

—Sí, pues a ese tipo ser viejo o joven le da lo mismo, lleva camisas de seda, está moreno, saludable, supongo que también le dará lo mismo aprender o no aprender.

—Pero tendrá sus problemas.

Me miró admirado por la magnitud de mi estupidez, la amplitud de mi vulgaridad.

—Ya. Perdone pero tengo que marcharme. La veré mañana. Dudo mucho que tenga los datos que le he dicho antes de las siete de la tarde. Ayudo también a la Guardia Civil en un caso de alijo.

—¿Drogas?

—Tabaco rubio. Ahora esas cosas vuelven a ocurrir.

Salió del bar con la americana haciéndole pico tras el cogote. No había consentido que yo pagara la cerveza. Las camisas de Agnelli. Era un poco desconcertante, tendría que esperar aún para formarme una idea aproximada de aquel hombre. Me costó arrancar el coche. Me enfadé. Al día siguiente debía madrugar, dejar ordenadas las cosas y las tareas preparadas para que hubiera continuidad durante mi ausencia en el servicio de documentación. Era tarde y hacía frío. Pero así era la vida arrastrada de un auténtico policía, largas noches en bares miserables, temperaturas extremas, violencia, desagrado y el intempestivo madrugón con la boca amarga de cigarrillos y café, mitología completa.

Había dejado de caer agua o nieve. El aire estaba inmóvil, como si el frío hubiera helado la vida entera. Salí al jardín trasero de mi casa, escarchado como un dulce. Una ducha caliente hubiera sido lo indicado, o escuchar a Chopin. Pero decidí acostarme enseguida. Difícilmente hubiera disfrutado de aquella refinada música después de haber visto los ojos vacíos de la chica violada cuando dijo: «
Me da igual
», la terrible marca en su brazo.

2

Me sorprendió que Hugo llamara y, superado el primer momento de desconfianza, hasta me alegré. Nos habíamos telefoneado cada vez menos desde nuestra separación. Cierto es que hubo épocas de mayor intercambio, pero siempre se debieron a razones prácticas o de índole legal: los trámites de divorcio y la progresiva liquidación del patrimonio común. Todas aquellas comunicaciones fueron violentas, o irónicas, o frías. Hugo siempre se consideró a sí mismo un marido abandonado, y a mí una inconsciente y una loca que había alterado sin pensarlo dos veces los términos prósperos de mi vida privada y profesional. Aquella vez me sorprendió también su tono cortés y hasta risueño. Quería vender la última propiedad que aún teníamos en común, una plaza de aparcamiento en Ganduxer, y para ello necesitaba mi firma y mi conformidad. Pensé que una entrada imprevista de dinero sería fantástica, y le dije que podía obrar como quisiera. Entonces, contra todo pronóstico, propuso que, para hablar del tema, tomáramos una taza de té. Increíble, jamás había consentido en hacer algo así aunque yo lo intenté en muchas ocasiones. Envidiaba a aquellas parejas de tipo civilizado capaces de visitarse tras su ruptura y charlar sin problemas. Pero para él, reunirse frente a dos tazas tenía demasiados visos de reconciliación, las bebidas calientes eran todo un símbolo. Como consecuencia, nos habíamos visto siempre en despachos de abogados, antesalas judiciales y otros lugares parecidos que para nada invitaban a la conversación. Esta vez sería diferente, y me preguntaba por qué.

—Me viene bien el dinero —le dije.

—Supongo que un policía gana lo justo para vivir.

—Me apaño.

—Antes, como abogada, seguramente te apañabas mejor.

—Acabo de comprarme una casa y por eso digo que me viene bien.

—Lo imagino.

Presuponía con aquel par de monosílabos que mi inversión debía haber sido muy torpe. Si la cita iba a estar salpicada por semejantes proyectiles de ingenio, hubiera sido mejor reunirse en el despacho de un notario y, una vez efectuada la transacción, huir. Pero algo me impedía siempre enfrentarme con él, quizá la culpabilidad, quizás el convencimiento de que, en el fondo, él llevaba razón cuando opinaba sobre mi reincidente inconsciencia. En nuestros tiempos habíamos tenido peleas sonadas en las que hacíamos uso frenético de la voz. Tras la separación, mi ira desapareció y la suya amainó hasta ser sustituida por una ironía demasiado lastrada de odio como para ser eficaz. Tomar la decisión de abandonar el edificio ruinoso de nuestro matrimonio me había desposeído para siempre de la razón. Nunca hay que ser el primero, mejor no moverse, basta con ir reconstruyendo a golpes de voluntad lo que luego se destruye en los momentos sinceros.

Hugo tenía un aspecto distinguido y cansado, como si acabara de salir de una enfermedad tomando las aguas en un balneario. El paso del tiempo le favorecía, las sienes grises, su cuidado en el vestir. Caducados los plazos florecientes de la Naturaleza, la experiencia y el dinero hacían lo suyo. Las camisas de Agnelli, como decía Garzón. Le había citado en La jarra de oro, donde su próspero aspecto destacaba frente a la sencillez del proletariado bebedor. Elevó los ojos al cielo como siempre hacía antes de una representación. Los visos histriónicos de su personalidad no debían de haber cambiado a estas alturas de la vida. Bien, escucharía todo lo que tuviera que decir, como siempre con humildad, con recato, sin exhibir las cosas buenas que mi vida actual pudiera tener. Ni en broma debía hacerlo partícipe de mis nuevas decisiones de existencia hogareña y geranios en el jardín. Para él era una desgraciada y me comportaría como tal.

En cuanto nos sentamos miró a las esquinas del techo como si allí se hallara concentrada toda la miseria moral del bar La jarra de oro. También miró con desprecio al camarero, que exhibía en el delantal su mapamundi de manchas cotidiano.

—Tráiganos dos tés.

Había escogido por mí, sin darse cuenta seguramente.

—Ahora sólo tomo té —me confesó—. El café casi acaba conmigo. Ya sabes que después de marcharte tuve una úlcera gravísima que tardó mucho en curar. Aunque estoy restablecido, prefiero ser cuidadoso.

La úlcera salía siempre, aun por teléfono. El momento de nuestra separación, que él denominaba invariablemente como «tu marcha», contaba ya con siete años de antigüedad, pero aquella úlcera se comportaba como los clavos de Cristo, dejaba una huella indeleble que iba haciéndose digna de adoración con el tiempo. Y yo era el soldado romano con la maza levantada sobre la cruz, dispuesta a remachar, yo y nadie más que yo había causado su sufrimiento. Armada con lanza puntiaguda había hurgado directamente en sus tripas hasta hacerlas sangrar. Sacó un montón de papeles y no se atrevió a dejarlos sobre la mesa manchada. Me los pasó:

—En ese documento verde que tienes en la mano están las condiciones de venta, espero que te parezcan interesantes. Sólo en el verde, los otros contienen detalles financieros de los que yo me ocuparé.

Aquella complacencia en la obviedad del papel verde iba dirigida a dejar bien patente mi incapacidad para manejarme en cuestiones prácticas y organizativas. Su conversación resultaba tan peligrosa como un campo minado, pero yo hacía mucho tiempo que utilizaba detector.

—No veo ningún inconveniente. El precio me parece justo, todo está bien.

—Debes firmarme una autorización. Luego, el día en que se realice formalmente la venta, tendrás que comparecer ante el notario.

Llegó el camarero con los tés. Hugo comprobó la marca escrita en la etiqueta que colgaba de su bolsita.

—¿Es aquí donde desayunas cada día?

Había censura y escrúpulos en su voz.

—Desayunar... aquí me encuentro con los compañeros, tomamos cervezas, café. Es como una dependencia más de la comisaría. Miró alrededor.

—Así que debemos estar rodeados de bofia por todas partes.

Me encogí un poco bajo la piel.

—No sé, quizá.

Si ahora empezaba a arremeter contra el envilecimiento que supone vivir en ambientes policiales, podría decirse que el esquema de nuestros escasos encuentros seguía idéntico: la úlcera, el dinero y la degeneración de haber acabado siendo poli. Procuré parapetarme contra la idea de que Hugo siempre llevaba razón. Intenté atajar y ganar tiempo hasta que acabáramos las bebidas.

—¿Has sabido algo de los Gálvez? —improvisé.

Me observó como si estuviera loca.

—¿De los Gálvez? Pues no. Las cosas no siguen igual que cuando estábamos juntos, Petra, creí que serías consciente de eso. Mis amigos son otros, mi vida es otra... no creo que te importe demasiado saberlo, pero lo cierto es que vuelvo a casarme el mes próximo.

Ahí sí me había cogido por sorpresa. Levanté ambas manos en un ademán poco natural.

—¡Vaya! Me alegro muchísimo, Hugo, te lo aseguro.

—Hace siete años que nos separamos, no creo que esta noticia pueda ser ya motivo de tristeza o alegría para ti.

La sonrisa que tenía dibujada en el rostro se estiró. Me bebí el té quemándome la lengua.

—De cualquier modo te deseo mucha felicidad.

—Es abogada.

—Creí que esta vez cambiarías de profesión.

—Ella no se hará policía, te lo aseguro.

Sonreí. Hugo me hacía culpable no sólo de haberlo abandonado, sino también de dejar mi puesto en nuestro sólido gabinete de abogados. Una locura. Según él, aquello había acabado de destrozar mi ya menguada capacidad para llevar una vida equilibrada. Variar, quemar... «
Algunas personas tienen el don de cargarse todo cuanto de auténtico valor poseen
.» Sus frases permanecían mucho tiempo dentro de mí, atormentándome. Deseé desaparecer inmediatamente.

—Creo que voy a tener que marcharme.

—Un poco tarde para que te preocupes por mi felicidad.

Volví a sonreír como una imbécil. Ahora podía ponerse a pasar revista a mi vida, una decisión desacertada tras otra, hasta llegar al caos final: un trabajo respetable volatilizado, una relación conveniente rota, un segundo absurdo matrimonio con un hombre mucho más joven, que también acabó en separación... Hugo, con su sola presencia, ponía ante mis ojos las nefastas secuelas de mi inconsciencia haciendo que parecieran un montón informe de errores. Sin duda lo eran.

—Tengo que marcharme, de verdad.

Apuró su té. Cuando nos acercamos a la barra vi al subinspector Garzón. Me pregunté desde cuando estaba allí. No tuve más remedio que hacer las presentaciones.

—El subinspector Garzón trabaja conmigo.

—En un caso —puntualizó él.

Hugo le alargó una mano sin fuerza. Me miró con conmiseración. Allá me las compusiera. Había cambiado la solidez de un hogar verdadero por la compañía de oscuros polizontes con camisa de rayas marcadas y panzón. Había tenido el coraje de romper una pareja de brillantes abogados envidiables para venir a hozar a un bar de mala muerte como La jarra de oro. Allá yo con mi conciencia. Se marchó con la cabeza levantada en un gesto supino de desprecio y yo me quedé, encogida y minimizada, junto a Garzón. Me propuso tomar otro té. Intenté reinsertarme en mi papel profesional.

—¿Ha encontrado algo?

—Nada importante. He paseado por el barrio, pregunté... Nadie ha visto nada, no hay ni el más pequeño testimonio.

—¿Habló con la colonia de delincuentes?

—Para no sacar gran cosa. Al menos creo que no es uno de los habituales.

—Entonces tendremos que hacer una visita al Tutelar para ver si es un interno.

—Bueno, por mí...

—¿Le parece que no debemos seguir esa pista?

—Ya le digo que por mí...

Si el subinspector seguía demostrando aquella resistencia pasiva frente a mis proposiciones, tendría que acabar llamándole la atención. Claro que existía la posibilidad de ganármelo por las buenas. Lo intenté faltando a una de mis reglas de oro sobre trabajo y vida privada:

—¿Sabe quién es ése caballero que acabo de presentarle?

Noté en sus ojos una fugaz mirada de sorpresa que enseguida reprimió. Volvió a su escepticismo elegante.

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