Me encontraba de pésimo humor. Según los nuevos planes de mi vida no era el momento de pedir una pizza por teléfono sino de ponerme a cocinar. Unos guisantes congelados serían suficiente. Dejé abierta la puerta para oír la música desde el salón. Un montaje perfecto que acabaría por funcionar bien. Sin vecinos arriba ni abajo, sin testigos infamantes de la mediocridad. Pero a las nueve llamaron a la puerta. Era Pepe.
—Se me ha muerto la gata —exclamó en cuanto abrí.
Le dejé pasar con un gesto casi feroz. Iba a ofrecerle una bebida como estaba mandado, pero me di cuenta de que aquello no podía continuar.
—Pepe, no puedes venir aquí cada vez que se te muera un gato.
—Pero si no tengo más.
—Sabes perfectamente a qué me refiero. Antes era casi normal, yo seguía viviendo en el apartamento que había sido común, pero ahora tengo una casa y quiero disfrutarla. Estamos separados ¿recuerdas?
—No creí que iba a fastidiarte. Somos amigos, y yo a mis amigos suelo hacerles visitas.
—¿Y si llego a estar acompañada?
—Me hubiera marchado enseguida.
Era importante que no se quedara para la cena, eso hubiera desbaratado mi primera jornada de normalidad, mucho más de lo que podía permitirme consentir. Éramos buenos amigos, él tenía razón, y yo siempre tendría la sensación de haberlo llevado y traído según las marejadas de mi criterio personal, de haberlo dejado después tirado sobre la playa, solo y mojado. Aunque no era verdad, ¿cómo puede dejarse solo y tirado a un hombre con sólo veintiocho años y toda la vida por vivir? Él dijo que vendría de vez en cuando, que haría arreglos en los enchufes, que tomaría una cerveza, y eso no estaba mal. Pero se había presentado dos días seguidos. Demasiado peligroso, demasiado absurdo también.
—Creo que la atropelló un coche. Estaba en la trastienda del bar, entraba y salía cuando le daba la gana, ya sabes que era una gata muy independiente. Me la encontré tirada con unos hilos de sangre en la boca y no podía respirar. La llevé al veterinario pero ya no hubo nada que hacer.
Nunca había compartido su misticismo por los gatos. Cuando estábamos casados me fastidiaba ver a su ronroneante animal subido en cualquier parte, sobre la cama o acurrucado entre mis zapatos de tacón.
—Lo siento muchísimo. Tómate una cerveza y después te vas, mañana me levanto a una hora indecente.
Se sentó observando mi pequeño salón. Junto a la pared estaban las cajas de la mudanza, aún sin desembalar.
—Si quieres puedo ayudarte mañana con eso.
—No, gracias, mañana no. Me han asignado un caso y tendré un día muy cargado.
—Eso es lo que tú querías.
—Se trata de algo temporal, no tenían a nadie más que lo resolviera, pero estoy segura de que van a quitármelo en cuanto haya otro inspector disponible.
—¿Es un asesinato demasiado complicado para tu experiencia?
—No es un asesinato, es una violación.
Ninguno de mis maridos había atinado jamás con los pormenores del trabajo policial. Para Hugo, todo lo que hacía no era más que monótona labor de biblioteca, sólo que en un ambiente sórdido, impropio de mí. En cambio Pepe parecía convencido de que el único cometido de un policía era bregar con asesinos enigmáticos. En ambos casos: demasiada televisión.
—¿Una violación ritual?
—Déjalo, Pepe, es un poco tarde para hablar de eso.
Cuando le conocí me divirtió mucho su capacidad para sacar las cosas de quicio. Me pareció un muchacho atractivo y dulce, un relajo para cualquier empacho de realidad. Vivía en el mundo a distinto nivel. Yo podía subir o bajar por su escalera según me lo dictara el humor.
—Creo que no voy a comprarme otro gato.
—Me parece bien.
—Estoy harto de perder las cosas que quiero. Cuantas menos ataduras de cariño, mejor.
—Sabes que siempre ha sido ésa mi filosofía.
—Sí, ya lo sé.
En su día yo había intentado que no nos casáramos, con vivir juntos bastaba. Pero él insistió en el matrimonio. Su madre se había quedado viuda, una mujer muy tradicional, negarme a pasar por el juzgado equivalía a un sonado follón. ¿Qué más me daba al fin? Luego, al cabo de unos meses, su madre tradicional se lió con un taxista y se largó a Madrid. No le dijo a su hijo ni adiós. Contó conmigo para deshacerse de sus responsabilidades maternas y lo abandonó. Más tarde lo abandoné yo, y ahora se le moría la maldita gata. Pero a pesar de todo, no se quedaría a cenar.
—Me he enterado de un sistema para regenerar las plantas que se han helado. A lo mejor funciona con tus geranios.
Aquello me interesó y le escuché atentamente.
—Pero no es cosa que se explique en cinco minutos, si quieres vengo un día de éstos y lo pruebo.
Un nuevo cable echado. Nunca me libraría de él.
—Vienes y me lo enseñas, prefiero aprender.
—¿Vas a aprender también a arreglar los enchufes?
—Supongo que sí. En comisaría organizan unos cursillos de chapuzas para agentes, creo que me apuntaré.
Era una mentira tan ridícula que hubiera debido ofenderse, pero seguro que me creyó, seguro que en aquella hermosa cabeza de arcángel cabía esa posibilidad, los polizontes atareados desatrancando desagües entre asesinato sangriento y violación ritual. Se quedó sin cerveza y sin teas para seguir conversando, así que se levantó y anduvo directo hacia un armario.
—La salida está allí —le indiqué.
Torció su equivocada ruta con parsimonia, se puso el anorak y salió.
—Siento mucho lo de tu gata.
—Sí, yo también, era una gata muy comprensiva, acompañaba mis horas de soledad.
Hasta la propia Teresa de Calcuta, acostumbrada ya e inerte frente a las más atroces miserias humanas, se hubiera compadecido de él, lo hubiera sentado a su mesa y servido un buen plato de arroz. Pero yo no, incluso lo maldije porque los guisantes habían hervido demasiado y estaban pasados. Pero no había por qué desesperar, mañana sería otro día; mañana, con un poco de suerte, saldrían enteros.
Estaba en el servicio de documentación, dejando en orden unos papeles, cuando el propio Garzón se puso en comunicación conmigo. No solía recibir muchas llamadas allí, de modo que me sorprendió un poco. Reconocí enseguida su cascada voz de fumador añoso.
—¿Petra? Siento molestarla pero era imprescindible que la llamara. Lamento comunicarle que han violado a otra chica. El asunto es cosa nuestra porque también llevaba la flor.
—¿La flor?
—Ya sabe, esa marca extraña en el brazo.
La flor. Así que, después de todo, el subinspector no sólo era misericordioso sino que, además, tenía una vena poética. Sería interesante saber qué otros alientos espirituales podían esconderse tras su barrigón. Salí inmediatamente hacia el grupo de homicidios.
La cosa iba a ponerse fea. Como dicen en las malas películas: nos enfrentábamos a un violador. Un violador en la tradición pura, incluidos ritos sacrificiales y toda la pesca; quizá Pepe no había resultado un fantaseador al ciento por ciento. Esta vez el ataque no se había producido en el barrio de la Trinitat sino en la Verneda; nos evitaríamos una nueva visita a la odiosa directora del Tutelar. Tampoco en esta ocasión hubo violencia manifiesta, aparte de la flor. El agresor, un hombre alto y aparentemente joven, enmascarado, había abordado a la víctima cuando ésta entraba en su casa después de trabajar. Amenazándola con un cuchillo la llevó hasta un solar cercano precariamente vallado. La hizo subir a un cajón de cerveza que sin duda tenía preparado, y saltar al interior. Una vez dentro del descampado, la violó.
—La chica ha declarado que existieron tocamientos superiores previos —dijo Garzón.
—¿Y eso qué es?
—Succiones mamarias y cosas por el estilo.
—¿Quiere decir que estuvo magreándole las tetas? ¿Eso quiere decir?
Me miró con antipatía.
—Sí, eso quiero decir.
¿De dónde había salido aquel polizonte, Dios, de algún seminario? ¿Por qué me cayó en suerte justamente él? Ya había muchas mujeres trabajando en la policía, y más de una vez debía haberse cruzado con alguna, hablado con ella. ¿Por qué coño decía succiones mamarias? ¿Nunca soltaba un taco ante una mujer? ¿Exclamaba ¡testículos! en vez de ¡cojones! en los momentos de tensión?
—¿Y se corrió el violador? Quiero decir si excretó su semen en el cuerpo de la mujer —interrogué de mal talante.
—Parece que no. La chica acaba de salir del dispensario, está con una asistente social. Dentro de una hora nos dejarán interrogarla de nuevo.
—¿De nuevo?, ¿lo ha hecho alguien ya?
—El comisario.
—Primer aviso, ya verá qué pronto volvemos a nuestra rutina habitual.
No contestó. Había que pasar una hora haciendo pasillo, estuve a punto de largarme y dejarlo allí. Intenté sin embargo recuperar la tranquilidad. Fuimos hasta la máquina de café.
—¿Lo toma con leche?
—Sí.
Nos sentamos en un banco del corredor como un par de alumnos expulsados de clase.
—Oiga, Garzón, seamos sinceros, a usted no le son muy simpáticas las mujeres, ¿verdad?
Me miró con cara de auténtico pánico. Sentí la necesidad de especificar enseguida:
—Me refiero a que preferiría tener un compañero varón en el trabajo, un jefe varón.
Pareció como si le hubiera dado la oportunidad de exteriorizar algo largamente pensado. Se volvió hacia mí con los labios manchados de café:
—Mire, inspectora, para ser claros como usted me pide le diré lo que pienso de verdad. Yo no soy machista, eso que vaya por delante, creo que es lícito que las mujeres trabajen, es normal, lo acepto, está muy bien. Pero luego, a la hora de la práctica, tener compañeras mujeres en ciertos trabajos dificulta mucho la situación.
—¿Por qué?
—¿Recuerda en la RENFE? Según las nuevas normativas, una mujer puede ser mozo de carga, maquinista, engrasador... pero ¿qué ha ocurrido después en la realidad? Pues que las mujeres no tenían fuerza física para realizar ciertos trabajos y había que ayudarlas, necesitaban cabinas separadas para cambiarse de ropa... en fin, un follón.
—No le entiendo, ¿y qué tiene eso que ver con nuestro caso? Para este trabajo no hay fuerza que valga, ni nos cambiamos de ropa ni...
—Era un ejemplo, en lo nuestro existen otros problemas.
—¿Tener que decir succión en vez de mamada, es eso lo que le fastidia?
—Me violenta un poco, sí.
—Pues por mí no se prive, subinspector, yo también digo coño, cojones y joder.
Tragó saliva visiblemente.
—Oírselo a usted también es violento, compréndalo, debe tratarse de una cuestión educacional.
—Y ¿qué demonios quiere que haga, hablar por señas? El resultado puede ser más chocante aún.
Hizo gestos de paciencia contrariada.
—No me lo ponga difícil, justamente tratamos un caso de violación y las alusiones son continuas. Además, no es sólo eso, con un hombre se sabe de qué hablar, aunque sea de fútbol, en cambio con usted... En fin, no había muchas mujeres en la comisaría de Salamanca, sólo las funcionarías del carné de identidad.
De pronto me compadecí de él, sus esfuerzos por convertir los prejuicios en argumentos racionales, su hostilidad defensiva hacia mí. Lo comprendía. Sólo que es muy peligroso comprender primero compadecer después. Y me había propuesto no hacerlo nunca más.
—Puede marcharse a casa, subinspector. Creo que para interrogar a la chica me basto por mí misma.
No entendía ni una palabra. Estaba boquiabierto como si le hubieran ordenado tirarse de cabeza al mar. Yo tampoco entendía gran cosa sobre mi reacción, pero sabía que era imprescindible ponerse en guardia cuando aparecen los primeros síntomas de la piedad. Dostoievski pensaba que es la única salvación para el ser humano, pero obviamente no hablaba específicamente sobre la mujer.
—Como usted mande —dijo el subinspector.
Estaba ofendido, se levantó alejándose por el pasillo rodeado de un halo de injusticia que se advertía desde cien metros. Yo, por mi parte, me sentí bastante mal. No había hecho lo indicado, lo indicado era haberle pegado unas voces: «
¡Oiga, Garzón, no me venga con hostias de la RENFE; yo soy su jefa, así que déjese de zarandajas y compórtese con naturalidad!
».
La gente acepta mucho mejor las broncas que la frialdad educada. Pero me había prohibido el arrepentimiento tanto como la lástima, así que corté en seco mis pensamientos y fui a buscar otro café. Observé en la máquina cómo se iban produciendo las pequeñas maravillas de la mecanización, adelantos bastante inútiles, ya que el personal en pleno prefería seguir cruzando la calle hasta el bar, donde aparte de la excitación de la cafeína, contaban con otros alicientes como la conversación y el ruido estrepitoso.
Aún corría por el ambiente el viento fiero que había producido la ira callada de Garzón al pasar. Me llamó una funcionaria, la víctima estaba lista para declarar. Tiré a la papelera el vasito de plástico y me apresuré. Toda aquella enojosa historia feminista con el subinspector estaba impidiendo que me concentrara en el caso. O quizá se trataba de la seguridad que tenía de que iban a relevarme. Si aquel caso se convertía en el de un violador reincidente a gran escala, adquiriría enseguida notoriedad y me lo quitarían de las manos, a mí y, por supuesto, a mi beligerante compañero. ¿Qué debería hacer entonces? ¿Protestar? Tampoco me funcionaban tan mal las cosas en documentación, allí volvería.
Ante la segunda víctima se repitió la impresión que me había causado la primera: un pequeño e indefenso ratón asustado dispuesto huir. No estaba acompañada, los padres ya se habían ido. Según me contó, uno de sus hermanos la recogería en cuanto le permitiéramos marcharse. Tenía el pelo crespo y teñido de rubio, estropeado por el mal trato de lacas y permanentes. Apenas diecisiete años. Como la primera, no parecía muy deseosa de hablar. Trabajaba en una peluquería del barrio.
—Lavo cabezas y ayudo a limpiar el salón. Por las noches, cierro.
Después de ese último deber la sorprendió el violador. Por lo que había estado consultando en expedientes anteriores, un buen número de violaciones se producía durante el fin de semana, a la salida de bares y discotecas. Aquello daba pie para encauzar las investigaciones con más facilidad. Se peinaba a los asistentes en lugares de diversión cercanos, al círculo de amigos, a algún muchacho que se hubiera significado con su comportamiento a lo largo de la velada, a algún matón. Tal camino quedaba bloqueado en esta ocasión. Sin embargo, el tema de las amistades y relaciones de la muchacha no podía quedar aparcado, en especial ahora que había dos víctimas presuntamente del mismo violador. La marca se convertía en un evidente vínculo entre ambas chicas aunque éstas no se conocían en absoluto.