Corroboró que no le había visto la cara, pero la complexión y estatura coincidían con las descritas por la primera víctima, así como la misteriosa manera de marcarle el brazo.
—Fue con algo que me acercó, hizo presión y noté que me dolía mucho.
—¿Lo llevaba en la mano, ese objeto con el que te hizo la marca, lo empuñaba o algo así?
—No sabría decirle.
—¿Era algo prendido en su muñeca, una pulsera tal vez?
—No lo sé. De repente sentí el dolor, un pinchazo muy fuerte. Empecé a marearme.
Su cara pequeña y poco atractiva estaba desvaída, a punto de borrarse por completo. Era tan frágil que temí que de un momento a otro se replegara sobre sí misma como un simple paraguas o una cajita de resorte.
—Tendrás que darme una lista con los nombres de todos tus amigos. Seguro que tienes muchos amigos, y probablemente algún novio también.
—Mi novio no ha sido. Ni mis amigos tampoco.
—Sólo les haremos algunas preguntas. —Se echó a llorar—. No estoy acusándolos de nada.
De pronto, me di cuenta claramente.
—No quieres que se enteren, ¿es eso?
Siguió llorando sin contestar. Por supuesto que sí, sobre ella recaía la deshonra pasiva, la vergüenza, la mancha; presentarse frente a su enamorado ya nunca sería igual.
—Óyeme bien, tú no tienes ninguna culpa de lo que ha sucedido, no debes avergonzarte.
Asintió impaciente:
—Ya sé, ya me lo han dicho, lo sé.
La asistente social había hecho su labor. Me sentí bastante estúpida intentando descubrir ante aquella chica las reivindicaciones elementales de la mujer. Observé su carita de ratón, uno de esos ratones que hemos cazado en la trampa y podemos contemplar largamente, el pelaje suave, los ojos como dos minúsculos botones. Horas y horas de lavar cabezas hablando sobre lo que se hizo el sábado, sobre los horóscopos, el peinado, la moda, las revistas ilustradas. Probablemente no, no había sido su novio ni ninguno de sus amigos, ratones atrapados como ella, la cola larga y desagradable siguiéndolos a cualquier parte donde van. ¿Y bien, qué habíamos hecho la primera vez? Rastrear una pista circunstancial, demasiado ligera. El muchacho del Tutelar no estaba mintiendo, se comprobó su coartada y era exacta. Esta vez había que profundizar, centrar el tiro.
Puse al corriente por teléfono a Garzón. Contestaba con monosílabos. «
Bien. Bien
.» Él se encargaría de buscar las direcciones de aquellos chicos, de localizarlos e interrogarlos.
—Es necesario hacer lo mismo con los amigos de la hija de la cocinera. ¿Me comprende?
—Lo haré.
Escueto y eficiente como el mecanismo de un reloj. Quizás así, bajo los parámetros de la simple autoridad y el dictado estricto del deber, nuestra relación mejorara. Era evidente, había que aligerar la carga emocional. Por culpa de la jodida carga emocional los deportistas pierden competiciones decisivas, los hombres de negocios dan pasos en falso y un policía puede pifiar una investigación. Frialdad.
Al salir de comisaría me dirigí a mi gimnasio. Siempre lo hacía así. Un policía debe mantener una buena forma física, eso me habían enseñado en la Academia, aunque para estar sentada en el servicio de documentación nunca me hizo falta. Asistía a una concurrida clase de ritmo y musculación. Yo era la alumna más vieja pero, uniformada con mallas y sudando, pronto se borraban las fronteras de la edad. En los vestuarios todas aquellas jovenzuelas decían las mismas tonterías que hubieran dicho de no estar yo presente. Me preguntaban mi opinión acerca de problemas tan ligeros como plumas, se probaban riendo nuevos maillots. Era una experiencia agradable, lograba olvidar todo en aquel ambiente de frivolidad. Pero aquel día, con una pesa de dos kilos en cada mano, las cosas no se me presentaban igual. Difícilmente podía ver a mis compañeras de esfuerzo fuera de un contexto brutal y trágico. Cualquiera de ellas podía ser violada a la salida de clase, marcada con una flor. Todas me parecían susceptibles de ser empujadas a una pesadilla que destrozaría sus mentes y quizá también sus vidas. En cualquier momento, sin una auténtica razón. Pasé la mirada por ellas, las piernas describiendo círculos en el aire, los cuellos erguidos. Comprendí que disfrutar de la vida se me ponía desde entonces un poco difícil. Las muchachas más frágiles parecían las víctimas ideales de aquel hijo de puta. Ése era hasta el momento su único punto en común.
—Y la clase social —dijo Garzón varios días después—. Las dos eran chicas trabajadoras, de escasos recursos familiares, sin cualificación profesional.
—Es verdad. ¿No cree que estamos precipitándonos demasiado considerando los casos como una necesaria correlación?
—Estoy seguro de que las dos violaciones las cometió el mismo tipo. Nadie anda marcando chicas por ahí.
De repente se dio cuenta de que se había mostrado demasiado espontáneo e informal, recordó que estaba enfadado.
—En fin, sólo se trata de mi humilde opinión.
Las pesquisas entre los amigos de las víctimas no habían aportado la más mínima luz. Sin embargo, fueron personalmente reveladoras para mí. Nunca se me hubiera ocurrido pensar en la gran cohorte de jóvenes desheredados que andaba deambulando por la ciudad. No se trataba de marginados, ni de delincuentes; en realidad todos estaban más o menos integrados en la rueda social. Sin embargo, por lo que pude ir comprobando, la rueda parecía pasarles por encima y aplastarlos sin consideración. Si no estaban en paro, desempeñaban empleos salidos del subsuelo laboral. Mensajeros que repartían pequeños paquetes durante horas, montados en frágiles motos, respirando el aire contaminado de las calles. Cajeras de supermercado, siempre de pie, fijadas a sus máquinas registradoras como un apéndice mecánico más. Tomaban autobuses desde barrios extremos hasta el centro, volvían por las noches a sus casas con el tiempo justo para la cena. Los pocos a quienes yo interrogué tenían los ojos cansados, descoloridos, a duras penas reivindicaban su juventud vistiendo descuidadamente o llevando el pelo cortado según la última moda hortera. Aprendices de mecánico, dependientas, mozos de café, todo un lumpen en flor. No sabían nada de las violaciones, no albergaban intuiciones ni sospechas. Tampoco se mostraban indignados por lo que había sucedido, contestaban sin más. Alguien había violado a sus amigas, una putada, sí. Pero sobre sus espaldas plebeyas podían ser cargados montones de cosas sin sentido. Estaban acostumbrados a llevar el peso, a verlas caer sobre ellos sin mucha sorpresa.
—¿Qué haces los domingos?
—Por ahí.
—¿Por ahí?
—Jugar a las máquinas, un rato a la discoteca.
—¿Qué hacía Salomé?
—¿Salomé? Pues lo mismo. Algunos domingos la veía, otros no.
Las familias no estaban en una situación mucho más airosa. Los padres eran obreros, o estaban desempleados y casi la totalidad de las madres realizaban alguna tarea de subsistencia secundaria: fregaban escaleras, limpiaban los cristales en un banco, cosían dobladillos para una fábrica de confección.
—Bonito panorama. Esos chicos no ven la vida color de rosa. ¿No es cierto?
El subinspector Garzón no sabía de qué estaba hablándole.
—¿Y quién la ve?
Ahora me diría que cuando era pequeño tuvo que tirar de un carro lleno de sacos o alguna que otra atrocidad. Pero no, se calló. ¿Quien veía la vida en rosa era yo, una niña pija caída en la policía por casualidad?, ¿una «auténtica intelectual», tal y como dijo el inspector jefe? Me veía obligada a mantener mi desabrimiento en guardia porque en cuanto la bajaba, allí tenía, observándome, los ojos caninos de Garzón.
—Parece claro que las conversaciones con todos estos chicos no nos han llevado a ninguna parte. ¿Sugiere usted otra vía de investigación?
Me miró enarcando sus cejas de médico rural.
—Y no me diga que hará lo que yo le mande, eso ya lo sé.
Se puso ligeramente colorado, cabeceó:
—Yo miraría en los bares de la Verneda. El tipo podría ser cliente habitual de alguno. Quizás estuvo bebiendo mucho esa noche para darse ánimos.
—Muy bien, adelante, no perdamos tiempo, podemos ir ahora mismo.
Tomó una expresión de ironía contenida, como si estuviera burlándose de mí.
—Inspectora, el tipo de bares a que me refiero abre sólo por la noche, como usted debe saber.
Hice como que no advertía la impertinencia.
—De acuerdo, pues nos veremos esta noche. Dígame dónde y a qué hora.
La iniciativa nocturna me hacía polvo. Había pensado pasar una velada tranquila en mi nuevo hogar. No encontraba el momento oportuno para disfrutarlo, integrarme en él, empezar a imprimirle mi sello. ¿Había sido una quimera plantearse una vida semejante? Me negaba a admitir un tópico de tal magnitud. El asunto de las violaciones era sólo una coyuntura pasajera, después todo volvería a su cauce diario. Y ese cauce me proponía controlarlo yo, así como el caudal. Nada de desbordamientos imprevistos, deshielos o sequías, un flujo regular y moderado.
Volví a casa con la intención de descansar un poco, ducharme, cenar. Debía preparar mi paciencia ante la perspectiva enloquecedora de salir de noche con el seductor Garzón. Ojalá no encontrara a Hugo por la calle, hubiera sido insoportable tenerlo por testigo de aquella desairada actividad profesional. Encendí la calefacción y miré los geranios congelados. Quizás había venido Pepe con su invento para resucitarlos y no me había encontrado. Fui a la cocina y escogí un sobre de sopa preparada. «
Las sopas que crean hogar
» rezaba un letrero coloreado. Debajo estaba la fotografía de una atractiva mujer que sujetaba con ambas manos una sopera humeante. Ella y su sopera formaban el hogar, ¿para qué más?, ni siquiera me hacían falta los geranios.
Después de cenar me metí en la bañera en cuya agua había disuelto sales de fresa. Se estaba bien, como formando parte de una macedonia sensual. Cerré los ojos. ¿Cuánto tiempo tardarían en quitarnos el caso? ¿Nos darían siquiera la mínima opción a resolverlo? Muy liadas debían estar las cosas en comisaría para que lo tuviéramos aún. Lo cierto era que a aquellas alturas de mi carrera ya me había resignado a no participar en el servicio activo. Sin embargo, pensar en perder ese caso ahora, me producía una ligera rebelión interior. ¿Qué ocurría? ¿Estaba tomándole gusto al Grupo de Homicidios? No parecía presentar muchas ventajas: horarios irregulares, ambientes deprimentes, mayor responsabilidad. Y todo lejos de la brillante Teoría del Mal que podía construirse con libros y archivos en el servicio de documentación.
Sonó el teléfono. Enseguida pensé que era el subinspector, pero era Hugo. Necesitaba más datos míos para redactar los documentos de venta. ¿De verdad no recordaba el número de mi carné de identidad? Sin duda figuraba en alguno de nuestros papeles de divorcio, así que o no había querido tomarse la molestia de buscarlo o deseaba hablar conmigo por alguna razón. Estaba amable e incluso relajado, el tema de su inminente matrimonio volvió a salir. Se encontraba muy ocupado con los preparativos. Pasarían la luna de miel en París y los asuntos del despacho debían seguir funcionando durante su ausencia.
—Elvira es muy clásica, no quiere viajar a un país exótico, le parece una vulgaridad. Desea pasearse por la orilla del Sena, cenar en los restaurantes del Quartier Latin.
Era la primera vez que citaba su nombre, sonaba bien. Cuando estuve casada con él intentó convencerme varias veces de que cambiara mi nombre de forma legal. Petra le parecía poco distinguido; que mi abuela se llamara así era un accidente que no debía ser determinante de por vida. Le gustaba más Celia. Estuve a punto de hacerle caso, pero felizmente me negué. Sin embargo, desde entonces no era capaz de decirle a alguien mi nombre por primera vez sin sentir un ramalazo de culpabilidad. Petra era en verdad horrible, quizá no hubiera sido mala idea sustituirlo.
—A mí me da igual donde vayamos. Nos queda nuestra vida por delante y tendremos muchas ocasiones de visitar el mundo. ¿No te parece?
—Por supuesto que sí.
Misteriosa situación. ¿Por qué estaba contándome todo aquello? La tragedia del hombre moderno americano se resume en los contactos telefónicos con la ex esposa, un acoso difícil de aguantar: peticiones de aumento de pensión, reproches imprevistos de hace mil años, desasosegadores momentos de ternura que afloran de nuevo. Quizás en el caso hispano fuera al revés y nos tocara a las ex esposas aguantar los envites del pasado. Pensar en Hugo llamándome para hablar conmigo cada vez que se peleara con Elvira me ponía los pelos de punta. Algo inverosímil durante todos aquellos años en los que su honor herido había sido el único soporte de nuestra silenciosa relación. Aunque quizá lo único que ocurría era que Hugo, antes de casarse, quería cerciorarse de que esa circunstancia novedosa no iba a propiciar que dejara de sentirme culpable. Yo me fui, y en los anales del mundo civilizado la mujer nunca se va.
—Sí, Hugo, te queda todo el tiempo para visitar lugares.
¿Qué otra cosa podía decir? Y después de decirlo me sentí de nuevo culpable, como siempre.
Garzón me esperaba en un pub, un sitio cutre con pinta de almacén. Ya había empezado a interrogar al dueño, una especie de gigante con la oreja derecha horadada por un pendiente de latón. Estaba tan cabreado que se le notaba a simple vista, la bofia haciendo preguntas en su bar era mala recomendación ante la clientela, cuanto antes nos largáramos mejor. Sin embargo, la clientela no parecía preocuparse demasiado por nuestra presencia. Abundaban los cabezas rapadas y las chicas con mallas negras y cazadoras de plástico. La música rebotaba contra las paredes desnudas y volvía al centro de la sala con un eco amenazador que estaba entre el fondo de una tormenta y el ruido de un trasatlántico en alta mar. Tuve ganas de salir zumbando de allí y, por primera vez, admiré la profesionalidad de Garzón. Estaba impertérrito, inmune al estrépito y la hostilidad, dirigiendo preguntas al oído del dueño, enseñándole fotos de las chicas violadas, comprobando horarios sin inmutarse, como si toda su vida hubiera discurrido por tugurios juveniles como aquel. Al cabo de un rato me hizo un gesto con la cabeza y salimos. Yo no había abierto la boca ni estado atenta a su conversación.
—No sabe nada, pero si lo hubiera sabido tampoco creo que hubiera abierto el pico. Tiene toda la pinta de ser un... mal bicho.
Comprendí que, tras aquella dubitación, hubiera debido restallar la palabra «
cabrón
», pero el subinspector seguía haciendo concesiones a mi feminidad. Fuimos al segundo bar de su lista que tampoco resultó un salón de té. Hasta entonces no me había dado cuenta del dominio que mi compañero tenía sobre lo que se denomina «la calle» en lenguaje policial. El tono que empleaba en los interrogatorios era neutro pero firme, y gastaba una amabilidad correosa que se convertía en amenaza velada al menor descuido de su interlocutor. No resultaba chulo, ni demasiado cínico, ni excesivamente cortés. Había pateado muchos bares en su vida, de eso no me cabía duda. Aquí el dueño era un tipo bastante anodino que insistió en invitarnos a una cerveza pero no habló. No sabía nada ni conocía a nadie que pudiera servirnos.