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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

Retrato de un asesino (29 page)

BOOK: Retrato de un asesino
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En aquella época no se analizaban los fluidos corporales, como la sangre, la orina y el humor vítreo, para detectar alcohol o drogas. Si lo hubiesen hecho, los médicos habrían descubierto que Annie estaba bajo la influencia del alcohol en el momento de su muerte. Cuanto más ebria estuviese, más conveniente habría sido para su asesino.

Los cortes que presentaba Annie en el cuello estaban localizados en «la parte izquierda de la columna», eran paralelos y se hallaban separados por un espacio de alrededor de un centímetro. El asesino había tratado de decapitarla. Éste debía de ser diestro — suponiendo que la atacase por la espalda—, ya que las incisiones eran más profundas del lado izquierdo. Los pulmones y el cerebro de Annie mostraban signos de una enfermedad en estado avanzado y, a pesar de su obesidad, estaba desnutrida.

Durante el proceso, el doctor Phillips dio su opinión sobre la secuencia de hechos que había conducido a la muerte de Annie: se le había impedido respirar y el corazón se había detenido a causa de la pérdida de sangre. La muerte, dijo, había sido consecuencia de un «síncope», o un brusco descenso de la presión arterial. Imagino lo que habría declarado la doctora Marcella Fierro, la jefe del Departamento de Patología Forense de Virginia, si hubiera estado presente. A buen seguro, que la caída de la presión arterial fue el mecanismo de la muerte, no su causa, pues la tensión baja por fuerza cuando una persona está moribunda, y los muertos no tienen tensión arterial.

La respiración, el corazón y la digestión se detienen y las ondas cerebrales se vuelven planas. Decir que alguien falleció debido a una parada cardíaca o respiratoria, o a un síncope, es como explicar que la causa de que una persona esté ciega es que ésta no puede ver. Lo que el doctor Phillips debió exponer al jurado es que Annie había muerto a causa a una hemorragia masiva por heridas incisopunzantes en el cuello. Nunca he entendido la lógica de los médicos que hacen constar como causa de la muerte la parada cardíaca o respiratoria en un certificado de defunción, con independencia de si el pobre infeliz murió de un balazo, apuñalado, golpeado, ahogado o atropellado por un coche o por un tren.

Durante el proceso para esclarecer el asesinato de Annie Chapman, un miembro del jurado interrumpió al doctor Phillips para preguntar si habían tomado fotografías de los ojos de Annie, por si la imagen del asesino hubiera quedado grabada en sus retinas. El médico respondió que no y concluyó de manera súbita su testimonio indicando al juez Baxter que la información que había dado era suficiente para justificar la muerte de la víctima y que entrar en mayores detalles «sólo serviría para herir los sentimientos del público y los miembros del jurado». Como era de esperar, añadió: «Me atendré a su decisión.»

Pero Baxter no estaba de acuerdo y respondió que «por doloroso que sea, es necesario en interés de la justicia» mencionar los pormenores relativos a la muerte de Annie Chapman. Entonces el doctor Chapman contraatacó: «Si he de referirme a las heridas de la parte inferior del cuerpo, quiero repetir mi opinión de que sería sumamente imprudente por demás hacer públicos los resultados de mi examen. Estos detalles son aptos para sus oídos, señoría, y para los del jurado, pero darlos a conocer a todos sería de muy mal gusto.» En este punto el juez de instrucción Baxter pidió a las mujeres y a los niños que abandonasen la concurrida sala. Añadió que «nunca había oído que se solicitara permiso para omitir una prueba».

El doctor Phillips mantuvo su recatada postura, e insistió varias veces en que el juez ahorrase al público el resto de los detalles. Denegada su petición, no tuvo más remedio que revelar todo lo que sabía tanto sobre las mutilaciones que había sufrido Annie Chapman como acerca de los órganos y tejidos que se había llevado el asesino. Declaró que si él hubiera sido el criminal, no habría podido tardar menos de quince minutos en infligir heridas semejantes. Y si él, como médico, hubiera causado esos daños con deliberación y habilidad, calculaba que habría necesitado «la mayor parte de una hora».

Cuantos más detalles le obligaron a divulgar, más se alejó el doctor Phillips de la verdad. Además de repetir la absurda deducción de que a Mary Ann Nichols le habían cortado el abdomen antes que la garganta, especuló con que el móvil del asesinato de la mujer había sido el robo de «partes del cuerpo». Añadió que el asesino debía de tener conocimientos anatómicos y una profesión que lo había familiarizado con las técnicas de la disección y la cirugía. Se planteó la posibilidad de usar sabuesos en la investigación, pero el doctor Phillips señaló que no serviría de mucho ya que la sangre pertenecía a la víctima y no al asesino. No se le ocurrió pensar —como quizás a ninguno de los presentes— que los sabuesos no se llaman así sólo porque son capaces de captar el olor de la sangre
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Las contradicciones de las declaraciones de los testigos no se resolvieron ni durante el proceso ni con posterioridad. Según el informe meteorológico del día, si a Annie la habían matado a las cinco y media de la mañana, como inducían a pensar los testimonios, la habrían atacado poco antes de que saliera el sol. Habría sido más que arriesgado lanzarse sobre una víctima, seccionarle la garganta y extirparle las vísceras en una zona superpoblada y poco antes del amanecer, sobre todo en un día de mercado, cuando la gente salía temprano.

El presidente del jurado sugirió una posibilidad más verosímil: cuando John Richardson se sentó en el umbral para recortar su bota, la puerta trasera estaba abierta y, puesto que se abría hacia la izquierda, donde se encontraba el cadáver, le impidió verlo aunque sólo estuviese a unos sesenta centímetros de distancia. Richardson no lo contradijo del todo, pues admitió que como no había terminado de entrar en el patio, no podía asegurar que el cuerpo no estuviera allí mientras reparaba la bota. No creía que hubiera sucedido de ese modo, pero todavía era de noche cuando se había detenido en casa de su madre, y él estaba interesado en la puerta del sótano y en su bota, no en el espacio que había entre la parte trasera de la casa y la valla.

Las declaraciones de Elisabeth Long son más problemáticas. Aseguró haber visto a una mujer hablando con un hombre a las cinco y media, e insistió en que esa mujer era Annie Chapman. De ser cierto, a Annie la habían asesinado y mutilado al alba, y, por tanto, debería llevar menos de media hora muerta cuando descubrieron su cadáver. Elisabeth no se fijó bien en el hombre que la acompañaba e indicó a la policía que no lo reconocería si volviera a verlo. Añadió que llevaba una gorra de cazador marrón y quizás un abrigo oscuro, y que era «un poco» más alto que Annie, lo que significaría que era muy bajo, ya que Annie medía apenas un metro con cincuenta y cinco centímetros. El individuo en cuestión parecía «extranjero», tenía más de cuarenta años y aspecto «desastrado, distinguido».

Son muchos detalles para que Elisabeth los observase mientras pasaba junto a dos extraños en la oscuridad que precede al alba. No era infrecuente ver a las prostitutas con sus clientes en la zona, y Elisabeth Long debía de saber que le convenía ocuparse de sus asuntos, de manera que es difícil que se detuviera a mirar. Además, si la conversación entre el hombre y la mujer le pareció amistosa, no tenía muchos motivos para fijarse en ellos. Lo cierto es que ignoramos la verdad, pues desconocemos si estos testigos eran fiables.

Era una mañana fría y con niebla. Londres estaba muy contaminada. El sol no había salido aún. ¿Qué tal era la vista de Elisabeth? ¿Y la de Richardson? Las gafas eran un lujo vedado a los pobres.

Además, en las investigaciones policiales no es inusual que una persona se entusiasme porque vio algo y está deseosa de ayudar. Por lo general, cuanto más se interroga al testigo, más detalles recuerda éste, igual que cuanto más se pregunta a un culpable, mas complejas y rebuscadas se vuelven sus mentiras.

Son pocos los datos que puedo dar por ciertos en el caso de Annie Chapman: no la dejaron inconsciente mediante la «asfixia» o el estrangulamiento, de lo contrario habría tenido hematomas en el cuello; aún llevaba puesto su pañuelo cuando la asesinaron y si le hubieran apretado el cuello, éste habría dejado una marca o abrasión; su cara parecía «abotargada», sí, pero quizá porque era rechoncha y mofletuda. Si murió con la boca abierta, la lengua podría haber asomado por el hueco de los dientes que le faltaban.

El juez de instrucción Baxter dio por finalizado el proceso expresando su opinión: «Nos hallamos ante un asesino poco común, [que comete sus crímenes] no por celos, venganza o intención de robar, sino por motivos más horribles que los muchos que aún deshonran a nuestra civilización, obstaculizan el progreso y manchan las páginas de la cristiandad.» El jurado dictó el veredicto de «homicidio premeditado por persona o personas desconocidas».

Tres días después, el martes por la tarde, una niña notó unas «marcas» extrañas en el patio adyacente al del número 25 de Hanbury Street, a dos patios de donde habían asesinado a Annie Chapman. La niña corrió a buscar a un policía. Eran manchas de sangre seca y formaban un rastro de entre un metro cincuenta y un metro ochenta de longitud en la dirección de la puerta trasera de una ruinosa casa atestada de inquilinos. La policía llegó a la conclusión de que el Destripador había pasado a través o por encima de la valla que separaba los patios, y que en un intento de eliminar parte de la sangre de su abrigo, se lo había quitado y lo había sacudido contra la pared trasera de la casa del número 25, lo que explicaría la sangrienta mancha y las «salpicaduras». Luego los agentes encontraron un trozo de papel arrugado y lleno de sangre, y dedujeron que el Destripador lo había usado para limpiarse las manos. Al final, dieron por sentado que Jack el Destripador había huido del escenario del crimen por donde había llegado.

Esta conclusión tiene sentido. En los crímenes premeditados, el asesino planea a conciencia su entrada y su salida, y una persona tan meticulosa y calculadora como Sickert se habría ocupado de buscar una vía de escape con antelación. Dudo que abandonara el lugar de los hechos trepando la valla, cuyas estacas estaban desvencijadas y peligrosamente separadas entre sí; de lo contrario, es fácil que la hubiese roto o manchado de sangre. Habría sido más lógico que huyera por el patio contiguo, que conducía a la calle.

Desde allí pudo entrar y salir por puertas y pasadizos de «oscuridad infernal, en los que no brillaba ni una sola farola», como describió un reportero el escenario del crimen, un lugar «donde un asesino con suficiente frialdad puede pasar inadvertido a poco que se lo proponga». A lo largo de Hanbury Street, las puertas no tenían llave y las vallas estaban desgastadas por los elementos que rodeaban patios y «basurales», esto es, los solares de casas derribadas donde la policía no se atrevía a entrar. A menos que Sickert se comportase de manera sospechosa, si alguien lo hubiera visto lo habría tomado por una de tantas figuras sombrías, sobre todo si vestía ropa acorde con el entorno. Como buen actor, hasta es posible que le diera los buenos días a un desconocido.

Sickert pudo envolver la carne y los órganos de Annie Chapman en papel o tela. Pero habría dejado salpicaduras y manchas de sanare, y la moderna ciencia forense habría encontrado un rastro mucho mayor que el que descubrió la niña. En la actualidad disponemos de sustancias químicas y fuentes de luz alterna capaces de detectar la sangre con facilidad, pero en 1888 se necesitaron los ojos de una criatura para hallar las extrañas «marcas» en el suelo. Dado que no se practicaron análisis de sangre, no podemos afirmar con seguridad que aquélla perteneciera a Annie Chapman. Es posible que Sickert tuviera la costumbre de observar a las prostitutas con sus clientes antes de lanzarse a matar. Tal vez hubiera visto a Annie en el pasado y supiera que tanto ella como otras prostitutas solían usar los pasadizos y patios del número 29 de Hambury y de las casas adyacentes con fines «inmorales». Puede que la estuviera vigilando la madrugada en que la mató. «Espiar» a la gente mientras se viste o se desviste, o mientras mantiene relaciones sexuales, es propio de un delincuente sexual. Los psicópatas violentos son
voyeurs.
Acechan, observan, fantasean y luego matan o violan, o ambas cosas.

Contemplar cómo una prostituta ofrece sus servicios a un cliente podría haber sido una especie de preámbulo sexual para Sickert. Tal vez se aproximase a Annie Chapman justo después de que su cliente la dejara. Cabe la posibilidad de que le pidiera relaciones, esperase a que ella se volviera y luego la agrediera. O puede que saliera de entre las sombras, la atacase por la espalda y le echara la cabeza atrás cogiéndola de la barbilla, donde estaban los moretones. Los cortes de la garganta seccionaron la tráquea, lo que le impediría emitir sonido alguno. En cuestión de segundos la tiró al suelo y le subió la ropa para cortarle el abdomen. No es preciso tener tiempo ni habilidad para destripar a una persona. No es necesario ser cirujano o patólogo forense para encontrar el útero, los ovarios y otros órganos internos.

 

No se requiere precisión quirúrgica para extirpar el útero y parte de la pared abdominal, incluyendo el ombligo, la zona superior de la vagina y la mayor parte de la vejiga, y sería difícil incluso para un cirujano «operar» en un estado de frenesí y en la oscuridad.

Pero el doctor Phillips estaba convencido de que el asesino tenía conocimientos de anatomía o de los procedimientos quirúrgicos, y que había utilizado un «pequeño cuchillo de amputar o un cuchillo de carnicero estrecho y delgado, con la hoja afilada y de entre quince y veinte centímetros de longitud».

Sickert no habría necesitado familiarizarse con la cirugía o las prácticas de la medicina interna para saber algo de los órganos pelvianos femeninos. La parte superior de la vagina está conectada al útero, y la vejiga se encuentra encima. Suponiendo que el trofeo que buscaba Sickert fuese el útero, no tuvo más que extirparlo en la oscuridad llevándose también el tejido circundante. Esto no es cirugía, sino el expeditivo acto de cortar y sacar. Cabe suponer que conocía la ubicación anatómica de la vagina; que sabía que ésta se encontraba cerca del útero. Pero aunque no lo supiera, en aquel entonces había muchos libros disponibles sobre cirugía.

La
Anatomía de Gray,
que iba ya por su sexta edición en 1872, contenía esquemas detallados de los «órganos de la digestión» y los «órganos de reproducción femeninos». Era muy probable que una persona como Sickert, cuya vida había quedado marcada para siempre por la cirugía, sintiera interés por la anatomía, sobre todo por los genitales femeninos y los órganos reproductores. Yo diría que un hombre con su curiosidad, inteligencia y temperamento obsesivo habría echado un vistazo al manual de Gray o al
Bell’s Great Operations of Surgery
(1821), ilustrado con láminas en color de Thomas Landseer, el hermano del célebre pintor Victoriano de animales Edwin Landseer, cuya obra debía de conocer Sickert.

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