—Exacto. Pase lo que pase, no te levantes. —Marek le dio una palmada en el hombro—. Con un poco de suerte, saldrás sano y salvo.
—Dios santo —susurró Chris.
La tierra volvió a temblar con la carga de otros dos caballos.
Tras dejar la estacada, pasaron entre numerosas tiendas de campaña dispuestas en torno al palenque. Eran tiendas pequeñas y circulares, con listas y líneas en zigzag de vistosos colores. Junto a ellas estaban amarrados los caballos. Pajes y escuderos corrían de un lado a otro, acarreando piezas de armadura, sillas de montar, cubos de agua y brazadas de heno. Algunos pajes hacían rodar unos barriles. Al moverse, los barriles emitían una especie de murmullo.
—Esos barriles contienen arena —explicó Marek—. Introducen ahí las lorigas y, con el movimiento, la arena actúa como abrasivo, eliminando el óxido.
—Ajá —respondió Chris. Intentaba concentrarse en los detalles para no pensar en lo que se avecinaba. Pero se sentía como si fuera camino del patíbulo.
Entraron en una tienda donde aguardaban tres pajes. Al fondo ardía una hoguera para calentar el espacio. Las distintas partes de la armadura estaban sobre un paño extendido en el suelo. Marek las inspeccionó brevemente y por fin dijo:
—Todo en orden.
A continuación se volvió para marcharse.
—¿Adónde vas? —preguntó Chris.
—A otra tienda, para vestirme.
—Pero yo no sé cómo…
—Los pajes te pondrán la armadura —informó Marek, y salió.
Chris contempló la armadura desmontada, fijándose especialmente en el yelmo, que tenía una especie de morro en punta, como el pico de un pato, y tan sólo una estrecha rendija para mirar. Pero al lado vio otro yelmo de aspecto más corriente y pensó que…
—Mi buen escudero, con vuestro permiso. —Le hablaba el paje principal, un poco mayor y mejor vestido que los otros. Era un muchacho de unos catorce años. Señalando al centro de la tienda, dijo—: Os ruego que os pongáis aquí.
Chris se colocó donde le indicaba y de inmediato notó el contacto de muchas manos. Lo desvistieron en un instante, dejándole sólo los calzones y la camisa de hilo. Al verlo sin ropa, los pajes reaccionaron con susurros de preocupación.
—¿Habéis estado enfermo, escudero? —preguntó uno de ellos.
—Pues… no…
—¿Habéis pasado unas fiebres o alguna otra dolencia que ha debilitado vuestro cuerpo hasta este punto?
—No —respondió Chris con expresión ceñuda.
Comenzaron a armarlo en silencio. Le pusieron primero unas gruesas calzas de fieltro, y luego una camisa de manga larga y voluminoso guateado que se abotonaba por delante. Le pidieron que doblara los brazos. La tela era tan gruesa que Chris apenas pudo flexionar los codos.
—La notáis rígida porque está recién lavada, pero enseguida empezará a darse.
Chris tenía sus dudas al respecto. Dios mío, pensó, casi no puedo moverme, y aún no me han puesto la armadura. Los pajes le ciñeron sucesivas placas de metal a las pantorrillas, rodillas y muslos. Después siguieron con los brazos. Una vez sujeta cada una de las piezas, le pedían que moviera los miembros para asegurarse de que las correas no estaban demasiado apretadas.
A continuación le vistieron la loriga, pasándosela por la cabeza. El peso le oprimió los hombros. Mientras le ataban el peto, el paje principal le hizo una serie de preguntas, a ninguna de las cuales supo qué contestar.
—Al montar, ¿tendéis a sentaros hacia la peineta o hacia la barda delantera?… ¿Lanza en ristre o embrazada?… ¿Usáis el arzón para afirmaros o montáis suelto?
Chris respondía con evasivos murmullos. Siguieron añadiendo piezas a la armadura, acompañadas de más preguntas.
—¿Escarpe rígido o flexible?… ¿Espada en zurda o en diestra?… ¿Bacinete bajo el yelmo, o no?
Chris notaba el gradual aumento de peso sobre el cuerpo, así como una creciente inmovilidad a medida que le cubrían de metal las articulaciones. Los pajes trabajaban deprisa, y en cuestión de minutos Chris estuvo totalmente guarnecido. Se apartaron para examinarlo a distancia.
—¿Todo bien, escudero?
—Sí —respondió Chris.
—Y ahora el yelmo.
Chris llevaba ya una especie de casquete metálico, pero los pajes cogieron el yelmo con el morro en punta y se lo encajaron. Chris quedó sumido en la oscuridad, sintiendo el peso del yelmo sobre los hombros. Veía sólo lo que tenía enfrente, a través de la rendija horizontal.
El corazón se le aceleró. Le faltaba el aire. No podía respirar. Tiró del Yelmo, tratando de levantar la visera, pero no lo consiguió. Estaba atrapado. Oyó su propia respiración, amplificada por el metal. Su aliento calentaba el reducido espacio interior del yelmo. Chris se ahogaba. Le faltaba el aire. Agarró el yelmo y, forcejeando, trató de quitárselo.
Los pajes se lo sacaron y lo miraron con curiosidad.
—¿Estáis bien, escudero?
Chris tosió y asintió con la cabeza, sin atreverse a hablar. No quería volver a ponerse aquello en la cabeza nunca más. Pero los pajes salían ya de la tienda para guiarlo hasta su montura.
Dios bendito, pensó Chris al ver el caballo.
Era descomunal y llevaba a cuestas más metal que él mismo. Una pieza de hierro labrado le cubría la cabeza, y otras varias el pecho y los flancos. Brioso y retozón pese a la armadura, resoplaba y tiraba de las riendas que sujetaba el paje. Era un auténtico caballo de guerra y tenía mucho más nervio que cualquiera de los animales que Chris había montado antes. Pero no era ésa su mayor preocupación. Lo que realmente le inquietaba era la envergadura. La condenada bestia era tan grande que Chris no veía por encima de ella. Para colmo, la silla de madera estaba alzada, haciendo aún más alto al caballo. Los pajes lo miraban expectantes, aguardando. Aguardando ¿a qué? A que él montara, probablemente.
—Esto…, ¿cómo tengo que…?
Sorprendidos, los pajes parpadearon. El paje principal se adelantó y dijo con delicadeza:
—Agarraos ahí, escudero, a la madera, y subid.
Chris alargó el brazo, pero apenas llegaba al arzón, un rectángulo de madera tallada en la parte delantera de la silla. Se aferró con las puntas de los dedos a la madera, dobló la rodilla y metió el pie en el estribo.
—Escudero, mejor con el pie izquierdo —advirtió el paje.
Por supuesto. El pie izquierdo. Chris lo sabía, pero estaba tan tenso y confuso que era incapaz de pensar con claridad. Sacudió el pie para librarlo del estribo. Pero alguna pieza de la armadura se le había trabado en él. Se inclinó torpemente para desprenderse el estribo del pie. Después de varios tirones, seguía atascado. Finalmente, cuando logró soltarse, perdió el equilibrio y cayó de espaldas junto a los cascos traseros del animal. Horrorizados, los pajes se apresuraron a apartarlo a rastras del caballo.
Lo pusieron en pie y luego, los tres a una, lo ayudaron a montar. Notó la presión de sus manos en las nalgas mientras se alzaba en el aire, pasaba la pierna sobre el lomo del caballo —proceso harto difícil— y caía ruidosamente en la silla.
Chris miró al suelo, viéndolo muy lejos de él. Tenía la sensación de hallarse a tres metros de altura. En cuanto montó, el caballo empezó a relinchar y sacudir la cabeza, volviéndose y lanzándole dentelladas a las piernas. Este condenado caballo intenta morderme, pensó.
—¡Las riendas, escudero! ¡Debéis sofrenarlo!
Chris dio un tirón de riendas. El gigantesco caballo, haciendo caso omiso, siguió firme en su empeño de morderle.
—¡Dadle una lección, escudero! ¡Con vigor!
Chris tiró con tal fuerza de las riendas que temió romperle el cuello al animal. Ante eso, el caballo se limitó a resoplar por última vez y miró al frente, por fin calmado.
—Bien hecho, escudero.
Se oyó un son de trompetas, varias notas largas.
—Esa es la primera llamada a las armas —dijo el paje principal—. Debemos ir al palenque.
Los pajes cogieron las riendas del caballo y lo llevaron al campo cubierto de hierba.
Era la una de la madrugada. En su despacho de la ITC, Robert Doniger mantenía la vista fija en la entrada de las instalaciones subterráneas, iluminada por las luces intermitentes de seis ambulancias estacionadas alrededor. Oía crepitar las radios de los enfermeros y observaba a la gente que salía por la boca del túnel. Vio aparecer a Gordon y al muchacho que había llegado horas antes con el grupo de historiadores, Stern. Ambos parecían ilesos.
Vio reflejarse en el cristal de la ventana la imagen de Kramer cuando ésta entró en el despacho. Notó que tenía la respiración agitada. Sin volverse a mirarla, preguntó:
—¿Cuántos heridos hay?
—Seis. Dos en estado grave.
—¿Muy grave?
—Heridas de metralla y quemaduras por inhalación tóxica.
—En ese caso habrá que llevarlos al HU —dijo Doniger. Se refería al hospital universitario de Albuquerque.
—Sí —convino Kramer—. Pero ya les he dado instrucciones sobre lo que deben decir. Un accidente en el laboratorio, y todo eso. Y he telefoneado a Whittle, nuestro contacto en el HU, para recordarle nuestro último donativo. No creo que haya problemas.
Doniger seguía mirando por la ventana.
—Podría haberlos —repuso.
—Los de relaciones públicas pueden controlar la situación.
—O quizá no —dijo Doniger.
En los últimos años, la ITC había creado un departamento de publicidad, con veintiséis personas repartidas por todo el mundo. Su misión no consistía en dar publicidad a la empresa sino, por el contrario, en evitarla. La ITC, explicaban a quienes acudían en busca de información, se dedicaba a la fabricación de componentes cuánticos superconductores para magnetómetros y escanógrafos clínicos. Dichos componentes se describían como un complejo dispositivo electromecánico de unos quince centímetros de longitud. Los comunicados de prensa, repletos de especificaciones sobre la tecnología cuántica, eran mortalmente aburridos.
Para el caso infrecuente de que un periodista siguiera mostrando interés, la ITC organizaba con gran entusiasmo una visita guiada a la sede de Nuevo México. En el recorrido por las instalaciones, los periodistas accedían sólo a una restringida selección de laboratorios. A continuación, en una amplia sala de reuniones, asistían a una conferencia sobre el método de fabricación de los componentes: las espirales del gradiómetro en el interior, el blindaje superconductor y los cables eléctricos en el exterior. Las explicaciones giraban en torno a las ecuaciones de Maxwell y la electrodinámica. Casi invariablemente, los periodistas abandonaban sus reportajes. En palabras de uno de ellos: «Es tan apasionante como una cadena de montaje para secadores de pelo».
Así había conseguido Doniger mantener en secreto el descubrimiento científico más extraordinario de finales del siglo
XX
. En parte, este secretismo venía motivado por el instinto de supervivencia: otras compañías, como la IBM o Fujitsu, habían iniciado sus propias investigaciones en el campo de la tecnología cuántica, y si bien Doniger les llevaba una ventaja de cuatro años, no le convenía que la competencia supiera hasta dónde había llegado exactamente.
Por otra parte, era consciente de que el proyecto se hallaba aún en fase de desarrollo, y para completarlo necesitaba la máxima reserva. Como él mismo decía a menudo con una sonrisa de niño: «Si la gente supiera qué nos traemos entre manos, sin duda intentarían detenernos».
No obstante, Doniger sabía que sería imposible ocultar indefinidamente la verdadera naturaleza de sus actividades. Tarde o temprano, quizá de manera accidental, saldría todo a la luz. Y cuando eso ocurriera, sería él personalmente quién tuviera que afrontar la situación.
Su duda era si el momento había ya llegado.
Vio marcharse las ambulancias, sus sirenas ululando.
—Piensa cómo están las cosas —dijo Doniger a Kramer—. Hace dos semanas esta empresa trabajaba dentro de un total hermetismo. Nuestro único problema era esa periodista francesa. Luego se produjo la muerte de Traub. Ese viejo depresivo puso en peligro a toda la empresa. La muerte de Traub nos trajo a ese policía de Gallup, que continúa husmeando. Luego vino Johnston. Luego sus ayudantes. Y ahora tenemos a seis técnicos camino del hospital. Es ya demasiada gente, Diane. Demasiada publicidad.
—¿Crees que va a escapársenos de las manos? —preguntó Kramer.
—Posiblemente. Pero haré lo posible por evitarlo, sobre todo considerando que pasado mañana me entrevistaré con tres potenciales miembros del consejo de administración. Así que evitemos cualquier filtración.
Kramer asintió con la cabeza.
—Estoy convencida de que podemos mantener el asunto bajo control.
—Muy bien —dijo Doniger, volviéndose hacia ella—. Ocúpate de que ese Stern pase la noche en una de nuestras habitaciones libres. Asegúrate de que duerme bien y bloquéale el teléfono. Quiero que mañana Gordon no se despegue de él ni un segundo. Enseñadle las instalaciones, o haced lo que se os ocurra. Pero no lo dejéis solo. Quiero una teleconferencia con los de relaciones públicas para mañana a las ocho. Quiero un informe sobre el estado de la sala de tránsito a las nueve. Y quiero una rueda de prensa a las doce. Ponte en contacto con todo el mundo ahora mismo para que estén preparados.
—De acuerdo —contestó Kramer.
—Quizá no pueda mantener esto bajo control, pero te aseguro que voy a intentarlo. —Mirando de nuevo por la ventana, observó con expresión ceñuda a la gente congregada en la oscuridad ante la boca del túnel—. ¿Cuánto tardarán en poder entrar a la cavidad?
—Nueve horas.
—¿Y podremos entonces organizar una operación de rescate? ¿Enviar a otro equipo? Kramer carraspeó. —Bueno…
—¿Tienes algún problema en la garganta, o eso significa que no?
—Todas las máquinas han quedado destruidas por la explosión, Bob.
—¿Todas?
—Sí, eso creo.
—Así pues, ¿sólo podemos reconstruir la plataforma y esperar de brazos cruzados a ver si vuelven sanos y salvos?
—Sí, eso es —respondió Kramer—. No hay manera de rescatarlos.
—Entonces confiemos en que sepan lo que hacen, porque están solos —dijo Doniger—. Deseémosles suerte; van a necesitarla.
Por la estrecha rendija de la visera del yelmo, Chris Hughes vio que un público selecto —damas en su mayoría— ocupaba ya las tribunas y la plebe se aglomeraba tras la cerca de estacas. Chris se encontraba en el extremo oriental del campo, acompañado de sus pajes, que intentaban controlar el caballo; éste, asustado por el vocerío de la multitud, había empezado a corcovear y encabritarse. Los pajes entregaron a Chris una lanza listada, que a él se le antojó absurdamente larga e imposible de manejar. Chris la sostuvo por un momento, pero se le cayó en una de las sacudidas del caballo.