Entretanto, el caballero desmontó, se desató los cordones del yelmo y se descubrió. Era un hombre alto y robusto, sumamente apuesto y bien parecido. Tenía el cabello oscuro y rizado, ojos castaños, labios carnosos y sensuales, y un peculiar brillo en los ojos, como si contemplara con burlona ironía las insensateces de este mundo. Por su tez morena y sus facciones, se habría dicho que era español.
Cuando terminaron de vendar a Kate, el caballero sonrió, exhibiendo una perfecta dentadura blanca.
—Si me hacéis el gran honor de acompañarme —dijo, y los llevó al monasterio y, una vez allí, a la iglesia.
Junto a la puerta lateral de la iglesia, había un grupo de soldados, algunos de pie y otros a caballo, con el estandarte verde y negro de Arnaut de Cervole.
Cuando se aproximaban a la iglesia, los soldados hacían reverencias al caballero y decían: «Mi señor… Mi señor…».
Detrás de él, Chris dio un codazo a Kate.
—Es él.
—¿Quién?
—Arnaut.
—¿Ese caballero? No es posible.
—Fíjate en la actitud de los soldados al verlo.
—Así pues, Arnaut nos ha salvado la vida —concluyó Kate.
La ironía de aquello no pasó inadvertida a Chris. En los tratados de historia medieval escritos en el siglo
XX
, siempre se presentaba a sir Oliver casi como un santo-soldado, en tanto que Cervole aparecía como un personaje siniestro, «uno de los grandes malhechores de su tiempo», en palabras de un historiador. Sin embargo, por lo que podía verse, la verdad contradecía a los textos de historia. Oliver era un despreciable granuja, y Cervole un gallardo modelo de comportamiento caballeresco… a quien ahora le debían la vida.
—¿Y André? —preguntó Kate.
Chris movió la cabeza en un gesto de negación.
—¿Estás seguro?
—Creo que sí. Me pareció verlo en el río.
Kate guardó silencio.
Frente a la iglesia de Sainte-Mère, largas filas de hombres maniatados guardaban turno para entrar. En su mayoría, eran soldados de Oliver, vestidos de marrón y gris, pero había también unos cuantos campesinos con tosca indumentaria. Chris calculó que en total ascendían a cuarenta o cincuenta. Cuando pasaron junto a ellos, les lanzaron hoscas miradas. Algunos estaban heridos, y todos parecían extenuados.
Uno de ellos, un soldado de marrón, comentó a otro en tono sarcástico:
—Ahí va el noble bastardo de Narbona, el que se ocupa del trabajo demasiado sucio incluso para Arnaut.
Chris intentaba aún interpretar sus palabras cuando el apuesto caballero se volvió bruscamente.
—¿Cómo dices? —preguntó con voz estentórea, y al instante agarró al hombre por el pelo, le echó atrás la cabeza y, usando la otra mano, lo degolló con una daga.
La sangre salió a borbotones de la garganta del soldado y empapó su pecho. El hombre permaneció en pie por un momento, emitiendo un sonido gutural.
—Has pronunciado tu último insulto —dijo el apuesto caballero, y se quedó ante el Soldado, viendo brotar la sangre, sonriendo mientras los ojos de su víctima se desorbitaban de terror.
El soldado siguió de pie. A Chris se le antojó que la escena duraba una eternidad, pero debió de prolongarse durante treinta o cuarenta segundos. El apuesto caballero se limitó a observar en silencio, inmóvil, la sonrisa fija en sus labios.
Por fin, el hombre cayó de rodillas y agachó la cabeza, como si rezase. Con parsimonia, el caballero apoyó un pie bajo el mentón del hombre y lo empujó hacia atrás. Luego observó los últimos estertores del soldado, que continuaron otro minuto poco más o menos. Finalmente expiró.
El apuesto caballero se agachó para enjugar la hoja de la daga en las calzas del cadáver y limpiarse el zapato ensangrentado con su sayo. Después se irguió y, mirando a Chris y Kate, inclinó la cabeza.
Y entraron en la iglesia de Sainte-Mère.
El humo oscurecía aún el interior de la iglesia. La nave era un espacio amplio y despejado; tendrían que pasar aún otros doscientos años hasta que los bancos se convirtieran en un elemento habitual de las iglesias. Chris y Kate se quedaron al fondo, acompañados por el apuesto caballero, que por lo visto no tenía inconveniente en esperar. A un lado vieron cuchichear a un apretado corrillo de soldados.
Un caballero solitario con armadura oraba de rodillas en el centro de la iglesia.
Chris se volvió para mirar a los soldados, enzarzados en una acalorada discusión a juzgar por sus vehementes susurros. Pero no imaginó cuál podía ser el motivo de la disputa.
Mientras aguardaban, Chris notó un goteo en el hombro. Alzó la vista y vio a un hombre ahorcado justo encima de él, girando lentamente en el extremo de la soga. Una de sus piernas chorreaba orina. Chris se apartó de la pared y vio media docena de cuerpos maniatados que colgaban de la balaustrada de la galería. Tres llevaban el sobreveste rojo de Oliver, dos parecían campesinos, y el último vestía un hábito blanco de monje. Dos hombres sentados en el suelo observaban en silencio mientras arriba ataban más cuerdas; mantenían una actitud pasiva, aparentemente resignados a su destino.
En el centro de la iglesia, el hombre de la armadura se santiguó y se puso en pie. En ese momento el apuesto caballero anunció:
—Mi señor Arnaut, aquí tenéis a los ayudantes.
—¿Eh? ¿Qué decís? ¿Los ayudantes? —El caballero se volvió. Arnaut de Cervole era un hombre enjuto de unos treinta y cinco años, con un rostro alargado y desagradable de expresión maliciosa. A causa de un tic facial, contraía continuamente la nariz como una rata husmeando. Tenía la armadura salpicada de sangre. Los miró con semblante aburrido—. ¿Habéis dicho ayudantes, Raimondo?
—Sí, mi señor. Los ayudantes del maestro Edwardus.
—Ah. —Arnaut se paseó en torno a ellos—. ¿Por qué están mojados?
—Los hemos sacado del río, mi señor —respondió Raimondo—. Estaban en el molino y escaparon en el último momento.
—¿Ah, sí? —La expresión de aburrimiento desapareció en el acto del rostro de Arnaut, y un destello de interés asomó a sus ojos—. ¿Y cómo habéis destruido el molino si puede saberse?
Chris se aclaró la garganta y dijo:
—Mí señor, no hemos sido nosotros.
—¿Cómo? —Arnaut frunció el entrecejo y miró al otro caballero—. ¿Qué lengua es ésa? Me resulta ininteligible.
—Son irlandeses, mi señor, o quizá de las Hébridas.
—Ah. No son ingleses, pues. Eso habla en su favor. —Arnaut dio otra vuelta alrededor y luego escrutó sus rostros—. ¿Me comprendéis?
—Sí, mi señor —contestó Chris, y por lo visto Arnaut lo comprendió.
—¿Sois ingleses?
—No, mi señor.
—Ciertamente no lo parecéis. No se os ve hechos para la guerra. —Observó a Kate—. Ése tiene la lozanía de una doncella. Y éste… —Apretó los bíceps de Chris—. Éste es secretario o escribiente. Salta a la vista que no es inglés. —Arnaut, contrayendo la nariz, movió la cabeza en un gesto de negación—. Porque los ingleses son un pueblo salvaje. —Su voz resonó en la iglesia humeante—. ¿Estáis de acuerdo?
—Lo estamos, mi señor —respondió Chris.
—Los ingleses sólo conocen una forma de vida: el descontento permanente y el conflicto continuo. Una y otra vez asesinan a sus reyes; es una de sus salvajes costumbres. Nuestros hermanos normandos los conquistaron e intentaron enseñarles hábitos civilizados, pero fracasaron, como no podía ser de otro modo. La barbarie está hondamente arraigada en la sangre sajona. Los ingleses encuentran placer en la destrucción, la muerte y la tortura. No satisfechos con luchar entre ellos en su isla fría e inhóspita, traen sus ejércitos aquí, a estas tierras pacíficas y prósperas, y siembran el caos en la población. ¿Estáis de acuerdo?
Kate asintió e hizo una reverencia.
—Así ha de ser —dijo Arnaut—. Su crueldad no tiene límites. ¿Habéis oído hablar de su antiguo rey? ¿El segundo Eduardo? ¿Sabéis cómo decidieron asesinarlo? Con un atizador al rojo vivo. ¡Y eso, a un rey! No ha de sorprendernos que traten aún con mayor crueldad a nuestras gentes. —Se paseó de un lado a otro. Al cabo de un momento, se volvió de nuevo hacia ellos—. Y el hombre que asumió después el poder, Hugo el Despenser, fue también asesinado a su debido tiempo, según la tradición inglesa. ¿Y sabéis cómo? Lo ataron a una escalerilla en una plaza pública, le cortaron las partes pudendas, y las quemaron ante su cara. ¡Y eso antes de decapitarlo! ¿Qué?
Charmant
, ¿no?
Una vez más los miró, solicitando su conformidad, y una vez más Chris y Kate asintieron.
—Y ahora el nuevo rey, Eduardo III, ha aprendido la lección de sus predecesores: que debe mantener a perpetuidad una guerra, o arriesgarse a morir a manos de sus propios súbditos. Y en consecuencia él y su ruin hijo, el Príncipe de Gales, traen sus barbáricas costumbres a Francia, un país que no conocía la guerra salvaje hasta que ellos vinieron a nuestro territorio con sus
chevauchées
, asesinaron a nuestros plebeyos, violaron a nuestras mujeres, sacrificaron a nuestros animales, quemaron nuestras cosechas, destruyeron nuestras ciudades y pusieron fin a nuestro comercio. ¿Para qué? Para que los ingleses con instinto sanguinario permanezcan ocupados en el extranjero. Para que puedan robar fortunas a un país más respetable. Para que todas las damas inglesas puedan servir a sus invitados en platos franceses. Para que puedan creerse honorables caballeros cuando su mayor prueba de valor es matar niños a hachazos. —Arnaut interrumpió su diatriba y clavó en ellos una mirada de recelo—. Y por eso no entiendo que os hayáis unido al bando del canalla inglés, Oliver.
—Eso no es cierto, mi señor —se apresuró a decir Chris.
—No soy un hombre paciente. Admitid la verdad: ayudáis a Oliver, puesto que vuestro maestro está a su servicio.
—No, mi señor. Oliver se llevó al maestro contra su voluntad.
—Contra… su… —Arnaut alzó las manos en un gesto de enfado—. ¿Quién puede traducirme lo que dice este tunante empapado de agua?
El apuesto caballero se adelantó.
—Hablo un correcto inglés —afirmó. Dirigiéndose a Chris, dijo—: Repetid.
Chris se detuvo a pensar antes de responder.
—El maestro Edwardus…
—Sí…
—… está prisionero.
—
Priz-un-ner?
—El apuesto caballero arrugó la frente, desconcertado—.
Pris-ouner?
Chris tuvo la impresión de que el inglés del caballero no era tan correcto como él creía. Decidió poner otra vez a prueba su latín, por limitado y arcaico que fuera.
—
Est in carcere… captus… herit captus est de coenobio sanctae Mariae.
—Esperaba haber dicho: «Fue capturado en Sainte-Mère ayer por la mañana».
El caballero enarcó las cejas.
—
Invite?
—«¿Contra su voluntad?».
—Verdad es, mi señor.
Mirando a Arnaut, el caballero explicó:
—Dicen que ayer se llevaron al maestro Edwardus del monasterio contra su voluntad, y que ahora Oliver lo tiene preso.
Arnaut se volvió al instante hacia ellos con mirada escrutadora. Con voz grave y amenazadora, preguntó:
—
Sed vos non capti estis. Nonne?
—«Pero ¿a vosotros no os capturaron?».
Chris volvió a pensar la respuesta.
—Ah, hui…
—
Out?
—No, no, mi señor —se apresuró a rectificar Chris—. Esto…
non
. Huimos… escapamos. Esto…,
ef… effugi… i… mus. Effugimus.
—¿Era ésa la palabra correcta? Sudaba a causa de la tensión.
Al parecer, si no era la palabra correcta, como mínimo se aproximaba, ya que el apuesto caballero asintió con la cabeza.
—Dicen que escaparon.
—¿Escaparon? ¿De dónde?
—
Ex Castelgard heri…
—respondió Chris.
—¿Escapasteis ayer de Castelgard?
—
Etian, mi domine.
—«Sí, mi señor».
Arnaut lo miró fijamente y en silencio durante un largo rato. En la galería, acababan de poner la soga al cuello a los dos reos, y los empujaron. La caída no bastó para romperles el cuello, y quedaron allí suspendidos, retorciéndose y emitiendo un ahogado gorgoteo mientras morían lentamente.
Arnaut alzó la vista como si le molestara verse interrumpido por sus agónicos quejidos.
—Aún nos quedan sogas —dijo, mirando de nuevo a Chris y Kate—. De un modo u otro, os arrancaré la verdad.
—Verdad es lo que os digo, mi señor.
Arnaut se dio media vuelta.
—¿Hablasteis con el monje Marcelo antes de morir?
—¿Marcelo? —Chris hizo lo posible por mostrarse confuso—. ¿Marcelo, mi señor?
—Sí, sí. Marcelo.
Cognovistine fratrem Marcellum?
—«¿Conocéis al hermano Marcelo?».
—No, mi señor.
—
Transitum ad Roccam cognitum habesne?
—Para eso, Chris no necesitó esperar a la traducción: «¿Conocéis el pasadizo que lleva a La Roque?».
—El pasadizo…
transitum…
—Chris se encogió de hombros, fingiendo ignorancia—. ¿El pasadizo?… ¿A La Roque? No, mi señor.
Arnaut lo miró con franco escepticismo.
—Por lo que se ve, no sabéis nada. —Los miró atentamente, arrugando la nariz, como si los olfateara—. No me inspiráis confianza. A decir verdad, creo que mentís.
Se volvió hacia el apuesto caballero.
—Colgad a uno, y así el otro hablará —ordenó.
—¿A quién, mi señor?
—A ése —dijo Arnaut, señalando a Chris. Mirando a Kate, le pellizcó la mejilla y la acarició—. Porque este muchacho rubio me enternece. Lo recibiré en mi tienda esta noche. Sería un desperdicio matarlo antes.
—Muy bien, mi señor.
Alzando la voz, el apuesto caballero dio una orden, y los hombres de la galería empezaron a atar otra soga a la balaustrada. Otros hombres sujetaron a Chris por los brazos y le amarraron rápidamente las muñecas detrás de la espalda.
¡Dios mío, van a hacerlo!, pensó Chris. Se volvió hacia Kate, que lo miraba con los ojos desorbitados en una expresión de terror. Los hombres tiraron de Chris para llevárselo.
—Mi señor —dijo entonces una voz desde el lateral de la iglesia—, con vuestra licencia.
El apretado corrillo de soldados se separó, y apareció lady Claire.
—Mi señor —dijo Claire—, desearía hablar un momento en privado con vos, os lo ruego.
—¿Eh? Sí, naturalmente, como gustéis.
Arnaut se acercó a Claire, y ella le susurró al oído. Él, en silencio, se encogió de hombros. Claire volvió a susurrarle, con mayor vehemencia.