Chris se asomó por el hueco de la trampilla y señaló el fuego.
—Creo que ya sé por qué nadie encontraba la entrada de este pasadizo —susurró.
—¿Por qué? —dijo Kate.
—Está detrás de la chimenea.
—¿Detrás de la chimenea? —musitó ella. Y entonces se dio cuenta de que Chris tenía razón. Aquel estrecho espacio era uno de los pasadizos secretos de La Roque: detrás de la chimenea del gran salón.
Kate se deslizó con cautela hacia la abertura de la pared de la izquierda, y ante sus ojos apareció el gran salón, visto a través del muro de fondo de la chimenea. La chimenea medía poco menos de tres metros de altura. A través de las llamas, vio la mesa principal, en la que comían Oliver y sus caballeros, de espaldas a ella, a unos cuatro metros y medio de distancia.
—Tienes razón —susurró Kate—. La entrada está detrás de la chimenea.
Miró a Chris y, con una seña, le indicó que saliera por la trampilla. Se disponía a seguir hacia la puerta situada enfrente cuando sir Guy giró la cabeza y echó un vistazo al fuego a la vez que arrojaba un ala de pollo a las llamas. Guy se volvió de nuevo al frente y continuó comiendo.
Sal de aquí cuanto antes, se dijo Kate.
Pero ya era demasiado tarde. Guy tensó los hombros y volvió de nuevo la cabeza. Esta vez la vio claramente, clavó su mirada en la de ella y exclamó:
—¡Dios santo!
Se apartó bruscamente de la mesa y desenvainó la espada.
Kate se abalanzó hacia la puerta, tiró de ella, pero estaba cerrada con llave o atascada. No consiguió abrirla. Se dio media vuelta y corrió en dirección a la estrecha escalera. Al pasar junto a la abertura de la chimenea, vio a sir Guy al otro lado de las llamas, vacilante. Él la siguió con la mirada y al instante atravesó el fuego en pos de ella. Kate advirtió que Chris salía por la trampilla y dijo:
—¡Abajo!
Chris escondió la cabeza mientras ella empezaba a trepar por la escalera.
No tenía armas; no tenía nada.
Corrió.
En lo alto de la escalera, a diez metros del suelo, había una estrecha plataforma, y cuando llegó allí, un cúmulo de telarañas se le enredó en la cara. Las apartó con impacientes manotazos. La plataforma era un precario rectángulo de poco más de un palmo de anchura, pero ella practicaba el alpinismo, y aquello no la intimidaba.
Sí intimidaba, en cambio, a sir Guy. Ascendía muy despacio por la escalera, apretándose contra la pared, manteniéndose a la mayor distancia posible del borde exterior de los peldaños, aferrándose a las grietas de la mampostería. Respiraba con dificultad y su desesperación era palpable. Así pues, al valeroso caballero le daban miedo las alturas. Pero no tanto miedo como para detenerlo, advirtió Kate. De hecho, el vértigo parecía aumentar su cólera. Lanzaba a Kate miradas asesinas.
La plataforma se hallaba frente a una puerta de madera, provista de una mirilla del tamaño de una moneda. Era obvio que la función de la escalera era acceder a esa mirilla, permitiendo al observador ver qué ocurría en el gran salón. Kate empujó la puerta, apoyando su peso contra la madera, pero la puerta, en lugar de abrirse, se desprendió totalmente del marco y cayó al suelo del gran salón, y Kate casi se precipitó tras ella.
Se encontraba en el gran salón, a gran altura, entre las vigas vistas del techo. Miró las mesas, diez metros por debajo de ella. Justo enfrente tenía la enorme viga central, que iba longitudinalmente de un extremo a otro del salón. Con esta viga se entrecruzaban los tirantes horizontales, dispuestos a un metro y medio de distancia entre sí. Los tirantes eran de madera tallada, y sostenían las riostras en que se apuntalaba el tejado.
Sin vacilar, Kate empezó a caminar por la viga central. En el salón, todos miraban hacia arriba, señalándola y ahogando gritos de asombro. Kate oyó exclamar a Oliver:
—¡Válgame Dios, pero si es el ayudante! ¡Traición! ¡El maestro!
Descargó un puñetazo en la mesa y se puso en pie, lanzando una mirada iracunda a Kate.
—Chris, busca al profesor.
El auricular crepitó.
—… acuerdo.
—¿Me has oído, Chris?
Ya sólo oyó ruido de estática.
Kate avanzó deprisa por la viga central. Pese a la altura, se sentía cómoda. La viga tenía un grosor de quince centímetros. Pan comido. Al oír nuevas exclamaciones entre la gente del salón, volvió la vista atrás y vio a sir Guy al comienzo de la viga central. Su temor era evidente, pero, sabiéndose observado por un público, se envalentonó. O eso, o no estaba dispuesto a exteriorizar su miedo ante tanta gente. Guy dio un paso vacilante, se equilibró y se dirigió rápidamente hacia ella, blandiendo la espada. Llegó a la primera viga vertical, tomó aire y, sujetándose a la viga, la rodeó. Continuó adelante por la viga principal.
Kate retrocedió, dándose cuenta de que aquella viga era demasiado ancha, demasiado fácil para él. Se desplazó lateralmente por un tirante hacia la pared. El tirante no tenía más de seis o siete centímetros de anchura. Allí, sir Guy pasaría apuros. Kate superó un tramo difícil a causa de las riostras y siguió adelante.
Sólo entonces comprendió su error.
Por lo general, los techos medievales de vigas vistas tenían un detalle estructural en el ángulo formado con la pared: otra riostra, una viga decorativa, algún elemento de la armadura por el que hubiera podido continuar avanzando. Pero aquel techo reflejaba el estilo francés: la viga se embutía directamente en la pared, a algo más de un metro por debajo de la línea del tejado. Recordó en ese momento que, estudiando las ruinas de La Roque, había visto los alojamientos en que se embutían las vigas. ¿En qué estaba pensando?
Se hallaba atrapada en el tirante.
No podía alejarse más, porque el tirante terminaba en la pared. No podía volver atrás, porque Guy estaba allí, esperándola. Y no podía llegar al siguiente tirante paralelo, porque se encontraba a un metro y medio de distancia, demasiado lejos para saltar.
No imposible, pero lejos. Especialmente sin amarre de seguridad.
Mirando atrás, vio aproximarse a sir Guy por el tirante, concentrado en mantener el equilibrio, con la espada en alto. Cuando se acercaba a ella, esbozó una siniestra sonrisa. Sabía que la había atrapado.
A Kate no le quedaba otra alternativa. Observó el siguiente tirante, a un metro y medio. Tenía que hacerlo. El problema residía en tomar altura suficiente en el salto. Debía elevarse si quería salvar la distancia.
Guy maniobraba en el tramo de riostras. Llegaría hasta ella en cuestión de segundos. Kate se agachó, respiró hondo, tensó los músculos, y se impulsó con fuerza.
Chris salió por la trampilla. Miró a través del fuego de la chimenea y vio que, en el gran salón, todos mantenían la vista fija en el techo. Sabía que Kate estaba allí, pero no podía hacer nada por ella. Fue derecho a la puerta lateral y trató de abrirla. Al notar que se le resistía, lanzó todo su peso contra ella, y la puerta cedió un par de centímetros. La embistió de nuevo. La puerta crujió y se abrió de par en par.
Apareció en el patio interior de La Roque. Los soldados corrían de un lado a otro. Se había declarado un incendio en el tejadillo de madera que cubría el adarve en una sección de la muralla. Algo ardía en el centro mismo del patio. En medio de aquel caos, nadie se fijaba en él.
—André —dijo—. ¿Estás ahí?
El auricular crepitó. Nada.
Y a continuación:
—Sí.
Era la voz de André.
—¿André? ¿Dónde estás?
—Con el profesor.
—¿Dónde?
—En el arsenal.
—¿Dónde está eso?
Había dos docenas de animales enjaulados en el almacén del laboratorio, en su mayoría gatos, pero también algunos ratones y cobayas. El aire olía a excrementos. Gordon lo guió por el pasillo, diciendo:
—A los escindidos los mantenemos aislados del resto.
Stern vio tres jaulas contra la pared del fondo. Los barrotes de aquellas jaulas eran más gruesos. Gordon lo condujo hasta una de ellas, donde Stern vio una bola de pelo. Era un gato dormido, un gato persa de piel gris claro.
—Éste es
Wellsey
—informó Gordon.
El gato parecía normal. Respiraba acompasadamente mientras dormía. Entre el pelo asomaba media cara. Tenía las garras oscuras. Stern se inclinó para mirarlo de cerca, pero Gordon le puso una mano en el pecho.
—No se acerque demasiado —advirtió.
Gordon cogió un palo y recorrió con él los barrotes.
El gato abrió un ojo. No lenta y perezosamente, sino al instante, con mirada alerta. Pero no se movía. Sólo el ojo se movía.
Gordon pasó el palo por los barrotes una segunda vez.
Con un bufido feroz, el gato se abalanzó contra los barrotes, enseñando los dientes. Embistió los barrotes, retrocedió y atacó de nuevo, atacó una y otra vez, sin pausa, implacable, bufando y gruñendo.
Stern lo contempló horrorizado.
El gato presentaba una monstruosa deformación en la cara. Un lado parecía normal, pero el otro estaba desemparejado, todos los rasgos —el ojo, el hocico, todo— se encontraban más debajo de donde les correspondía, y una línea en el centro dividía las dos mitades. Por eso los llaman «escindidos», pensó Stern.
Más horrenda aún era la parte lateral de la cara, que Stern no vio inicialmente debido a las embestidas del animal; pero de pronto notó que a un lado de la cabeza, tras la oreja desplazada, el gato tenía un tercer ojo, más pequeño y sólo parcialmente formado. Y bajo ese ojo se observaba una porción de tejidos del hocico y un fragmento de maxilar, sobresaliendo como un tumor. Una curva de dientes blancos asomaba entre el pelo, pese a que no había boca.
Errores de transcripción. Ahora entendía qué significaba eso.
El gato siguió acometiendo sin cesar; empezaba a sangrarle la cara a causa de los repetidos impactos.
—Continuará en ese estado mientras nos vea aquí —dijo Gordon.
—Entonces será mejor que nos vayamos.
Salieron del almacén en silencio. Finalmente, Gordon añadió:
—No es sólo lo que ha visto. También aparecen cambios mentales. Ése fue, de hecho, el primer síntoma claro en la persona que se escindió.
—¿Es el hombre del que me habló? ¿El que se quedó en el pasado?
—Sí —respondió Gordon—. Deckard. Rob Deckard. Era uno de nuestros ex marines. Mucho antes de que detectáramos cambios físicos, se produjeron cambios mentales. Pero no comprendimos hasta más tarde que los errores de transcripción eran la causa.
—¿Qué clase de cambios mentales?
—Por naturaleza, Rob era un hombre alegre, buen atleta, con un extraordinario don de lenguas. Se sentaba a tomarse una cerveza con un extranjero, y al final de la cerveza ya había empezado a asimilar el otro idioma. Una expresión aquí, una frase allá. Y empezaba a hablar sin mayor problema. Siempre con un acento impecable. Al cabo de unas semanas, hablaba como un nativo. En el ejército descubrieron sus aptitudes, y lo enviaron a una de sus escuelas de idiomas. Pero con el paso del tiempo Rob, a medida que acumuló errores de transcripción, dejó de ser una persona alegre. Se convirtió en un ser despreciable —afirmó Gordon—. Verdaderamente despreciable.
—¿Sí?
—Aquí dio una paliza a uno de los guardias de seguridad de la entrada, y simplemente porque el guardia tardó demasiado en verificar su identidad. Y casi mató a un hombre en un bar de Albuquerque. Entonces llegamos a la conclusión de que Deckard padecía lesiones irreversibles en el cerebro, y que no sólo no mejoraría, sino que probablemente empeoraría.
De regreso en la sala de control, encontraron a Kramer encorvada ante el monitor, observando la pantalla, que mostraba fluctuaciones de campo. Eran cada vez más pronunciadas. Y los técnicos decían que volvían tres personas como mínimo, y quizá cuatro o cinco. A juzgar por su expresión, era obvio que Kramer estaba en un dilema; quería verlos volver a todos.
—Sigo pensando que el ordenador se equivoca, y que los paneles resistirán —declaró Gordon—. Y al menos podríamos llenar los contenedores y comprobar si aguantan.
Kramer asintió con la cabeza.
—Sí, podemos intentarlo. Pero incluso si no se rompen al llenarlos, no existe ninguna garantía de que no revienten al cabo de un rato, en medio de la operación de tránsito. Y eso sería catastrófico.
Stern se movió inquieto en la silla. Algo le rondaba en el fondo de la mente. Cuando Kramer dijo «revienten», volvieron a desfilar por su cerebro imágenes de automóviles, sucediéndose del mismo modo que antes: coches de carreras, grandes neumáticos de camiones, el hombre de Michelin, un enorme clavo en la carretera y un neumático pasando sobre él.
Reventón.
Los contenedores de agua reventarían. Los neumáticos reventarían. ¿Qué pasaba con los reventones?
—Para salir de dudas —dijo Kramer—, necesitamos reforzar los contenedores.
—Sí, pero ya hemos analizado las posibilidades —respondió Gordon—. No hay manera de reforzarlos.
Stern suspiró.
—¿Cuánto tiempo falta?
—Cincuenta y un minutos —contestó el técnico.
Para asombro de Kate, abajo, en el gran salón, la gente empezó a aplaudir. Había saltado, y ahora se balanceaba en el aire, sujeta al tirante. Y abajo aplaudían, como si aquello fuera un número circense.
Sin pérdida de tiempo, levantó las piernas y se encaramó al tirante.
En el tirante anterior, Guy de Malegant regresaba apresuradamente a la viga central. Era obvio que pretendía cortarle el paso a Kate antes de que abandonara el tirante.
Más ágil que Guy, Kate llegó a la viga central mucho antes que él, y dispuso de un instante para pensar qué hacer.
¿Qué iba a hacer?
Estaba en medio de la armadura vista del tejado, sujeta a una gruesa viga vertical, de un diámetro dos veces mayor que el de un poste de telégrafos. A cada lado de la viga vertical partía en ángulo una riostra oblicua que apuntalaba el tejado. Estas riostras partían de tan abajo que sir Guy, para atrapar a Kate, tendría que agacharse para rodear la viga vertical.
Kate se agachó y ensayó ella misma la maniobra, pasando parcialmente por debajo de la riostra. Era difícil, y sería lento. Volvió a erguirse, y al hacerlo, rozó la daga con la mano. Se había olvidado de que tenía una daga. La sacó y la blandió.
Guy la vio y se echó a reír. A su risa se unieron las de la gente que contemplaba la escena desde abajo. Guy, alzando la voz, hizo algún comentario que el público recibió con mayores carcajadas.