—Allá vamos —dijo Gordon.
En medio de una sucesión de destellos, la máquina empezó a disminuir de tamaño.
La espera fue angustiosa. Transcurridos diez minutos, la máquina volvió. Un vapor frío se elevó del suelo mientras Stern recogía el dispositivo electrónico, retiraba la cinta adhesiva, rebobinaba el dictáfono receptor y empezaba a escuchar la grabación.
Sonó el mensaje saliente.
No hubo respuesta.
Sonó el mensaje saliente por segunda vez.
Tampoco hubo respuesta. Una ráfaga de estática, pero nada más.
Gordon miraba a Stern con semblante inexpresivo.
—Podría haber muchas explicaciones —dijo Stern.
—Por supuesto, David.
El mensaje de salida sonó una tercera vez. Stern contuvo la respiración.
Una nueva interferencia, y luego, en el silencio del laboratorio, Stern oyó decir a Kate: «¿No habéis oído algo?».
Marek: «¿De qué hablas?».
Chris: «¡Por Dios, Kate, desconecta el auricular!».
Kate: «Pero…».
Marek: «Desconéctalo».
Más interferencias estáticas. No más voces. Pero habían salido de dudas. —¡Están vivos! —exclamó Stern.
—Es evidente —dijo Gordon—. Vayamos a ver cómo anda la reconstrucción de la plataforma de tránsito.
Doniger se paseaba por su despacho recitando su alocución, ensayando los gestos de las manos, los movimientos del cuerpo. Se había labrado cierta fama de orador persuasivo e incluso carismático, pero Kramer sabía que no era un don natural. Por el contrario, era fruto de una larga y minuciosa preparación: los ademanes, las expresiones, todo. Doniger no dejaba nada a la improvisación.
En su primera etapa junto a Doniger, Kramer observaba con perplejidad ese comportamiento: sus ensayos obsesivos e interminables antes de cualquier aparición en público parecían impropios de un hombre a quien, en la mayoría de las situaciones, le traía sin cuidado la impresión que causaba a los demás. Con el tiempo, Kramer llegó a la conclusión de que Doniger se recreaba tanto en su oratoria porque hablar en público era una clara forma de manipulación. Estaba convencido de que era más inteligente que nadie, y un discurso convincente —«Se lo tragarán todo y no se darán ni cuenta»— era una manera más de demostrarlo.
En ese momento Doniger iba de un lado a otro, usando a Kramer como auditorio.
—Estamos regidos por el pasado, aunque nadie lo comprende. Nadie es consciente del poder del pasado —dijo, moviendo la mano en un amplio gesto—. Pero si se paran a pensar en ello, verán que el pasado ha sido siempre más importante que el presente. El presente es como una isla de coral que asoma sobre el agua pero se asienta sobre millones de corales muertos bajo la superficie, que nadie ve. Análogamente, nuestro mundo cotidiano se asienta sobre millones y millones de acontecimientos y decisiones que tuvieron lugar en el pasado.
Y lo que añadimos en el presente carece de la menor trascendencia.
»Un adolescente desayuna y luego va a la tienda a comprar el último CD de un nuevo grupo. El chico cree que vive en un momento moderno. Pero ¿quién ha definido qué es un “grupo”? ¿Quién ha definido qué es una “tienda”? ¿Quién ha definido qué es un “adolescente”? ¿O un “desayuno”? Por no hablar ya de todo lo demás, del entorno social de ese chico: la familia, los estudios, la ropa, el transporte y el gobierno.
»Nada de eso se ha decidido en el presente. La mayor parte se decidió hace cientos de años. Quinientos años, mil años. Ese chico está sentado sobre una montaña que es el pasado.
Y no se da cuenta de ello.
Su vida se
rige
por aquello que nunca ve, en lo que nunca piensa, que ni siquiera conoce. Es una forma de coerción que se acepta sin cuestionarse. Ese mismo chico se muestra escéptico ante otras formas de control: las restricciones paternas, los mensajes publicitarios, las leyes. En cambio, el dominio invisible del pasado, que lo decide casi todo en su vida, no se pone en tela de juicio. Eso es verdadero poder. Un poder que puede conquistarse y usarse. Pues el pasado no sólo rige el presente, sino también el futuro. Por eso siempre afirmo que el futuro pertenece al pasado. Y la razón… Doniger se interrumpió, irritado. El teléfono móvil de Kramer sonaba, y ella contestó. Doniger, deambulando por el despacho, esperó a que acabara de hablar. Ensayando un gesto, luego otro.
Kramer colgó y miró a Doniger.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Era Gordon. Están vivos, Bob.
—¿Ya han vuelto?
—No, pero hemos recibido un mensaje grabado con sus voces. Tres de ellos están vivos con toda certeza.
—¿Un mensaje? ¿Quién ha encontrado la manera de comunicarse con ellos?
—Stern.
—¿En serio? Quizá no es tan tonto como yo creía. Deberíamos contratarlo. —Guardó silencio por un instante—. ¿Quiere eso decir, pues, que finalmente volverán?
—No. No estoy segura de eso.
—¿Cuál es el problema?
—Mantienen los auriculares desconectados.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? Las pilas de los auriculares tienen carga de sobra para treinta y siete horas. No es necesario apagarlos. —Miró fijamente a Kramer—. ¿Tú crees…? ¿Crees que es por
él
? ¿Crees que lo hacen por Deckard?
—Puede ser, sí.
—Pero ¿cómo es posible? Hace ya más de un año. Deckard debe de haber muerto a estas alturas. ¿Recuerdas la facilidad que tenía para pelearse con todo el mundo?
—Bueno, el caso es que
algo
los ha obligado a desconectar los auriculares…
—No sé qué pensar —dijo Doniger—. Rob había acumulado muchos errores de transcripción, y había perdido totalmente el control. ¡Si hasta tenía pendiente una condena de prisión!
—Sí. Por dar una paliza en un bar a un hombre que no conocía. Según el informe de la policía, Deckard lo golpeó cincuenta y dos veces con una silla metálica. El hombre estuvo en coma durante un año. Y Rob tenía que cumplir condena. Por eso se ofreció voluntario a viajar una vez más al pasado.
—Si Deckard sigue vivo —concluyó Doniger—, esos estudiantes están todavía en peligro.
—Sí, Bob. En un grave peligro.
De nuevo en la fresca penumbra del bosque, Marek dibujó un mapa esquemático en la tierra con la punta de un palo.
—Ahora nos encontramos aquí, detrás del monasterio. El molino está en esta dirección, a medio kilómetro de aquí. Y tenemos que pasar un puesto de control.
—Ajá —convino Chris.
—Y luego debemos entrar en el molino.
—De una manera u otra —dijo Chris.
—Bien —continuó Marek—. Salimos del molino con la llave y nos dirigimos hacia la ermita verde, que está… ¿dónde, Kate?
Kate cogió el palo y trazó un cuadrado.
—Si esto es La Roque, en lo alto del despeñadero, tenemos un bosque al norte. El camino corre más o menos por aquí. Creo que la ermita no está muy lejos… quizá aquí.
—¿A dos kilómetros, tres?
—Digamos que tres.
Marek movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Bueno, eso está hecho —dijo Chris, levantándose y sacudiéndose la tierra de las manos—. Sólo tenemos que superar un puesto de control con guardias armados, entrar en un molino fortificado, buscar luego cierta ermita… y procurar que no nos maten en el camino. En marcha.
Dejando atrás el bosque, avanzaron por un paisaje de desolación. Las llamas envolvían el monasterio de Sainte-Mère, y las nubes de humo oscurecían el sol. Una ceniza negra cubría la tierra, les caía en la cara y los hombros, y enturbiaba el aire. Notaban sabor a polvo en la boca. En la orilla opuesta del río, apenas distinguían el perfil oscuro de Castelgard, reducido a un montón de escombros renegridos y humeantes en la ladera del monte.
En medio de aquella devastación, no vieron un alma durante mucho rato. Al oeste del monasterio, pasaron frente a una casa de labranza a cuya entrada yacía un anciano con dos flechas clavadas en el pecho. En el interior se oía el llanto de un recién nacido. Asomándose a la puerta, vieron a una mujer, muerta a hachazos, tendida boca abajo junto al fuego, y a un niño de unos seis años con la mirada fija en el techo y las entrañas desparramadas. No vieron al recién nacido, pero sus lloros provenían de una manta tirada en un rincón.
Kate hizo ademán de acercarse, pero Marek la contuvo.
—No vayas.
Siguieron adelante.
El humo flotaba sobre el solitario paisaje, las chozas abandonadas, los campos desatendidos. Aparte de los moradores brutalmente asesinados de la casa de labranza, no vieron a nadie más.
—¿Dónde se ha metido la gente? —preguntó Chris.
—Han huido todos a los bosques —respondió Marek—. Allí tienen cabañas y refugios subterráneos. Saben valerse.
—¿En los bosques? ¿Y de qué viven?
—Asaltan a los soldados en los caminos. Por eso los caballeros matan a todos aquellos que encuentran en el bosque. Dan por supuesto que son
godins
, bandidos, y saben que los
godins
, si pueden, les pagarán con la misma moneda.
—¿Eso, pues, nos ocurrió a nosotros cuando llegamos?
—Sí —contestó Marek—. El antagonismo entre nobles y plebeyos es ahora más encarnizado que nunca. La gente corriente se subleva porque está obligada a mantener a esa clase hidalga con sus tributos y diezmos, y luego, a la hora de la verdad, los caballeros no cumplen su parte del acuerdo. Son derrotados en las batallas e incapaces, por tanto, de proteger los territorios. El rey francés ha sido capturado, lo cual tiene un importante valor simbólico para el estado llano. Y ahora que Inglaterra y Francia están en tregua, la gente ve aún con mayor claridad que los caballeros causan más estragos que la propia guerra. Arnaut y Oliver combatieron por sus respectivos reyes en Poitiers. Y ahora los dos se dedican a saquear la región para pagar a sus huestes. El pueblo está descontento, y en respuesta forma bandas de
godins
, que viven en los bosques y contraatacan cuando se presenta la ocasión.
—¿Y lo que hemos visto en esa casa? —dijo Kate—. ¿Qué explicación tiene eso?
Marek se encogió de hombros.
—Quizá un día tu padre es asesinado en el bosque por una banda de campesinos. Quizá tu hermano bebe una noche más de la cuenta, se extravía, y luego es encontrado muerto y desnudo. Quizá tu esposa e hijos desaparecen sin dejar rastro cuando viajaban de un castillo a otro. Al final, quieres desahogar en alguien tu ira y tu frustración. Y tarde o temprano lo haces.
—Pero…
Marek calló y señaló al frente. Sobre las copas de unos árboles, vieron pasar velozmente hacia la izquierda un estandarte verde y negro, sostenido por un jinete a todo galope.
Marek señaló a la derecha, y se encaminaron en silencio río arriba. Por fin, llegaron al puente del molino, y al puesto de control.
En la orilla del río, el puente del molino terminaba en un muro alto con un arco de entrada. Al otro lado del arco había una garita de peaje. El único camino a La Roque pasaba bajo aquel arco, lo cual significaba que los soldados de Oliver, que controlaban el puente, controlaban también el camino.
Al borde mismo del camino se alzaba un despeñadero alto y abrupto. La única alternativa era cruzar el arco. Y de pie junto al arco, conversando con los soldados cerca de la garita, estaba Robert de Kere.
Marek movió la cabeza en un gesto de negación.
Por el camino avanzaba una riada de campesinos, en su mayoría mujeres y niños, algunos con sus exiguas pertenencias a cuestas. Se dirigían al castillo de La Roque en busca de protección. De Kere, hablando con uno de los guardias, lanzaba esporádicos vistazos a los campesinos. No parecía prestar mucha atención, pero no conseguirían pasar ante él sin ser descubiertos.
Al cabo de un rato, De Kere volvió a entrar en el puente fortificado. Marek dio sendos codazos a Chris y Kate, y salieron al camino, dirigiéndose lentamente hacia el puesto de control. Marek notó que empezaba a sudar.
Los guardias registraban las pertenencias de la gente, confiscando todo aquello que les parecía de algún valor y amontonándolo junto al camino.
Marek llegó al arco y lo atravesó. Los soldados lo observaron, pero él no los miró a los ojos. Superó el control, y también Chris, y por último Kate.
Siguieron a la muchedumbre por el camino, pero cuando la gente dobló para entrar en el pueblo de La Roque, Marek fue en dirección contraria, hacia la orilla del río.
Allí no había nadie, y pudieron atisbar el puente fortificado —a medio kilómetro río abajo— a través del follaje.
El panorama no era muy alentador.
En cada extremo del puente se alzaba una enorme torre de vigilancia, de dos pisos de altura, con almenas y aspilleras en los cuatro lados. En lo alto de la torre más cercana, vieron a dos docenas de soldados vestidos de marrón y gris en actitud alerta, preparados para la lucha. En la torre del lado opuesto, donde flameaba el estandarte de lord Oliver, montaba guardia igual número de soldados.
Entre las torres, el puente constaba de dos edificios de distinto tamaño, comunicados por rampas. Cuatro ruedas hidráulicas giraban bajo el puente, impulsadas por las aguas del río, aceleradas mediante una serie de represas y canales.
—¿Qué opinas? —preguntó Marek a Chris. Al fin y al cabo, aquella estructura era el principal interés de Chris en el proyecto. Llevaba dos años estudiándola—. ¿Podemos entrar?
Chris negó con la cabeza.
—Imposible. Hay soldados por todas partes. No existe forma alguna de entrar.