—¿Y eso?
—Al no encontrar allí al abad, he acudido a él, ya que dicen que el maestro y el abad han entablado amistad.
Chris Hughes se esforzaba por seguir la conversación, y tardíamente cayó en la cuenta de que hablaban del profesor.
—¿El maestro? —dijo.
—¿Conocéis al maestro? —preguntó Claire—. ¿Edward de Johnes?
Chris se retractó de inmediato.
—Ah, bueno…, no…, no, no lo conozco, y…
Al oírlo, sir Daniel lo miró con manifiesta estupefacción.
—¿Qué dice? —preguntó, volviéndose hacia Claire.
—Dice que no conoce al maestro.
El anciano no salía de su asombro.
—¿En qué lengua?
—Una especie de inglés, sir Daniel, con mezcla de gaélico, creo.
—No se parece en nada al gaélico que yo he oído antes —aseguró sir Daniel, y miró de nuevo a Chris—. ¿Habláis
la languedoc
? ¿No?
Loquerisquide latine?
Le preguntaba si hablaba latín. Chris poseía un conocimiento académico del latín, basado en la lectura. Nunca había intentado hablarlo. Balbuceando, respondió:
—
Non, senior Danielis, solum perpaululum. Perdoleo.
—«Sólo un poco. Perdón».
—
Per, per… dicendo ille Ciceroni persímilis est.
—«Habla como Cicerón».
—
Perdoleo.
—«Perdón».
—En tal caso, mayor servicio haréis quedándoos callado. —El anciano se volvió de nuevo hacia Claire—. ¿Qué os ha dicho el maestro?
—No ha podido ayudarme.
—¿Conocía el secreto que buscamos?
—Ha dicho que no.
—Pero el abad sí lo conoce —afirmó sir Daniel—. El abad tiene que conocerlo. Fue su predecesor, el obispo de Laon, quien actuó como arquitecto en las últimas reformas de La Roque.
—Según el maestro, Laon no fue en realidad el arquitecto —contestó Claire.
—¿No? —Sir Daniel frunció la frente—. ¿Y él cómo lo sabe?
—Creo que se lo ha dicho el abad. O quizá lo haya descubierto en los viejos documentos. En atención a los monjes, el maestro ha clasificado y ordenado los pergaminos de Sainte-Mère.
—¿Ah, sí? —dijo sir Daniel, meditando—. Me pregunto con qué fin.
—No he tenido tiempo de preguntárselo, porque en ese momento han irrumpido los hombres de lord Oliver.
—Bueno, el maestro no tardará en llegar —declaró sir Daniel—, y lord Oliver en persona le formulará esas preguntas. —Arrugó el entrecejo, visiblemente disgustado ante esa idea. De pronto se volvió hacia un niño de nueve o diez años que estaba detrás de él—. Lleva al escudero Christopher a mi cámara, donde podrá bañarse y asearse.
Al oírlo, Claire lanzó una severa mirada al anciano.
—Tío, no desbaratéis mis planes.
—¿Acaso lo he hecho alguna vez?
—Bien sabéis que lo habéis intentado en más de una ocasión.
—Hija mía —repuso él—, mi única preocupación es vuestra seguridad… y vuestra honra.
—Y mi honra, tío, no está aún comprometida. —Dicho esto, Claire se acercó a Chris con descaro, le rodeó el cuello con una mano y lo miró a los ojos—. Contaré los segundos que estáis ausente y os añoraré con toda mi alma —susurró con una mirada cristalina—. Volved pronto a mi lado.
Le rozó la boca con los labios y retrocedió, separándose de mala gana, retirando los dedos lentamente de su cuello. Desconcertado, Chris clavó la mirada en sus ojos, viendo lo hermosos…
Sir Daniel carraspeó y se volvió nuevamente hacia el niño.
—Atiende al escudero Christopher y ayúdalo con el baño.
El niño saludó a Chris con una reverencia. En la estancia, todos guardaban silencio. Por lo visto, aquélla era la indicación de que debía marcharse. Asintiendo con la cabeza, Chris dijo:
—Gracias.
Por una vez, para su sorpresa, los demás no reaccionaron con expresiones de estupefacción; al parecer, lo habían comprendido. Sir Daniel inclinó la cabeza con patente frialdad, y Chris se fue.
Los caballos cruzaron el puente con un ruidoso chacoloteo. El profesor mantenía la vista al frente, ajeno a los soldados que lo escoltaban. Al entrar en el castillo, los guardias de la puerta apenas los miraron. Un instante después el profesor se perdió de vista.
Deteniéndose a corta distancia del puente levadizo, Kate preguntó:
—¿Qué hacemos? ¿Lo seguimos?
Marek no contestó. Kate volvió la cabeza y vio que Marek contemplaba absorto a dos caballeros que, a lomos de sus monturas, lidiaban a golpes de espada en la explanada del castillo. Parecía una especie de exhibición o ejercicio; rodeaba a los caballeros un grupo de jóvenes, vestidos unos con librea verde y otros con librea amarilla y oro, por lo visto los colores distintivos de aquellos dos caballeros. Y alrededor se había congregado una gran muchedumbre de espectadores, que reían y proferían insultos o palabras de aliento a uno u otro caballero. Los caballos caracoleaban en estrechos círculos, casi tocándose, dejando cara a cara a los dos jinetes con armadura completa. Las espadas entrechocaban ruidosamente una y otra vez en el aire de la mañana.
Marek, inmóvil, los observaba con atención.
Kate le tocó el hombro.
—Oye, André, el profesor…
—Un momento.
—Pero…
—
Un momento.
Marek sintió por primera vez una punzada de incertidumbre. Hasta ese momento no había visto en aquel mundo nada fuera de lugar o imprevisto. El monasterio era tal como esperaba. Los campesinos eran tal como esperaba. Los preparativos del torneo eran tal como los había imaginado. Y cuando entró en el pueblo de Castelgard, también era tal como había previsto. Kate había quedado horrorizada al ver trabajar al carnicero en plena calle y al percibir el hedor de las cubas del curtidor, pero no así Marek. Todo era tal como él se lo había representado a lo largo de los años.
Pero esto no, pensó, observando cómo contendían los caballeros.
¡Era todo tan rápido! El manejo de la espada era ágil y continuo, con acometidas tanto de arriba abajo como de abajo arriba, de modo que semejaba más un combate de esgrima que de espadas. Los impactos del metal se sucedían con sólo uno o dos segundos de diferencia. Y la lucha proseguía sin pausa ni vacilaciones.
Marek siempre había imaginado esos combates a cámara lenta: hombres entorpecidos por sus armaduras blandiendo espadas tan pesadas que cada golpe suponía un gran esfuerzo y llevaba una peligrosa inercia, requiriendo tiempo para recuperarse y prepararse para el siguiente golpe. En algunas crónicas, había leído acerca del agotamiento de los hombres después de la batalla, dando por supuesto que ese cansancio se debía al prolongado esfuerzo de un combate lento y al peso de las protecciones de acero.
Aquellos guerreros eran grandes y poderosos en todos los sentidos. Sus caballos eran enormes, y ellos mismos parecían medir un metro ochenta como mínimo y poseer una fuerza extraordinaria.
Marek nunca se había dejado engañar por el reducido tamaño de las armaduras expuestas en los museos; sabía que toda armadura que llegaba a un museo era de carácter ceremonial, usada a lo sumo en desfiles medievales, nunca en combate. Marek sospechaba asimismo, aunque no podía demostrarlo, que en su mayoría las armaduras que se conservaban en el presente —en extremo ornamentadas, con abundantes repujados y grabados— estaban destinadas únicamente a exhibirse, y se habían realizado a una escala equivalente a las tres cuartas partes del tamaño natural, más apropiada para mostrar la delicada labor de los artesanos.
Las verdaderas armaduras de guerra se habían perdido. Y Marek había leído suficiente literatura al respecto para saber que casi todos los guerreros famosos de la época medieval eran siempre hombres de gran envergadura: altos, musculosos y muy fuertes. Procedían de la nobleza; estaban mejor alimentados, y eran grandes y robustos. Por sus lecturas, sabía cómo se adiestraban, y lo mucho que les complacía realizar proezas para diversión de las damas.
Y sin embargo, por alguna razón, nunca había imaginado nada ni remotamente parecido a lo que tenía ante sus ojos. Aquellos dos caballeros contendían con furia, a un ritmo frenético, sin descanso, y daba la impresión de que podían continuar así todo el día. Ninguno presentaba el menor indicio de fatiga; de hecho, parecían disfrutar con el esfuerzo.
Observando el brío y la velocidad de sus movimientos, Marek llegó a la conclusión de que ésa era precisamente la manera en que él lucharía: con rapidez, haciendo uso de su preparación y resistencia para desgastar las fuerzas del adversario. Había imaginado un estilo de lucha más lento basándose sólo en la suposición inconsciente de que los hombres del pasado eran más débiles y torpes o menos imaginativos que él, como hombre moderno.
Marek sabía que esa presunción de superioridad era una cortapisa con la que se enfrentaban todos los historiadores. Simplemente no se había detenido a pensar que también él incurría en esa equivocación.
Pero obviamente así era.
Debido al vocerío de la multitud, tardó un rato en darse cuenta de que los contendientes se hallaban en tan extraordinaria forma física que les sobraba aliento para gritarse mientras luchaban; entre golpe y golpe, se lanzaban andanadas de pullas e insultos a pleno pulmón.
Y advirtió también que las espadas no estaban arromadas, sino que eran auténticas espadas de guerra, con filos agudos y cortantes. Sin embargo, resultaba evidente que no pretendían herirse; aquello era sólo un entretenido calentamiento previo al inminente torneo. Esa actitud alegre y despreocupada ante un peligro mortal resultaba casi tan inquietante como la rapidez e intensidad con que luchaban.
El combate se prolongó diez minutos más, hasta que uno de los caballeros desarzonó al otro de un poderoso golpe. El caballero derribado se levantó inmediatamente de un salto, con la misma ligereza que si no llevara armadura. El dinero empezó a cambiar de manos entre el público. Algunos gritaron: «¡Otro! ¡Otro!». Una pelea se desató entre las dos cuadrillas con librea. Los dos caballeros se marcharon cogidos del brazo en dirección a la posada.
Marek oyó decir a Kate:
—André…
Se volvió lentamente hacia ella.
—André, ¿pasa algo?
—No, nada —contestó él—. Pero tengo mucho que aprender.
Empezaron a cruzar el puente levadizo del castillo hacia los guardias. Marek notó tensa a Kate a su lado.
—¿Qué hacemos? ¿Qué decimos? —preguntó ella.
—No te preocupes, hablo occitano.
Pero cuando se acercaban, comenzó otro combate en la explanada, y los guardias concentraron allí su atención. Estaban por completo abstraídos cuando Marek y Kate atravesaron el arco de piedra y entraron en el patio del castillo.
—Ya estamos dentro —comentó Kate, asombrada, mirando alrededor—. Y ahora ¿qué?
Estoy quedándome helado, pensó Chris. Se hallaba sentado en un taburete en la reducida cámara de sir Daniel, sin más ropa que los calzones de hilo. Junto a él había una palangana de agua humeante y un paño para lavarse. El niño había subido la palangana con agua de la cocina, llevándola con el mismo cuidado que si fuera oro; pretendía así dar a entender que el ofrecimiento de agua caliente representaba un trato privilegiado.
Chris se restregó a conciencia, rehusando la ayuda del niño. La palangana era pequeña, y el agua no tardó en ennegrecerse. Pero finalmente Chris había logrado desprenderse el barro de las uñas, el cuerpo, e incluso la cara, valiéndose de un diminuto espejo metálico que le entregó el niño.
Dando por terminado el aseo, se declaró satisfecho del resultado. Pero el niño, con manifiesta consternación, dijo:
—Mi señor Christopher, no estáis limpio.
E insistió en concluir él mismo la tarea.
Así pues, Chris temblaba de frío en el taburete de madera mientras el niño le frotaba el cuerpo, desde hacía al menos una hora. Chris estaba perplejo. Siempre había creído que en la Edad Media la gente iba sucia y apestaba, inmersa en la general inmundicia de la época. Sin embargo allí la limpieza parecía una obsesión. En el castillo, todos iban bien aseados y nadie despedía mal olor.
Ni siquiera el retrete —que el niño, con gran insistencia, le había aconsejado usar antes del baño— era tan espantoso como Chris temía. Situado en la propia cámara tras una puerta de madera, estaba provisto de un asiento de piedra y, bajo éste, un bacín horadado que desaguaba en una tubería. Al parecer, los excrementos se recogían en un recipiente colocado en la planta baja, que se vaciaba diariamente. El niño explicó que cada mañana un criado vertía agua perfumada por la tubería y luego ponía un ramillete de hierbas aromáticas en un soporte de la pared. De modo que no había olores desagradables. A decir verdad, pensó Chris con pesar, los lavabos de los aviones olían mucho peor.
Y para colmo aquella gente, en lugar de papel higiénico, utilizaba tiras de lino blanco. No, pensó, las cosas no eran como esperaba.
Una de las ventajas de verse obligado a permanecer inmóvil en aquel taburete era que podía hacer prácticas de conversación con el niño. Éste era muy paciente con él y le respondía despacio, como si hablara con un idiota. Pero eso permitía a Chris escucharlo con atención antes de que el auricular tradujera sus palabras, y pronto descubrió que la imitación resultaba útil; venciendo su inicial vergüenza y empleando las expresiones arcaicas que había leído en los libros —muchas de las cuales el niño también usaba—, conseguía hacerse comprender mejor por él. Así pues, Chris fue acostumbrándose a decir «Si te place» en lugar de «si quieres», «e» en lugar de «y», y «guisa» en lugar de «manera». Y con cada pequeño cambio parecía mejorar la comprensión del niño.
Chris seguía sentado en el taburete cuando entró sir Daniel y dejó en la cama una pila de ropa, de aspecto caro y elegante, pulcramente plegada.
—Así pues, Christopher de Hewes, habéis entablado relación con nuestra sagaz y bella señora.
—Ella me ha salvado la vida —contestó Chris, procurando adaptar su pronunciación a la de la época.
Y por lo visto sir Daniel lo comprendió.
—Confío en que eso no os traiga complicaciones.
—¿Complicaciones?
Sir Daniel dejó escapar un suspiro.
—Según me ha dicho mi sobrina, amigo Chris, sois gentil pero no caballero. ¿Sois escudero?
—Verdad es, sí.
—Muy mayor para escudero —comentó sir Daniel—. ¿Qué nivel de instrucción tenéis en el manejo de las armas?